Siguiendo el dicho de Savater, confieso que a veces no entiendo a ciertos autores, sus
textos, o me producen aversión por diferentes motivos, entre ellos el
superfluo del mal estilo literario o mal gusto. Con los textos
filosóficos, me ocurre lo mismo. Al final de su libro, Qué es leer: la invención del texto en filosofía,
Paco Vidarte hace una reflexión sobre las dificultades para leer,
descifrar los textos filosóficos. Nos dice que todos tenemos una forma
de leer, aprendida con la experiencia porque es la que más nos permite
ver, y en sentido heideggeriano ver es comprehender, que nos acerca a la
comprensión del texto, con lo que imitamos a quienes hacen las cosas de
una sola manera porque es la única que nos proporciona buenos
resultados. ¿Pero qué pasa si como Gadamer dijo: los textos de filosofía no son propiamente textos, sino aportaciones a una conversación a través de los tiempos?
La lectura de un texto filosófico deriva a otra dificultad, parece que
entonces la tesis básica de la hermenéutica se concreta en la defensa de
que la comprensión, articulada en una interpretación que entraña un
momento también de aplicación, modifica nuestra pre-comprensión, nuestro
modo de estar en el mundo, es decir, es una acción conformadora del
mismo, como si la hermenéutica filosófica defendiera un acontecer de un
lenguaje universal que pudiera explicar todo el mundo. Para Gadamer, (Verdad y método),
parece que al interpretar un texto de filosofía se da una experiencia
de verdad cuya estructura es la de una mediación entre nuestra visión
lingüística del mundo y la lengua del texto; el texto sólo se presenta a
la comprensión en el contexto de la interpretación, implica al lector,
cuya función, la tarea de la interpretación y aplicación son momento de
la comprensión misma. Ya Vattimo definió la hermenéutica como el
discurso rigurosamente teórico que concierne al modo de darse el ser en
nuestra experiencia y Gadamer asume la ruptura heideggeriana entre
sujeto y objeto, lo que le llevará al comprensión de la verdad como
aletheia. Ahora bien, si a partir de Descartes, se invierte la idea de
representación platónica para ir afirmando el mundo de la
representación, el ser pasa como categoría de presencia, a ponerse en
relación con el ser humano. Sujeto y objeto, reflexión e intuición son
categorías indisociables y complementarias de la representación.
Representar como captar y comprender, filosofía entonces del concepto,
que es al final una teoría de la identidad, creada por una subjetividad
que lleva al rechazo de la diferencia entre el ser y el ente. Cristina
de Peretti dice que: “No deja el texto al sujeto como fundamento de
sentido, ya que sería una subjetividad metafísica, cuando con Heidegger,
sabemos que el hombre y el ser es copertenencia”. El texto aparece
como una transición capaz de ejecutar, de lanzar un nuevo pensamiento,
cuando lo leemos sin dactilografía, sin pasar el dedo por las líneas,
como esa forma obtusa de leer que nos señala Vidarte. Cuando nos absorbe
la trama, el tejido y transforma el pensamiento esencialmente. Ahora
bien, si el pensamiento se expresa por la voz, el significante sólo deja
huella en los demás, en su conciencia a través del signo. Como quiere
Derrida, se vive y se dice como exclusión de la escritura, de ese
recurso a un significante exterior, sensible y espacial. Hay un rechazo
occidental a esa escritura, pues el habla se asemeja al logos, se
desprecia la escritura rebajándola a una categoría secundaria por no
decir violenta frente a ese logos-palabra. El logocentrismo que supera
Derrida con la diseminación, lo que no vuelve al orden, que hace que el
autor ya no sea el significado último de un texto. Ausencia de voz como
escritura, en la que toda voz se convierte en signo iterable en ausencia
de cualquier intento de comunicación. Todo significado es significante
cuando está en la cadena de las significaciones. Si el signo representa a
la cosa misma, si hace presente una ausencia, sólo puede pensarse a
partir de la presencia diferida. Problema de la escritura como problema
de la metafísica.
El concepto unitario, homogéneo del texto, quizá deba desestructurarse, como dice Ana Martínez, en Interpretar en Filosofía.
Cuando como lectores nos enfrentamos a un texto singular, la
interpretación que nos sitúa frente a él, en posición de lector/texto,
ya ha tenido lugar, ya han sido organizadas por una serie de
presupuestos, eso sí anteriores, así como por una red de significaciones
que escapan al control deliberado del lector. Y no exclusivamente en lo
que respecta a la clausura del sentido del texto, también en la imagen
de lo existente, lo dado, el mundo, la verdad, actúan como criterios
igualmente naturales y dadores del sentido. El concepto del texto: la
relación entre lo universal y lo singular, y los límites del texto:
práctica “singular” permanente al enfrentarnos a la interpretación.
Derrida ha dicho: “Lo que yo llamo texto es también lo que inscribe y
desborda prácticamente los límites de tal discurso. Este texto se
encuentra en general dondequiera que ese discurso y su orden, (esencia,
sentido, verdad, querer-decir….) son desbordados. Una escritura y una
literatura que no son tipos determinados sino una reinscripción.
El texto debe ser observado entonces como una actividad, si
cada vez que se lee un texto se ve uno obligado a reconsiderar la
pertinencia de la estrategia general de la deconstrucción filosófica.
Porque el texto siempre falla. Y si esto pasa debemos entonces
deconstruir el texto, la escritura, el discurso y lo filosófico mismo,
des-marcar los vocabularios clásicos, sus nomenclaturas y sus usos,
desestructurar sus órdenes discursivos, suspender los valores asociados a
esas órdenes y límites a partir de los cuales las filosofías y sus
interpretaciones son practicables. Abrir una posibilidad a la
interpretación como crisis de sentido. Derrida dijo : “He intentado
sistematizar la crítica deconstructiva precisamente contra la autoridad
del sentido, como significado trascendental o como telos….contra la
historia determinada, en última instancia como historia del sentido, la
historia en su representación logocéntrica, metafísica, idealista…”.
El fallo quizá obedece no tanto a la esencia de la interpretación, ni a
su límite, sino a la deconstrucción como lectura estratégica singular.
Lo que muestra es que cada lectura singular vuelve a poner en cuestión
todo acto de interpretación, no es la multiplicación de sentido y valor,
es la capacidad de organizar el azar y la contingencia que envuelve
cada acto de lectura. Lecturas que intentamos traer a nuestro bando
vital.
Leemos como vivimos, con nuestras experiencias y nuestras
creencias adoptadas, más o menos duraderas que nos tiñen la conciencia
de fobias, filias, deseos, tradiciones o anhelos de comprensión que nos
satisfagan. Invitamos a un texto a que nos complazca, esperamos de él
que se reúna con nuestra preparada impresión, que entre a dialogar con
la casa de acogida aunque sea, a veces, dejando fuera otros conceptos
que nos aportarían nuevos sentidos. Tendemos a reconocer nuestras
calles, nuestro barrio en los mapas que dibujan los textos. Leemos y
creemos, nos dice Vidarte, nos acostumbramos, caemos en la repetición,
cuando leemos y cuando escribimos, no somos autores, somos repeticiones
de los anteriores autores del mundo: como quiere Barthes, matar al
autor, sólo hallar el goce que produce el texto. Alternativas difíciles
de conjugar: quizá como reunión heideggeriana, como la voz dialogante
con uno mismo de Gadamer, con la diseminación derridiana o quizá somos
producción de nuevos sentidos a partir de la mímesis creadora como
quiere Ricoeur. A veces se da el caso de que descubrimos dentro del
barrio trillado de nuestra forma de leer, nuevos callejones, líneas de
fuga, en rizoma, arborescentes, descubrimos el acontecimiento al repetir
nuestros pasos, nuestros senderos repetidos. Ricoeur dice que no hay
autonomía en el texto, que es inconcluso, siempre necesita del lector,
que la lectura forma parte del texto, está inscrita en él. Vidarte dice
que ninguna lectura es incapaz de agotar el texto, sólo despliega una
parte de él, es ganancia y pérdida. La lectura siempre se verá excedida
por el texto. Juego cruel, que se soporta sobre las estrategias que
diseñan los jugadores implicados, el texto, el autor y la lectura como
recepción del lector. Ardua tarea de una hermenéutica que debe centrarse
en la dinámica interna del texto como mediación de la auto-comprensión
del lector cuya subjetividad debe constituirse, ante y por el texto,
como un efecto textual que hace como quiere Ricoeur, que comprender un
texto es comprendernos frente al texto, recibiendo de él un yo menos
finito que antes de su lectura. Creciendo para mejor, espera uno, con el
sentido de la escritura, en una suerte de Sammlung entendida como
recolección de la verdad y el sentido. Sentido de la escritura que es
ofrecido, muchas veces sino siempre, como nos dice J L Pardo, por las
palabras de grado cero: garantizan y soportan la estructura del texto,
de la red tejida de significantes, porque el sentido está en exceso en
ellas, significan demasiadas cosas a fuerza de no significar ninguna en
particular, se oponen a la ausencia de significantes, son la referencia
mutua de los significantes que nos atrapan, aseguran la circulación de
los significados que comprehendemos, que nos hacen desear sin que
ostenten representación alguna, un deseo cualquiera. Y cualquiera es una
palabra de grado cero por excelencia, lleva en su raíz el título de
querer. El texto es también evocación, sugiere una llamada a
constituirse en nosotros, hallar la diferencia, lo no dicho, lo
escondido por otro: por el autor por las incongruencias vertidas o de
otro texto, por ser incompleto. Pero esto es, significa otra ruta, otra
forma de leer, otra estrategia a tomar ante las dimensiones posibles que
impulsan las diferencias, el índice que nos lleva de la territorialidad
a las desterritorialización en la búsqueda del concepto. Función
primordial de la filosofía, según Deleuze y Guattari, es crear
conceptos, pero lejos de potenciar nuestro repertorio, nuestros
dispositivos de comprensión, más parecen, a veces una potencia diabólica
que nos equivoca, nos confunde, como si de una materia viva expresiva
se tratara y que habla por sí misma. Si hemos de considerar, como quiere
Foucault, a un autor como instaurador de discursos, ¿cómo hemos de
considerar al texto? ¿Quizá, como instaurador de anomalías -o certezas-
en la conciencia?
No somos inocentes ante el texto. Hay una insoportable separación entre
la lectura y la escritura. La lectura nace del texto mismo y leemos, a
veces, con una ambigüedad exasperante, su objeto es un todo múltiple, el
arte, la sociedad, los gestos, y no es posible determinar una
pertinencia de los múltiples niveles, y si no hay niveles es imposible
saber quien tiene la primacía. Toda lectura parece que deviene en una
impertinencia en su estructura, lo que provoca la perversión de la
lectura es su pluralidad de sentidos: lugares de paso y de reunión-
Sammlung-, tejido debido a una urdimbre que requiere del oído agazapado
gadameriano, buscamos acaso las líneas de fuga, el modo de abrirse paso a
lo que se escapa de los códigos, o leer a-significativamente, no buscar
lo significados, esperando que el texto funcione por sí sólo, que no
explique ni interprete, que no haya lector ávido de unívoco sentido
pertrechado de un aparataje hermenéutico diseccionador.
En definitiva podemos plantearnos ser más felices si sólo
buscamos el placer de leer, sin buscar sus significantes o significados.
Buscar en el texto lo que queremos que nos diga. Quizá no leeremos
mejor, pero aplacamos la angustia de la búsqueda de sentido en una
lectura dialógica, conciliadora, apaciguadora al fin de la Sammlung.
Contra esta, habitar la diferencia, el desajuste, desunir en vez de
re-unir. Significados y conceptos, mímesis y acción, líneas de fuga,
todo parte de rutas estructuradas, rizomáticas, salen y se hunden,
avanzan, retroceden, dan vueltas hurtándonos su verdad, esa verdad tan
autónomamente subjetiva, que nos invita a asentir si el texto asiente
con nosotros. Decía Said, que la autonomía, la originalidad, era tomar
el camino y desviarse. Nuestra postura quizá deba ser esa, no crear una
barricada contra la angustia ni tener un estilo definido de por vida,
como dice Vidarte. Es tomar un camino desde la puerta de nuestra
conciencia y desviarnos, leer un texto y buscar nuevos callejones,
repetir los caminos para intentar encontrar algo escondido, al menos no
cesar de andar en él y con el texto, queramos o no siempre volveremos al
texto, como se vuelve al (la) amante. Texto que nos pide ser fiel o
infiel según sea narrador o sembrador de extravíos. O sea, intentar
coger el chiste.