Ya nadie cree
que la sabiduría puede ser aprendida. En todo caso, la búsqueda de la
razón y los matices de todo aquello que nos sucede no es otra cosa que
un entrenamiento permanente. Hoy existen demasiadas trampas que nos
llevan a ser escépticos de todo y de todos. Vivimos en una cultura
infacionaria en la que se nos hace difícil separar el grano de la paja.
Sabemos que el acto de pensar es lo más parecido a un vicio solitario.
El pensamiento ya no es únicamente el resultado del esfuerzo, porque tal
vez todos estamos un tanto fatigados. Más vale comprender que creer. Y
así como la credulidad dogmática ha dejado de servirnos, la mera
comprensión exige tener la mirada limpia, las palabras justas y una
noble voluntad de berbiquí para llegar al fondo de las cosas. El
filósofo contemporáneo debe ser hoy el faro antiniebla de un paisaje sin
contornos fijos que solo se puede recorrer por carreteras secundarias.
Cuentan
que, en las pocas librerías que nos quedan, se asiste a una pequeña
eclosión de los libros de ensayo y, más en concreto, de la filosofía
seria. Es cierto que en los últimos años han aparecido numerosos títulos
rayanos en los libros de autoayuda que nos abren las puertas de la
felicidad espiritual de la misma manera que los libros de dietas
prometen una saludable mejora del cuerpo. Pero la filosofía noble había
desaparecido últimamente de las estanterías. Algunas veces a causa del
abstruso lenguaje usado por sus autores. En otras ocasiones por una
acomodaticia tendencia lectora a la ficción propia de sociedades
opulentas y aburridas. Ha sido con la incertidumbre de la crisis cuando
ha florecido el debate impreso de las ideas. En décadas anteriores, el
filósofo estaba necesitado de la letra impresa para que le sirviera de
espejo ante la sociedad. Pero ahora el espejo ya no es el de la
madrastra de Blancanieves que le recordaba en todo momento que él era el
más elegante y el más sabio del reino. La imprenta sirvió para
contrastarse y ahora, mire usted por dónde, aquella misma imprenta le ha
acabado devorando. Los grandes titulares de la prensa pesan más que un
corpus teórico. Y los 140 caracteres del Twitter de un iletrado valen
tanto como los miles de horas necesarias para experimentar el amor a la
sabiduría.
Y a pesar de ello la filosofía renace. Ya no se trata
de una filosofía basada en los grandes ideales sino en la mera
explicación de las cosas que no comprendemos. Los ideales nos llevaron a
los ismos en tiempos en los que los políticos se veían tentados por la
filosofía. De ahí vinieron algunos totalitarismos que más vale olvidar.
Hoy, en cambio, la filosofía ya no dicta lo que hay que pensar, sino que
nos lanza un salvavidas para sobrevivir. Algunos consideran que los
filósofos de hoy no hacen otra cosa que pergeñar ideas de temporada.
Pero en realidad están defendiéndonos de una perplejidad castradora en
la que el ser humano ya no sabe qué hacer consigo mismo ni mucho menos
cuánto tiempo habrá de esperar para recuperar un hálito de esperanza.
Nos ayudan a comprender sin la necesidad de resignarnos a creer.
Esa efímera filosofia vulgata -o como dice Javier Gomá
«filosofía mundana»- es hoy una práctica necesaria para la comprensión
de un mundo que está pasando por un conjunto de hechos las más de las
veces incomprensibles. Hasta ahora estábamos convencidos que para ser un
buen filósofo era preciso morir, porque solo los muertos son capaces de
proporcionar la credibilidad de lo inalcanzable. Pero el filósofo
mundano nos es hoy más necesario que nunca. Si vive él, viviremos todos.
Tal vez no sabe hacia dónde hay que ir, pero sin duda nos advierte de
hacia dónde no deberíamos ir jamás. Que ya es mucho.
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