Imaginen que una adolescente llega un
día y les dice: “Yo no pedí permiso para nacer, luego no tengo ninguna
obligación”. ¿Qué responder? En este y en otros trances parecidos se ha
visto el escritor Ismael Grasa (Huesca, 1968) quien desde hace seis años
decidió compaginar su actividad literaria con un puesto de profesor de
Filosofía de bachillerato en un colegio privado de Zaragoza. Grasa,
autor de varias novelas, libros de viajes y de relatos, vuelve a las
librerías con La flecha en el aire (Debate), una obra peculiar
(entre el diario íntimo y el manual de ética) en la que cuenta esta
experiencia pedagógica y personal. “De pronto me he visto en el trance
de enfrentarme a la Filosofía. Ha sido un redescubrimiento de lo que
estudié, y también con los chicos en la clase”, afirma Grasa en un
reciente viaje relámpago a Madrid.
Un libro breve y ágil con cuya lectura
se van a sentir aludidos no solo adolescentes y profesores, también
cualquier persona interesada por lo que le rodea. La patria, la
inmigración, los Derechos Humanos y la homosexualidad son algunas de las
cuestiones, siempre de actualidad, que surgen en el aula de Grasa y
también en estas páginas en las que el autor no da recetas mágicas y, en
cambio, sí logra que el lector se ponga a filosofar.
El autor defiende una noción de progreso
alejada de las modas recientes (critica por ejemplo el planteamiento de
la asignatura de Educación para la Ciudadanía) y cuestiona el
relativismo que, afirma, va aflorando en los nuevos manuales de
Filosofía escolar: “El relativismo cultural se ha vendido durante mucho
tiempo como una muestra de progreso y eso no tiene por qué ser así. Si
nuestro sistema democrático es bueno, tiene que ser bueno para todos.
Otra cosa es que tengamos criterios de prudencia a la hora de intentar
exportarlo. La idea de que todo depende de cada cultura, de cada siglo,
es muy debilitadora”.
También defiende sin complejos los
ideales típicamente europeos, pese a las críticas más o menos
fundamentadas que llueven desde sectores que se dicen multiculturales:
“Estoy contra el adanismo, ese pensar que la inocencia de la juventud lo
es todo y que los saberes antiguos son reaccionarios, hay que explicar
por qué esa tradición es importante. Los Derechos Humanos, por ejemplo,
no son menos valiosos por ser eurocéntricos. Lo importante es la semilla
liberadora que el pensamiento occidental contiene. Lo estudiamos no
porque sea europeo, eso da igual. Pero un exceso de autocrítica o de
pasarnos de listos los europeos en esa autocrítica, nos sitúa ante dos
peligros: uno, pasarle a Estados Unidos el relevo de la acción práctica y
de la defensa de esos ideales. El otro peligro es el de debilitarnos, y
en este periodo de crisis europea hay que mantenerse firmes en lo
esencial. Abogo por la idea de una Europa transfronteriza que defienda
toda una tradición”.
Individuo y comunidad
Las páginas de La flecha en el aire
trasmiten además un liberalismo “bien entendido”. Grasa se explica: “El
libro defiende la tradición liberal del individuo, entendido como la
unidad básica de la sociedad; pero por otra parte es aristotélico en el
sentido de la defensa de la virtud y de que nacemos en una comunidad. El
concepto del liberalismo nos defiende de las agresiones a nuestra
libertad, es algo pasivo. Luego está la parte activa, que depende de
nosotros: es nuestro ejercicio de la virtud, del compromiso”.
El objetivo último de Grasa es, con toda
modestia, contribuir a mejorar la sociedad y esa contribución se hace
desde las aulas: “A lo mejor me equivoco y soy un ingenuo, pero un
sistema de personas formadas y libres va a tender, creo, a ser
autocorrector con las injusticias. Cualquier otro modelo puede derivar
hacia formas que restringen las libertades o hacia el extremo
totalitario”.
La flecha en el aire a la que se refiere
el título es una metáfora de cada individuo y constituye la respuesta
que Grasa le brinda a la despreocupada adolescente antes citada. Somos
como flechas en el aire y en nuestras vidas nos toca orientar el rumbo
mediante decisiones éticas y compromisos morales: “Esas obligaciones,
como la flecha que ya está disparada, quieras o no, ya las has adquirido
y no te puedes librar de tomar partido”.
Además Grasa ofrece una idea, muy
alejada de la corrección política que hoy se estila, de cómo debe ser la
pedagogía. Defiende que entre docentes y estudiantes se establezca una
clara distancia y una relación de subordinación, y lo defiende
precisamente por el bien de los alumnos. “Aunque parezca contradictorio,
esa distancia dogmática es una muestra de respeto hacia el alumno, y
viene a ser el trasunto de otra paradoja clásica: educar es dar los
instrumentos para que el alumno pueda liberarse de su educación y de su
cultura, y ganar un juicio propio”, apunta el autor en un pasaje del
libro.
Así, con su corbata y su bata blanca,
Grasa se enfrenta a la tarea de contribuir a la emancipación intelectual
de sus estudiantes, extrayéndoles los prejuicios a los que están
sujetos: “La mayoría de los alumnos son muy conservadores porque en el
fondo han visto muy poco mundo. Se rigen mucho por estereotipos y, al
fin y al cabo, para lo que estudian es para liberarse de su propia
educación”.
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