Quizá no transmita mas que un 20% de las sensaciones acumuladas, porcentaje
del cual un 15% se da por supuesto, o se conoce o se ha experimentado alguna
vez, y el resto es lo propio, lo sujeto a mi individualidad, mi sentimiento
más profundo; así, queda mucho de sinestesia intransmisible, incomunicable,
desprendida o maleada que ahí permanecerá, violenta, furiosa, como un león
encerrado que acepta entre dentelladas y salivazos la espiral de su destino.
Además
soy de las que piensan que el lenguaje no representa el pensamiento, que las
palabras muchas veces están muertas, que nos presentamos a los objetos del
mundo frente a ellos manipulándolos en fórmulas matemáticas y sobrevolando su
superficie, sin adentrarnos, sin deslizarnos...,y teniendo en cuenta que mi esto es un reflejo perezoso de mi grito, que la voz se escapa justo donde
está atrapada mi conciencia y que todo es un ruido estridente que llamamos
comunicación, me cuesta un gran esfuerzo hacer algo por ser comprendida.
Me
cuesta una afirmación o una negación, me cuestan las preguntas y respuestas
con sus lágrimas, me cuestan los sujetos y los predicados, pero como también
me cuesta la resignación, creo que debe haber algo en el medio que no sea
comunicación o no comunicación, algo que se respire entre las cosas físicas,
alguna cosa especial que se adivine entre el sí y el no, entre el “de
acuerdo” y el “ni hablar”, entre el “vengo mañana” o el “nunca volveré”;
porque en el fondo da igual hola que adiós, hoy que ayer, tarde que temprano,
es más importante lo que coloca las palabras en el aire ya para siempre.
En
el aire, que arrastra el delirio y la canción, los alientos perentorios, el sexo
de las miradas y los besos, donde se fija la paz y la guerra, en cada
partícula que se escapa y se condensa con un millón más, allí, en lo
imperceptible, nace y muere un poco la vida.
Porque
creo que en el aire hay muchas cosas, entre otras las voces, los sonidos,
esas voces que oigo siempre, el murmullo inmortal de las cosas del mundo, el
imperdonable vaivén de la actividad existencial; las ciudades que rugen, la
naturaleza que se agita, la tierra que se abre, se desplaza y baila.
Eso
es lo que deberíamos hacer todos y cada uno de nosotros, bailar el día
entero, desnudarnos en la música prisioneros del ritmo y el sudor. Aquí y
allí, delante y detrás, arriba y abajo, solos o acompañados, mientras
hablamos. Y las palmas y las llamas.
Las etapas. Una etapa. No me gusta esta palabra, no se pasa por etapas, se
pasa por rostros, por puertas que dan acceso a otros lugares, a los bosques,
a un paraíso o a un infierno. Se pasea uno por la cumbre del frenesí igual
que te ahogas en el cieno de la desesperanza, en un paseo descomunal mientras
te estiras, te doblegas, te aplastan, te caes, te levantas y descubres y
despiertas. Entonces estás alerta en el letargo, asaltando los caminos entre
las sombras de la respiración en la ofrenda gratuita de tu elección mas humana.
Y
por allí pasé yo cuando me encontré por primera vez con el.
El
no tenía nombre, o sí; se llamaba preexistencia, latencia del primer amor,
inmanencia, efervescencia. El se llamaba como se llaman las cosas cuando
las conoces por vez primera y todavía poseen la gracia y la fascinación de la
sorpresa. Se llamaba como se llama el vapor de una ensoñación y un delirio.
El era como un cielo intenso, alto, dolorosamente inalcanzable; nunca se
acababa, siempre había el.
Y
yo con el no respiraba, movía el aire, yo no reía, dibujaba mis dientes y
mi lengua en los átomos, yo no caminaba, apartaba la materia y me punzaba un
ardor purísimo en el estómago cuando sentía su presencia. La emoción me subía
como una rama verde y fresca por el estómago y me envolvía una sensación de
primitivismo, de salvajismo brutal. Sentía lo vacío y lo lleno, la
contradicción en todas sus prolongaciones, porque eso era el, la extensión
de la vida, el todo y la nada, el principio y el fin, aunque no haya.
Podía
presentarse en cualquier momento y sin avisar, entonces y de pronto, todo
tenía sentido, merecía la pena vivir.
En
esa suerte el tiempo moría, y no es que hubiera eternidad, es que como he
dicho había sólo vida, como cuando no había hombres; todo agitado,
alborotado, las células en el caos de la evolución, sin pensamiento ni razón.
Sin mentiras.
El
era el placer.
En la estación de tren me di cuenta de lo que me faltaba. Ilusión. Observaba a la
gente y todos se movían contentos, nerviosos. Sus caras estaban estiradas, atentas,
como el animal alegre y en defensa. Me parecían todos recién salidos de algún
sitio donde les habían preparado para vivir, lanzados, concienciados,
inmersos en su papel. Estaban como en un paréntesis de sus vidas, en un
descanso que duraría lo que dura un recreo, justo en ese momento entre la ida
y la venida donde el espacio se define como una línea potente de existencia,
porque algo desaparece y se regenera otra vez (no en todos los viajes).
Me
sentía sola, despiadadamente sola, fundamentalmente sola, y lo estaba, todos
lo estamos.
Pero
alguien me hablaba, algo estaba oyendo yo que no era mi voz. Me saqué de mis
pensamientos, me giré, miré y le vi. Ya no recuerdo si me preguntaba la hora
o me hablaba de la miseria humana, porque daba igual, su voz me salvo de
ahogarme en un llanto despreciable, que odiaba, pero que a veces no podía
evitar cuando observaba el mundo.
Desde
ese momento nunca nos separamos. No nos volvimos a ver, no sé cómo se llama
ni dónde vive, ni recuerdo su rostro, pero me salvó.
Y
así me he salvado muchas otras veces, con las voces de los otros.
Siempre distraída, mirando por la ventana. Con frío, un frío de esos que
gustan, que dan calor interno, que reconfortan y al mismo tiempo
desensibilizan.
Siempre
miraba el paisaje pasar sentada detrás inmóvil y como petrificada, mientras
las gotas lloraban sobre el cristal. Cada nube me decía algo diferente; unas
eran tristes, otras tenían la fuerza de un huracán, y algunas me acompañaban
durante casi todo el viaje. Y no quería volver, nunca quería regresar a casa,
deseaba un viaje eterno por el mundo sin tregua ni descanso. Volver a casa
era regresar a mi vida, y mi vida no era la mejor, tampoco la peor, pero era
mi vida y eso suponía una responsabilidad.
Y
al llegar me bajaba del tren entumecida con la sensación inagotable de
querer continuar el viaje, en el tren, allí donde nada está
establecido, en ese intervalo que son los trayectos y que tantas cosas nos
dicen.
Esa
quietud del viaje era como una pereza gustosa, y es que no había nada que
hacer tan sólo dejarte deslizar por tus rincones y disfrutar de las imágenes
que pasaban como fotogramas. Además la velocidad, el movimiento que me parece
fascinante. Cambiar de lugar sin cambiar de posición, estar en un sitio y al
momento estar en otro, como introducir tu cuerpo en un túnel de espacio y
tiempo y el mundo a tu alrededor haciendo el esfuerzo.
Nada
había que me gustase más que viajar y encontrar, y nada menos que retornar.
No se puede negar el vacío, todo es vacío. Del vacío todo sale y se rellena. Mire
lo que mire antes no estaba, no era, no pertenecía a ningún lugar, y en el
momento de estar, de ser, de existir, ocupa un lugar, y en el vacío sin duda.
En el vacío sin duda que se comunica, que busca su lugar en nuestra mente. El
vacío del que todos huyen y que nadie quiere, que es ignorado y destruido,
como el silencio. Siempre manifestándose ambos y siempre acallados, los grandes
olvidados. Donde más hay, donde las respuestas brotan como las flores, donde
se definen las siluetas de los deseos y la condición, donde la voluntad
canta, en ese lugar donde todo fluye con la naturalidad de un río. Allí donde
nadie quiere estar porque se encuentra y se mira y sale corriendo.
Hace mucho tiempo que no vomito y es difícil empezar, porque los pensamientos
se agolpan, se ahogan en una interminable lucha con el lenguaje. Quiero decir
y no digo nada, es como sentir que algo explota y se queda dentro, casi una
enfermedad. Recorro cada día las miradas de los otros y encuentro en ellas
mucho, de todo y de nada. Hay miradas de fuego, de reconciliación, de deseo,
de esperanza; miradas que gritan y no son oídas, miradas desesperadas,
miradas engañadas de forma despiadada, otras que se pierden, otras recién
encontradas. Hay muchas miradas de mármol, también desoladas, entumecidas y
mudas, las hay brillantes y con chispa, las hay energéticas, profundas y
desbordantes, las hay mitigadas, cercenadas, moribundas..., y todas miradas
que miran y se miran, esos ojos de colores que retienen la belleza donde en
cada parpadeo nace un nuevo ser.
Y
qué decir de las bocas, de los labios; extensos y laminados, o comprimidos y
sellados. Todas los labios cerrados hablan, los labios heridos, los que
sonríen sin mostrar los dientes, los labios cuarteados, demolidos, los labios
eróticos en esas bocas grandes desplazadas de la cara, desbordadas y
apabullantes. Los labios finos inteligentes, los más estrechos y largos, los
labios que hablan solos. Y sus bocas, todas esas bocas que con sus dientes
muerden y con sus lenguas saborean. Y de aquí los besos: los besos secos,
ásperos sin ritmo ni compás, los besos que te besan y te tuercen, los más
resbaladizos, sin respiración; los besos largos, lentos, pausados, los
tormentosos, los sangrantes, los besos duros. Todos los besos y el sonido de
los besos, su ruido particular, incomparable, indestructible, ensordecedor.
Las voces de los besos.
Miraba los pájaros volar e intentaba escuchar el sonido que hacían sus alas.
Era brutalmente bello, singularmente extraño también. Violaban el aire
despacio, lícitos, concentrados, bajaban y subían en un movimiento disperso e
inteligente, las flechas del cielo. Y su melodía era abierta, sana, vital, y
sus dibujos en el aire las formas que quisieras. Me sentía libre, con una
mezcla de envidia, de suerte y de gozo por poder disfrutar de tan increíble
espectáculo.
Recogida
en la tierra, tumbada boca arriba quería llorar y reír a la vez porque
llegaba otra vez esa sensación de rebosamiento, de eclosión interior, de
éxtasis, de vida. Quería cantar, bailar, soñar, hablar, tener y no tener a
alguien cerca, y todo a la vez, tenía un ataque de vitalidad, de esos que
agotan porque la sangre fluye caliente y veloz, el corazón trabaja y trabaja.
Cuando los pulmones se abren y salen hacia fuera, cuando la piel se eriza y
el color sube hasta el rostro. Agitada y excitada la visión se ampliaba hasta
detrás de la cabeza y estaba sin duda rodeada de una belleza demoledora;
hundida en la tierra presa de la naturaleza. Escuchaba todo moverse, todo
nacer, todo morir, envuelto en una paz que daba miedo. Quería más que nunca
vivir y ver, y repetir y repetir el torrente interior y la rabia de esa
tarde.
Lo conocí con un sol despiadado, detrás de una columna griega, mientras
observaba el reflejo de sí misma en el agua.
¿Qué pasa en el mundo?, ¿qué pasa con el hombre?, ¿por qué oigo sólo
carcajadas violentas forjadas en el fuego de la conspiración?, ¿de quién es
la historia?, ¿a quién pertenezco? Me da lo mismo..., o no, ¿qué hemos hecho?
El poder, el dominio, el control. Las sombras de un proyecto, la muerte que
nos visita con invitación, la controversia y la mentira igual que el bastón y
la propaganda, o las reglas o el fanatismo, o la prostitución de los recursos
y las voluntades, ultrajar los movimientos y ni un minuto para pensar.
Y
tengo la sensación de que me vigilan, algo me espera siempre en todas las
partes, un monstruo que me persigue en la oscuridad y se disfraza de trabajo
y ciencia por el día, y escucho la máquina, claro que la escucho!, oigo el
motor, las entrañas, el engranaje donde me quieren insertar, adherir como una
pegatina a un cristal y dejarme morir ahí, viendo al otro lado el desfile de
máscaras y de cadáveres y la triunfal entrada de la "razón" a
nuestras vidas.
Y
yo no quiero, no quiero, me resisto, golpeo sus muros hasta sangrar, escupo
sobre su destino. Y todas esas lenguas yagadas de
los sellos y los sobres al paraíso, y toda esa esperanza lamentable de los
que creen y buscan todavía, como animalillos encerrados, girando sobre el tótem
de la civilización: el progreso, por el progreso, por el retroceso.
Entonces lo atrapé. E igual que se deshace el hielo, se derretía el entre
sueños hasta quedar líquido completamente. La materia se transformó y quedé a
solas con la esencia, envuelto en suspiros y energías vaporosas, que escalaban
poco a poco encima de mí hasta ahogarme de placer dejándome inconsciente
casi. Sin escenario ni preámbulos, prácticamente rebozados en la oscuridad
percibiendo los órganos y sus funciones vitales. De repente un golpe brusco y
controlado, de repente una caricia, y de vez en cuando un tenue acercamiento.
Y esas palabras llenas, puras, bien dichas y sentidas, como nada que pueda
llegar a decirse en ninguna otra situación, palabras sin religión, recién
estrenadas y fraguadas en el centro del subconsciente, en la fuerza de lo
incontrolable y del dolor carnal. ..................Todos, todos, encadenados
al placer, sujetos a las voces y la primigenia de la sexualidad.
Si me dicen que voy a morir ahora, no me lo creo, no puedo, no quiero. No
deseo desaparecer, no me apetece parar y no lo comprendo. Es lo único que no
comprendo.
Sumido
en estos pensamientos, el niño me miraba por el cristal como asombrado y expectante,
yo también le miraba condescendientemente y buscando su sonrisa, pero sus
ojos miraban como sin verme, atravesándome la piel, serio e inmutable. Quizá
sólo era el cuerpo de un niño, quizá ya era un anciano. Y de repente enseñó
sus dientes, los cuatro que tenía, pero sin reír, así abrió la boca como un
conejillo, como tragando un pedazo de mí y entendí que me saludaba.
Había
una esperanza ahogada en su gesto, un gemido maltratado, herido, abierto; una
mueca dura de pronto abstraída de la belleza pero amargamente viva, latente.
Y se desparramó dentro de mí un desierto de hielo, me reconocí estúpida,
descortés ante el rostro brutalísimo, humano y profundo de la criatura. Nos
miramos unos segundos más hasta que me habló. En inglés. Me preguntó si
quería que me limpiara los zapatos, moví negativamente la cabeza un poco
descompuesto y casi enojada. Volvió a hablarme, en francés, e intuí que me
decía lo mismo, pero entonces le respondí en español preguntándole su nombre.
Contundente me dijo: “Sahal” y me tendió la mano
con la palma generosa y sucia hacia arriba, como un hombre. Le di la mía y
las carnes se estrujaron, se apretaron, un tiempo infinito y breve a la vez.
Era una mano pequeña, caliente, áspera y dura, hasta el momento en que se
soltó para salir corriendo. Por el camino se giró para mirarme y esta vez sí
sonreía, se sonreía también a sí mismo; dos veces más y su brazo en alto, y
sus amigos al fondo.
No
quiero morir, no sólo ahora, no quiero que se agote esta fuerza, quiero ver y
ver, desparramar la energía toda entre lecho y lecho, corretear y saltar,
decidir y pensar pero no morir, no
quiero morir nunca.
El sol ardiente se comía las sombras del camino y éste se abría árido con una
tierra marrón desmenuzada y a ratos polvo. Todo alrededor era un paisaje
llano y extenso con colores sin matizar, pero había mucho brillo, un brillo
que cansaba y dolía, demasiada luz para unos ojos rebosantes de melancolía y
un espíritu pacífico y sosegado. El hombre daba un paseo tranquilo esperando
quizá algo de los árboles y el viento, alguna señal mágica recién llegada del
universo para poder traducir sus sentimientos, unos que se habían quedado de
pronto agazapados en su interior, en algún sitio
abandonados y sin dueño. Caminaba no muy despacio concentrado en sus
pasos, cabizbajo aunque seguro, de vez en cuando levantaba su cabeza y
oteaba, parado con las manos atrás; y estoy segura de que respiraba hasta el
estómago, casi en un ejercicio de meditación para dejar penetrar los sonidos
y dejarse envolver por la leve brisa que correteaba a trompicones, juguetona
y fresquita. Y continuaba con el mismo semblante y el mismo ritmo. Pero se
paró, se quedó inmóvil porque yo estaba delante. Salí a su encuentro
prácticamente en un asalto muy contenta y animada, tenía profundas ganas de
hablar con alguien, de divagar con un humano, una conciencia, uno de los
muchos. Y allí estábamos los dos en medio de la senda, envueltos en un saludo
cordial de desconocidos pero con una predisposición natural a dejarnos
conocer. Su rostro estaba agradablemente cuarteado y negro, sus cejas eran
pobladas y debajo había unos ojos miel intenso llenos de conversación; la
nariz redonda y grande me recordaba a las de las esculturas romanas de un
emperador cualquiera y su boca seca se removía en su cara a la manera de un
niño. No era muy alto y se encorvaba
hacia delante con una pose inconscientemente humilde. Sus brazos se pegaban a
su cuerpo y las manos, que logré ver una hora después, se zambullían en los
bolsillos como si escondiese un tesoro, que efectivamente allí guardaba.
Sólo
me miraba de frente y en ningún momento se distrajo con mi bolsa o mis ropas
o mis sandalias o mi pelo o mi apariencia, y nunca había visto yo tan
perfecta conjunción, tan acabado proyecto de ser humano, tanta fuerza, tanto
dolor y esperanza en un cuerpo, el de un hombre anónimo.
-¿A
dónde vas con este calor y por estos lugares?
-Pues
estoy de paso y la verdad que ando un poco perdida porque no sé exactamente
donde estamos, pero vamos que me da igual, ya apareceré en algún sitio no?
Se
reía franco.- Sí, digo yo, claro. - y se volvía a reír-
-Pero,
¿qué haces sóla y andando por aquí?, ¿vas a algún sitio?, ¿duermes en el
campo?, yo que sé, es que me sorprende ver a alguien por aquí, el pueblo más
cercano está a 78 kilómetros–y se volvía a reír, y era maravilloso-
-Bueno,
estoy de viaje hombre, y duermo en casa de una amiga que vive en el pueblo
ese que usted dice, y el martes salí de su casa para dar un paseo y hasta
aquí he llegado, los pasos me llevaron. Ayer dormí cerca de un río que he
dejado esta mañana, y vaya, es que me he puesto a andar y ya ve, aquí
estamos.
-Entonces
como yo, que salgo y no me acuerdo de volver.
-Y
vive usted en algún pueblo cerca de aquí?
-No,
yo vivo en una casa cerca de aquí, a unos 12 kilómetros, está ahí en medio de
la nada pero a mí me gusta, es muy tranquilo, y tengo de todo, lo que yo
necesito vamos. ¿Y has comido algo desde ayer?, mira es que aquí mismo no
tengo nada mas que agua y unas nueces que me gusta llevar siempre en los
bolsillos, es que me da una cosa que estés por aquí así sin comer ni
nada, no sé.
-No
se preocupe, si que comí algo pero yo tampoco como mucho, a veces se me
olvida y todo. Bueno, y ¿cómo se llama usted?
-Miguel,
me llamo Miguel hombre.
-Yo
soy.........., encantada de conocerle Miguel, que bueno haberle encontrado en
mi camino.
-Sí,
yo también me alegro, madre mía hace por lo menos dos semanas que no hablo
con nadie, se me va a olvidar.- y ahora si que reía-. Pero, y ¿de dónde eres?
-Vivo
en.............., trabajo en ............pero ser ser, no soy de ninguna parte en concreto. Me siento del
mundo y a veces ni eso. -Me parecía que por primera vez en toda mi vida podía
expresarle a alguien todo lo que me parecía, o todo lo que sentía en ese
momento, con una espontaneidad desconocida hasta ahora para mí-
-Bueno,
es que el mundo es muy complicado, es muy difícil con tantas cosas malas que
pasan, y esta uno perdido sobre todo en la ciudad. A mi es que las ciudades
no me gustan, así tan grandes, con tanta gente, y los coches y los ruidos, y
que todo el mundo va a su apaño, nadie se preocupa por uno.
-Y
no se aburre usted solo en medio del campo?
-Aburrirme?!,
pues sí, claro que me aburro, imagínate aquí solo, bueno que tengo dos
perros, pero y que si te aburres, pues te aburres y ya se te quitará, viene
una cosa y la haces y luego te aburres otra vez, y no es malo no?, para qué
está el tiempo también, para aburrirse no?
-Yo
también me aburro en la ciudad no se piense usted Miguel, y a lo mejor no es
que me aburra, es que no me gusta el tiempo allí, ya que ha hablado usted del
tiempo. Aquí me imagino que será todo diferente verdad?,
con tanto silencio y tanta paz.
-Si,
es tranquilo esto sí, es bonito también, pero duro no te creas, que yo vivo
solo todo el año, menos en verano que vienen mis nietos a verme.
-¿Tiene
hijos entonces?
-Tengo
tengo, unos aquí y otros allí, allí, muertos digo, pero que los tengo vamos.
-Vaya,
lo siento Miguel. ¿Y no tiene esposa?
-No,
también se murió hace ya cuatro años. –Y no perdía su sonrisa, y sólo yo sé
que todavía la guardo, cuando me puede, cuando me inunda la tristeza-
-Claro,
que cuando vienen los nietos será otra cosa...
-Ni
te lo imaginas, sueño y todo con ellos por las noches, se llena la casa de
gritos y de olores, es muy raro fíjate, pero yo me pongo contentísimo, porque
es la familia que están lejos y se les echa de menos. Y tú tienes algun
novio por ahí?
-No
que va, nadie me quiere, o yo no quiero a nadie, según se mire Miguel. –Y nos
reímos al mismo tiempo y se oyó en todo el monte porque ya habíamos caminado
hasta otro paraje, un lugar que me pareció diferente, más cerrado, recogido y
precioso.-
-Pues
mira, si quieres vamos caminando hacia mi casa y te la enseño que me hace
ilusión, te comes un trozo de queso y llamas a tu amiga para decirle que
estás bien, que venga a buscarte, o te quieres volver andando?
-Muchas
gracias, la llamo sí que me imagino que estará preocupada.
Miguel
era puro, sincero, abierto, respetuoso, transparente, y se concentraba en
cada una de mis sílabas; qué horas de felicidad junto a aquel hombre sencillo
y apasionado que endulzó mi vida con su voz, con su palabra, con su
predisposición. Nadie nos escucha ya, la prisa ha matado el tiempo de las
reconciliaciones, de la voluntad hecha verbo, del debate, de la otredad; no queda un espacio, un paréntesis, un momento,
la altivez de la sordera se ha llevado por el desagüe la comunicación y en el
orgullo estúpido de la masa hay un debacle de la comprensión. Y respiramos
hasta el cuello y nos ahogamos en las obsesiones ridículas de la posesión y
el porvenir, como si hubiera un premio. Qué espantoso el hombre en su carrera
por llegar, en su ansiedad, sin entender nada ni a nadie, matando lentamente
su capacidades más preciadas.
-Pues
yo llevo aquí la friolera de 9 años, antes vivía en otro pueblo también cerca
de aquí pero cuando se murió mi mujer me cambié aquí porque ya no aguantaba
la casa vacía y llena de cosas de la vida, de la de mis hijos, de la de mi
mujer, de toda un vida claro, y como estaba tan triste dije, “anda Miguel,
déjate de penas y búscate un entretenimiento”, y teníamos esta casa y dije
“ala, para allá”, me cogí todo y me vine, y aquí estoy –se reía-, a ver si
entre paseo y paseo me muero ya. –Y más se reía aún-
-Pero
Miguel!, se
quiere morir?, no no, no diga eso yo creo que
todavía le queda mucho.
-Pues
no sé, unas veces me quiero morir y otras no, depende del día, pero vamos que
ni me da miedo ni nada de eso. Me parece que yo ya he hecho lo que tenía que
hacer y que total, hay mucha gente en la tierra, pues qué más da uno más que
menos, hombre uno viejo como yo.
-Yo
es que Miguel no entiendo a la gente que se quiere morir, sinceramente. Yo tengo
tantas y tantas ganas de ver y ver, que es que me cuesta. A mi me parece que
lo que tengo es miedo. –Yo estaba sorprendida de mis propias palabras.-
-Pero
de qué tienes tú miedo chiquilla que duermes sóla y viajas sóla y no tienes a
nadie a tu lado y eres tan sincera y tan maja.
-Pues
Miguel tengo miedo a perderme cosas, tengo miedo a que me entre un cáncer y
morirme.
-Entonces
no tienes miedo a la muerte, tienes miedo a morir joven y a perderte las
cosas que la vida te puede traer, claro, eso es normal.
-Pues
sí, será eso. No sé, el caso es que..., bueno, yo no creo en Dios Miguel.
-Yo
tampoco hija –me interrumpió.-
-Y
eso, que me da miedo desaparecer, aunque tengo claro que cuando mueres es
como cuando no estabas en el mundo, cuando no existías, es decir, nada,
nadie. ¿Me comprende?
-Sí
claro que te comprendo, pero eso es un tema de la edad, yo que tengo ya 75
años pues muchas cosas no me quedan por hacer, mira es que te cambia, como se
dice, la visión. Cuando eres joven quieres y quieres hacer todo y ser todo y
esas cosas, pero cuando ya has vivido mucho pues también estás cansado y te
apetece parar un poco, bueno parar un poco no, parar del todo. Yo hace mucho
tiempo que asimilé que esto es un rato y que hasta luego.
-Pues
a mí eso, precisamente, me parece una fatalidad Miguel, nacer para luego
morirte.
-Que
de verdad te lo digo yo, que te vas a cansar, que esto cansa!, o qué te crees tú. Lo que tienes que hacer es no pensar
que te va a dar algo y buscarte un chico que eso quita todos los males!
-Sí
quizá, pero eso también es muy difícil.
Pasé
unas horas junto a Miguel en su casa que todavía, al recordarlas, me llenan
de gozo. Nunca después he vuelto a reconocer en absolutamente nadie, esa
cordura y esa sabiduría, y en algunas ocasiones al pensar en su voz, se me
caen por las mejillas unas largas lágrimas de amistad.
Las horas. Siento que presionan mi cuello por detrás, que me muerden la
yugular y me despellejan en mil jirones, todas esas horas conscientes,
vivísimas, que me hablan y no se marchan. La voz de las horas, enemigas y
amigas.
Me siento una hoja caer vagabunda entre las ramas, desprendida para siempre
de su lecho. Paseando por los parques entre las conversaciones de las madres
y los chillidos de gozo de los hijos, pasajera del viento de las ciudades
volteando las esquinas por grandes avenidas; por los balcones me asomo a la
intimidad, a los olores, a la quietud, a las sombras, y me dejo llevar hasta
el océano. Y entonces soy ola, que se remueve nerviosa, de pronto condenada,
de pronto salvaje, que se estira y extiende rebelde entre las miradas humanas
infinitas que siempre se queda el mar, que rompe en la orilla y se lleva los
castillos, los nombres y los te quiero, que roba un trozo de aliento a la
superficie y engancha sin tregua los corazones de la sensibilidad, que
regresa hacia dentro en un remolino desesperado y furioso, para volver a
nacer en un torbellino de arena, sal y vida. Me siento una ola que moja los
cuerpos dorados, escuece en las pieles ajadas y empapa.......O igual me
siento lágrima, elaborada, pensada, de hace tiempo, que brota ya sin remedio,
que pide salir, que cae solemne y justa y se derrite por el rostro caliente.
Una lágrima también salada que recojo y trago y se convierte en latido. Un
latido, ensordecedor, que traspasa la piel y se observa debajo de las
clavículas, como si quisiera reventar. Y me oigo el bombeo, la sangre y los
fluidos, y se oyen los demás latidos aun en los cuerpos inermes sin esperanza, aun en los cuerpos
sólo dibujados y tediosos, aun en los cuerpos del orgullo. Y cómo se oyen los
latidos de los que ríen, de los que aman, de los que buscan, de los que
observan, de los que escuchan, el latido de los niños, de los más pobres, de
los ilusionados, de los peregrinos, de los salvajes, de las madres.., el
latido de las tormentas, de las cimas, de los bosques en su quietud, de los
senderos..., el latido de los cuerpos nacer, de los dedos tocar, de los pies
caminar, de las voces hablar.
Los
latidos del mundo, las voces del mundo.
Se percibe una nube de polvo a lo lejos, una preludio indefinido acompañado
de un quejido tribal recién salido del estómago; hay un olor extraordinario a
piel, a sexo, a músculo y humedad, un sonido que abre el pecho y retumba en
el mismo centro del corazón. Son ellos y sus cuerpos, sus perlas, sus
almendras, su azabache brillante untado centímetro a centímetro, con bellas
arrugas tatuadas que surcan sus facciones animales, esperanzadas y repletas
de motivos. La marabunta se acerca y te extasia,
como si te arrancaran el mal de raíz y ya no existiera la miseria ni la nausea,
sino la abundancia, la fertilidad, la muerte hecha canción, la carne, el
instinto. Se desborda el río de la vida y se festeja lo salvaje y la quema de
la ética, se resquebrajan las losas del miedo a desbocar la risa contra el
viento.
Abiertos
los tobillos y las caderas hasta el amanecer, hasta salir cada gota de sudor
disparada hacia los otros, contra uno mismo, contra el aire que juega y
disfruta de tan grande espectáculo; el aire viciado de amor, de libertad, de
gritos.
Sólo hay un filón al que asomarse y esperar, un remanso donde detenerse y
caer, como un telón de fondo donde se representa lo que puede orientarnos en
nuestra elección: la voz de la intuición.
Qué más quisiera yo que sólo respirar, inflar mis pulmones absorbiendo las
lindezas del exterior, notando cómo atraviesa mis órganos hasta el estómago.
Y exhalarme allí y perder la conciencia devolviendo hacia fuera la masa
incorpórea limpia de vicios. Y así estar
horas y horas, respirando, sólo eso.
¿Qué
estar?, me pregunto entonces, ¿qué ser?, ¿qué vivir?; estar en ningún lado o
al menos no percibirlo; ser el ente, el concepto sin necesidad de
experimentar. Vivir y vivir respirando. Nada más. ¿Qué sería entonces sin
todo el entramado de interferencias alrededor?, todos esos elementos
tangibles, comprobables, detestables y afables que me dominan a veces, que
nos condicionan a todos , que nos hacen. Alguna vez
me han dicho que soy lo que los demás me cuentan, la magia de la otredad. Todo lo que dicen soy, lo que dice mi madre,
mis amigos, los desconocidos…, y esa soy. Todos ellos dicen que soy
morena y delgada, locuaz e impaciente, profunda y poco práctica, perfeccionista
y voluble. ¿Ésa soy yo? Ésa soy yo. ¡Ésa soy yo!
A veces te molestan profundamente las cosas del mundo, te postras en la cama
y sientes que te sobra todo lo que tienes alrededor, que quieres flotar en el
vacío, que serías capaz en ese momento de no necesitar mas que tu ser en
intimidad y tu respiración,….en silencio, callada, alejada del ruido, de la
masa, de lo material, en estado puro, salvaje, con tus miedos y deseos
sobrevolando la persona.
No
quieres que nada ni nadie te toque ni tú tocar a nadie o nada, fluyes por
entre tus células, todo te queda grande y te expulsarías a ti misma de la
existencia trivial, estás bajando tanto que te ves sólo ante la inmensidad
recogida en tu propio ser, como un feto, envuelto en ti mismo.
La
cama te aprieta, los seres te atropellan, quisieras estar en una huida hacia
tus oquedades más profundas, a ese lugar recóndito alejado del jaleo de la
vida que viaja imparable como un nómada; es la sensación de todo y de nada,
es querer expandirte en el espacio y en el tiempo, revolverte contra tus
obligaciones, contra el tedio de la costumbre, es desear no llevar equipaje,
no soportar ningún peso a las espaldas, arremeter contra las mareas en contra
de la posición que te han impuesto en el mundo. Meterte en las aguas gélidas
del universo, flotar por entre el concepto de lo infinito, ése que no te
alcanza en la mente, es querer explotar lanzándote a las pasiones, salir de
la existencia efímera y pesada para entrar en tu paraíso, en tu libertad.
Sentir que no tienes apego a las cosas materiales, que has superado todas las
pruebas, que los fenómenos ocurren mientras tú estás tranquila, reposada en
la existencia, despierta en la satisfacción, en la intensidad del cuerpo y de
la mente.
Es
estar íntegra, gozar de la unidad, del ser, de la existencia auténtica, la
que oprime lentamente la garganta sin ahogar, el movimiento de los seres
especialmente vivos, receptivos: estar con todos los poros de la piel
abiertos, despellejado nadando en el lago de tu horizonte.
Contraer
los labios en una sonrisa, dejar caer las lágrimas más bellas sin control ni
orden, abandonarte a la potencia del gesto del hombre, pensante, reflexivo;
escurrirse, esconderse en la risa, en los quejidos también, cegado por la luz
de la totalidad.
Sentir
el abatimiento, gritar, manejarse en la deriva de los sueños emocionado ante
el silencio absoluto, con los pulmones llenos de asombro,…desnudo, virgen del
mundo, sin contaminar……., “soplar y que salgan palomas de hielo”
Somos una imagen, una mancha volátil dispersa en el aparecer, somos un ritmo,
una música al fondo de un recuerdo, una metáfora de lo consciente, un reflejo
difuso, un eterno retorno a las cosas que necesitamos, un vómito difuso sin
determinar, un trabajo perfecto dentro de las sales de la madre tierra, un
viaje sin destino, una querencia obligada, un despertar entre las malas y las
buenas hierbas, el furor de un aullido rasgado por los trazos de la
identidad, el tramo largo y duro; somos todas las flechas y las direcciones a
seguir, somos la certeza de sabernos, el dolor del no olvidar, la suerte de
tener y ser. Somos la distancia, la soberbia del enfado y la templanza del
humilde, somos todos los designios de la constelación del opio de nuestra
condición, la imaginación y los trenes sin humo, la prolongación de una
terapia, el final de una pena, una procesión de cuerpos olvidados en
estanterías, un nacimiento porque sí, las paredes y los muros de la
indecisión, el desfile de las máscaras, la muerte hecha sonrisa, un divagar,
una civilización olvidada, el sabor de la espera, los colores del ciego, las
voces del sordo y la alegría del payaso. Somos lo circundante, la herida que
no para de sangrar, la llama de los descastados, el olor de la oscuridad, la
carne y los huesos, los títulos de crédito, las señales de humo de los
engañados, la cueva y la casa de la conciencia…, pero también somos el origen
de las palabras y los versos, la gracia de los movimientos, el arte, las
pulsiones, la saliva, la inocencia, la arena de los cuentos, todos los
crepúsculos, los desiertos y los barcos, el amor sin límites, el alba, la
lluvia, las banderas, el vino, la inspiración, el inicio de las tramas, una
respiración entrecortada. Somos el éxtasis y la magia, el nervio y la
emoción, un surtido de amaneceres, una sinestesia indescriptible, la
contradicción y la experiencia; es el hombre el principio y el final, la
única creencia, su propia fuerza y creación.
Me vacío por dentro en las noches de angustia, me vuelvo contra mi alegría
escupiendo fuego mortal, los ojos se me caen de tanta incomprensión y tanta víscera,
los miembros me fallan en el acto de reflexionar; pierdo las fuerzas y un
escalofrío henchido me persigue hasta vencerme. Sin más equipaje que mis
dudas, me siento sobre el interrogante y lanzo mi amor y mi odio, experimento
el no-ser que imagino y me roza lo agridulce de la locura. No puedo correr
porque me atrapa mi propia imagen, no puedo reír porque me prohíbo estar
bien, no quiero llorar porque me siento indefenso, no puedo creer porque la
indiferencia me ahoga, no puedo estar aquí porque me empujo a estar allí.
Como si un ser ajeno a mí me golpease y voltease a conciencia. Pero soy yo,
yo que me busco entre los escombros de esta vida, yo que me quiero y me odio
a la vez, yo que lloro en los acantilados de mi contorno, yo que observo mi
recorrido, yo que me convenzo de las cosas, yo, origen y destino de mí misma,
dolorida y cansada de caminar y mirar, de discutir y reflexionar, yo, con
este nombre, en este cuerpo, metido aquí, arrebatado de algún sitio,
miserable y grande como todos los demás.
Me gusta saber que hay amor, amor en los gestos, en los lunes, en las
calzadas de las calles, a través del cristal. Hay amor por doquier de
espaldas y de frente, quieras tú o no.
El
amor de la juventud que huele a fresco y a insensatez, sin las llagas de la
experiencia, el amor de la inquietud y el descubrimiento, la sorpresa y el
desafío. Amar como un niño libre y eternamente sin prisa y sin pausa, a todas
horas, en una carrera de gozo y vitalidad. Amar por amar, porque se necesita
amar. Amar y amar, querer y estar, comprender.
No es verdad que al mundo nos arrojan sin preguntar, que aquí
nos dejan sin pedir permiso, que de pronto estamos viviendo, respirando,
siendo eternamente responsables de nuestros actos, de si vivir o morir, de
hacernos cada día…, ¿no es verdad que el hombre es
grande y miserable al tiempo?
Que es grande: que nos devanamos en amar y derramar la sangre por
la injusticia, que lloramos acurrucados sobre nuestra propia persona al
atardecer mientras el sol se despide trágicamente, y todo, todo, es
dolorosamente punzante; no es cierta la locura del hombre y su excitación y drama?,
acaso y en el fondo no son verídicas las lágrimas del actor, no es
ciertamente auténtico el primer color de la piel al nacer?, y no es mentira
el arrepentimiento del preso, ni la reverencia del hijo.
Que es grande: porque es lícita la duda y la desesperación, porque
no son falsos los abrazos del andén ni los que sienten a dios. Porque no hay
vuelta atrás.
Que es miserable: porque le devora el miedo, porque devora el
medio, por ser ridícula su avaricia, porque muere y lo sabe. Es bien cierto
el horror del poder y bien atronadoras las bombas, bien visible el sesgo del
egoísmo y los trazos del despecho. Porque los bajos instintos ahí están,
acechando en la sombra.
No es mentira el olor de los cadáveres ni el de la pólvora; no es
mentira el color del dinero ni sus estragos; no mienten las estadísticas ni
las pandemias, es real la religión.
No lo puedo olvidar. Se ha quedado dentro, adherido a las
paredes y los músculos de mi corazón. Duele, igual que si me extrajeran un
órgano o me quedara sin mi voz para gritar. Duele, como si mi madre me
hubiera abandonado en mi sexto año de vida. Duele, de la misma forma que un
golpe seco en la nariz. ¿Qué hacer si me estoy abandonando al drama del
amor?, ¿cómo evitar esta caída inminente hacia el recuerdo de su olor y su
persona?, de qué modo sortear esas lágrimas certeras y moribundas de la
desolación?, ¿hacia dónde dirigirme?, ¿por qué extraño camino se abre paso mi
nueva persona, reducida ya, a sensibilidad y espectro?, ¿Dónde dejarme caer y
reposar esta melancolía que siento se adueña de mi cuerpo y mi mente?, ¿dónde
abandonar este fulgor mezcla de rabia y ensoñación?, ¿a quién reclamar la
injusticia y la astucia de la pasión o cómo calmar este deseo de recuperarme?,
¿por qué las montañas, el viento, la luz, nada me dicen?, ¿dónde se fue el
significado de las palabras?, ¿por qué esta abstracción interior mientras el
ruido exterior me marea y al tiempo me reclama?, ¿por qué sólo oigo mi voz,
mi quejido, mi lamentable plañido, lejos, muy lejos, del color y la
intensidad del día que acaba de nacer?
Me siento el estómago rugir, los brazos pesados, la cabeza se
debate entre la fiebre y el sueño y me apoyo ebria de dolor sobre el cristal
humedecido.
Me preguntan mi nombre y miento. No quiero ser yo sino otra,
distinta, aliviada y comprendida.
En algún momento creo haber vuelto.
Estoy rendida, medio muerta.
Las voces. Siempre ellas. Las voces del mundo. Las otras voces.
Mi voz. Tu voz.
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