viernes, 9 de agosto de 2013

Las voces

Quizá no transmita mas que un 20% de las sensaciones acumuladas, porcentaje del cual un 15% se da por supuesto, o se conoce o se ha experimentado alguna vez, y el resto es lo propio, lo sujeto a mi individualidad, mi sentimiento más profundo; así, queda mucho de sinestesia intransmisible, incomunicable, desprendida o maleada que ahí permanecerá, violenta, furiosa, como un león encerrado que acepta entre dentelladas y salivazos la espiral de su destino.
Además soy de las que piensan que el lenguaje no representa el pensamiento, que las palabras muchas veces están muertas, que nos presentamos a los objetos del mundo frente a ellos manipulándolos en fórmulas matemáticas y sobrevolando su superficie, sin adentrarnos, sin deslizarnos...,y teniendo en cuenta que mi esto es un reflejo perezoso de mi grito, que la voz se escapa justo donde está atrapada mi conciencia y que todo es un ruido estridente que llamamos comunicación, me cuesta un gran esfuerzo hacer algo por ser comprendida.
Me cuesta una afirmación o una negación, me cuestan las preguntas y respuestas con sus lágrimas, me cuestan los sujetos y los predicados, pero como también me cuesta la resignación, creo que debe haber algo en el medio que no sea comunicación o no comunicación, algo que se respire entre las cosas físicas, alguna cosa especial que se adivine entre el sí y el no, entre el “de acuerdo” y el “ni hablar”, entre el “vengo mañana” o el “nunca volveré”; porque en el fondo da igual hola que adiós, hoy que ayer, tarde que temprano, es más importante lo que coloca las palabras en el aire ya para siempre.
En el aire, que arrastra el delirio y la canción, los alientos perentorios, el sexo de las miradas y los besos, donde se fija la paz y la guerra, en cada partícula que se escapa y se condensa con un millón más, allí, en lo imperceptible, nace y muere un poco la vida.
Porque creo que en el aire hay muchas cosas, entre otras las voces, los sonidos, esas voces que oigo siempre, el murmullo inmortal de las cosas del mundo, el imperdonable vaivén de la actividad existencial; las ciudades que rugen, la naturaleza que se agita, la tierra que se abre, se desplaza y baila.
Eso es lo que deberíamos hacer todos y cada uno de nosotros, bailar el día entero, desnudarnos en la música prisioneros del ritmo y el sudor. Aquí y allí, delante y detrás, arriba y abajo, solos o acompañados, mientras hablamos. Y las palmas y las llamas.

Las etapas. Una etapa. No me gusta esta palabra, no se pasa por etapas, se pasa por rostros, por puertas que dan acceso a otros lugares, a los bosques, a un paraíso o a un infierno. Se pasea uno por la cumbre del frenesí igual que te ahogas en el cieno de la desesperanza, en un paseo descomunal mientras te estiras, te doblegas, te aplastan, te caes, te levantas y descubres y despiertas. Entonces estás alerta en el letargo, asaltando los caminos entre las sombras de la respiración en la ofrenda gratuita de tu elección mas humana.
Y por allí pasé yo cuando me encontré por primera vez con el.
El no tenía nombre, o sí; se llamaba preexistencia, latencia del primer amor, inmanencia, efervescencia. El se llamaba como se llaman las cosas cuando las conoces por vez primera y todavía poseen la gracia y la fascinación de la sorpresa. Se llamaba como se llama el vapor de una ensoñación y un delirio. El era como un cielo intenso, alto, dolorosamente inalcanzable; nunca se acababa, siempre había el.
Y yo con el no respiraba, movía el aire, yo no reía, dibujaba mis dientes y mi lengua en los átomos, yo no caminaba, apartaba la materia y me punzaba un ardor purísimo en el estómago cuando sentía su presencia. La emoción me subía como una rama verde y fresca por el estómago y me envolvía una sensación de primitivismo, de salvajismo brutal. Sentía lo vacío y lo lleno, la contradicción en todas sus prolongaciones, porque eso era el, la extensión de la vida, el todo y la nada, el principio y el fin, aunque no haya.
Podía presentarse en cualquier momento y sin avisar, entonces y de pronto, todo tenía sentido, merecía la pena vivir.
En esa suerte el tiempo moría, y no es que hubiera eternidad, es que como he dicho había sólo vida, como cuando no había hombres; todo agitado, alborotado, las células en el caos de la evolución, sin pensamiento ni razón. Sin mentiras.
El era el placer.

En la estación de tren me di cuenta de lo que me faltaba. Ilusión. Observaba a la gente y todos se movían contentos, nerviosos. Sus caras estaban estiradas, atentas, como el animal alegre y en defensa. Me parecían todos recién salidos de algún sitio donde les habían preparado para vivir, lanzados, concienciados, inmersos en su papel. Estaban como en un paréntesis de sus vidas, en un descanso que duraría lo que dura un recreo, justo en ese momento entre la ida y la venida donde el espacio se define como una línea potente de existencia, porque algo desaparece y se regenera otra vez (no en todos los viajes).
Me sentía sola, despiadadamente sola, fundamentalmente sola, y lo estaba, todos lo estamos.
Pero alguien me hablaba, algo estaba oyendo yo que no era mi voz. Me saqué de mis pensamientos, me giré, miré y le vi. Ya no recuerdo si me preguntaba la hora o me hablaba de la miseria humana, porque daba igual, su voz me salvo de ahogarme en un llanto despreciable, que odiaba, pero que a veces no podía evitar cuando observaba el mundo.
Desde ese momento nunca nos separamos. No nos volvimos a ver, no sé cómo se llama ni dónde vive, ni recuerdo su rostro, pero me salvó.
Y así me he salvado muchas otras veces, con las voces de los otros.

Siempre distraída, mirando por la ventana. Con frío, un frío de esos que gustan, que dan calor interno, que reconfortan y al mismo tiempo desensibilizan.
Siempre miraba el paisaje pasar sentada detrás inmóvil y como petrificada, mientras las gotas lloraban sobre el cristal. Cada nube me decía algo diferente; unas eran tristes, otras tenían la fuerza de un huracán, y algunas me acompañaban durante casi todo el viaje. Y no quería volver, nunca quería regresar a casa, deseaba un viaje eterno por el mundo sin tregua ni descanso. Volver a casa era regresar a mi vida, y mi vida no era la mejor, tampoco la peor, pero era mi vida y eso suponía una responsabilidad.
Y al llegar me bajaba del tren entumecida con la sensación inagotable de querer continuar el viaje, en el tren, allí donde nada está establecido, en ese intervalo que son los trayectos y que tantas cosas nos dicen.
Esa quietud del viaje era como una pereza gustosa, y es que no había nada que hacer tan sólo dejarte deslizar por tus rincones y disfrutar de las imágenes que pasaban como fotogramas. Además la velocidad, el movimiento que me parece fascinante. Cambiar de lugar sin cambiar de posición, estar en un sitio y al momento estar en otro, como introducir tu cuerpo en un túnel de espacio y tiempo y el mundo a tu alrededor haciendo el esfuerzo.
Nada había que me gustase más que viajar y encontrar, y nada menos que retornar.

No se puede negar el vacío, todo es vacío. Del vacío todo sale y se rellena. Mire lo que mire antes no estaba, no era, no pertenecía a ningún lugar, y en el momento de estar, de ser, de existir, ocupa un lugar, y en el vacío sin duda. En el vacío sin duda que se comunica, que busca su lugar en nuestra mente. El vacío del que todos huyen y que nadie quiere, que es ignorado y destruido, como el silencio. Siempre manifestándose ambos y siempre acallados, los grandes olvidados. Donde más hay, donde las respuestas brotan como las flores, donde se definen las siluetas de los deseos y la condición, donde la voluntad canta, en ese lugar donde todo fluye con la naturalidad de un río. Allí donde nadie quiere estar porque se encuentra y se mira y sale corriendo.

Hace mucho tiempo que no vomito y es difícil empezar, porque los pensamientos se agolpan, se ahogan en una interminable lucha con el lenguaje. Quiero decir y no digo nada, es como sentir que algo explota y se queda dentro, casi una enfermedad. Recorro cada día las miradas de los otros y encuentro en ellas mucho, de todo y de nada. Hay miradas de fuego, de reconciliación, de deseo, de esperanza; miradas que gritan y no son oídas, miradas desesperadas, miradas engañadas de forma despiadada, otras que se pierden, otras recién encontradas. Hay muchas miradas de mármol, también desoladas, entumecidas y mudas, las hay brillantes y con chispa, las hay energéticas, profundas y desbordantes, las hay mitigadas, cercenadas, moribundas..., y todas miradas que miran y se miran, esos ojos de colores que retienen la belleza donde en cada parpadeo nace un nuevo ser.
Y qué decir de las bocas, de los labios; extensos y laminados, o comprimidos y sellados. Todas los labios cerrados hablan, los labios heridos, los que sonríen sin mostrar los dientes, los labios cuarteados, demolidos, los labios eróticos en esas bocas grandes desplazadas de la cara, desbordadas y apabullantes. Los labios finos inteligentes, los más estrechos y largos, los labios que hablan solos. Y sus bocas, todas esas bocas que con sus dientes muerden y con sus lenguas saborean. Y de aquí los besos: los besos secos, ásperos sin ritmo ni compás, los besos que te besan y te tuercen, los más resbaladizos, sin respiración; los besos largos, lentos, pausados, los tormentosos, los sangrantes, los besos duros. Todos los besos y el sonido de los besos, su ruido particular, incomparable, indestructible, ensordecedor. Las voces de los besos.

Miraba los pájaros volar e intentaba escuchar el sonido que hacían sus alas. Era brutalmente bello, singularmente extraño también. Violaban el aire despacio, lícitos, concentrados, bajaban y subían en un movimiento disperso e inteligente, las flechas del cielo. Y su melodía era abierta, sana, vital, y sus dibujos en el aire las formas que quisieras. Me sentía libre, con una mezcla de envidia, de suerte y de gozo por poder disfrutar de tan increíble espectáculo.
Recogida en la tierra, tumbada boca arriba quería llorar y reír a la vez porque llegaba otra vez esa sensación de rebosamiento, de eclosión interior, de éxtasis, de vida. Quería cantar, bailar, soñar, hablar, tener y no tener a alguien cerca, y todo a la vez, tenía un ataque de vitalidad, de esos que agotan porque la sangre fluye caliente y veloz, el corazón trabaja y trabaja. Cuando los pulmones se abren y salen hacia fuera, cuando la piel se eriza y el color sube hasta el rostro. Agitada y excitada la visión se ampliaba hasta detrás de la cabeza y estaba sin duda rodeada de una belleza demoledora; hundida en la tierra presa de la naturaleza. Escuchaba todo moverse, todo nacer, todo morir, envuelto en una paz que daba miedo. Quería más que nunca vivir y ver, y repetir y repetir el torrente interior y la rabia de esa tarde.

Lo conocí con un sol despiadado, detrás de una columna griega, mientras observaba el reflejo de sí misma en el agua.

¿Qué pasa en el mundo?, ¿qué pasa con el hombre?, ¿por qué oigo sólo carcajadas violentas forjadas en el fuego de la conspiración?, ¿de quién es la historia?, ¿a quién pertenezco? Me da lo mismo..., o no, ¿qué hemos hecho? El poder, el dominio, el control. Las sombras de un proyecto, la muerte que nos visita con invitación, la controversia y la mentira igual que el bastón y la propaganda, o las reglas o el fanatismo, o la prostitución de los recursos y las voluntades, ultrajar los movimientos y ni un minuto para pensar.
Y tengo la sensación de que me vigilan, algo me espera siempre en todas las partes, un monstruo que me persigue en la oscuridad y se disfraza de trabajo y ciencia por el día, y escucho la máquina, claro que la escucho!, oigo el motor, las entrañas, el engranaje donde me quieren insertar, adherir como una pegatina a un cristal y dejarme morir ahí, viendo al otro lado el desfile de máscaras y de cadáveres y la triunfal entrada de la "razón" a nuestras vidas.
Y yo no quiero, no quiero, me resisto, golpeo sus muros hasta sangrar, escupo sobre su destino. Y todas esas lenguas yagadas de los sellos y los sobres al paraíso, y toda esa esperanza lamentable de los que creen y buscan todavía, como animalillos encerrados, girando sobre el tótem de la civilización: el progreso, por el progreso, por el retroceso.

Entonces lo atrapé. E igual que se deshace el hielo, se derretía el entre sueños hasta quedar líquido completamente. La materia se transformó y quedé a solas con la esencia, envuelto en suspiros y energías vaporosas, que escalaban poco a poco encima de mí hasta ahogarme de placer dejándome inconsciente casi. Sin escenario ni preámbulos, prácticamente rebozados en la oscuridad percibiendo los órganos y sus funciones vitales. De repente un golpe brusco y controlado, de repente una caricia, y de vez en cuando un tenue acercamiento. Y esas palabras llenas, puras, bien dichas y sentidas, como nada que pueda llegar a decirse en ninguna otra situación, palabras sin religión, recién estrenadas y fraguadas en el centro del subconsciente, en la fuerza de lo incontrolable y del dolor carnal. ..................Todos, todos, encadenados al placer, sujetos a las voces y la primigenia de la sexualidad.

Si me dicen que voy a morir ahora, no me lo creo, no puedo, no quiero. No deseo desaparecer, no me apetece parar y no lo comprendo. Es lo único que no comprendo.
Sumido en estos pensamientos, el niño me miraba por el cristal como asombrado y expectante, yo también le miraba condescendientemente y buscando su sonrisa, pero sus ojos miraban como sin verme, atravesándome la piel, serio e inmutable. Quizá sólo era el cuerpo de un niño, quizá ya era un anciano. Y de repente enseñó sus dientes, los cuatro que tenía, pero sin reír, así abrió la boca como un conejillo, como tragando un pedazo de mí y entendí que me saludaba.
Había una esperanza ahogada en su gesto, un gemido maltratado, herido, abierto; una mueca dura de pronto abstraída de la belleza pero amargamente viva, latente. Y se desparramó dentro de mí un desierto de hielo, me reconocí estúpida, descortés ante el rostro brutalísimo, humano y profundo de la criatura. Nos miramos unos segundos más hasta que me habló. En inglés. Me preguntó si quería que me limpiara los zapatos, moví negativamente la cabeza un poco descompuesto y casi enojada. Volvió a hablarme, en francés, e intuí que me decía lo mismo, pero entonces le respondí en español preguntándole su nombre. Contundente me dijo: “Sahal” y me tendió la mano con la palma generosa y sucia hacia arriba, como un hombre. Le di la mía y las carnes se estrujaron, se apretaron, un tiempo infinito y breve a la vez. Era una mano pequeña, caliente, áspera y dura, hasta el momento en que se soltó para salir corriendo. Por el camino se giró para mirarme y esta vez sí sonreía, se sonreía también a sí mismo; dos veces más y su brazo en alto, y sus amigos al fondo.
No quiero morir, no sólo ahora, no quiero que se agote esta fuerza, quiero ver y ver, desparramar la energía toda entre lecho y lecho, corretear y saltar, decidir y pensar  pero no morir, no quiero morir nunca.

El sol ardiente se comía las sombras del camino y éste se abría árido con una tierra marrón desmenuzada y a ratos polvo. Todo alrededor era un paisaje llano y extenso con colores sin matizar, pero había mucho brillo, un brillo que cansaba y dolía, demasiada luz para unos ojos rebosantes de melancolía y un espíritu pacífico y sosegado. El hombre daba un paseo tranquilo esperando quizá algo de los árboles y el viento, alguna señal mágica recién llegada del universo para poder traducir sus sentimientos, unos que se habían quedado de pronto agazapados en su interior, en algún sitio abandonados y sin dueño. Caminaba no muy despacio concentrado en sus pasos, cabizbajo aunque seguro, de vez en cuando levantaba su cabeza y oteaba, parado con las manos atrás; y estoy segura de que respiraba hasta el estómago, casi en un ejercicio de meditación para dejar penetrar los sonidos y dejarse envolver por la leve brisa que correteaba a trompicones, juguetona y fresquita. Y continuaba con el mismo semblante y el mismo ritmo. Pero se paró, se quedó inmóvil porque yo estaba delante. Salí a su encuentro prácticamente en un asalto muy contenta y animada, tenía profundas ganas de hablar con alguien, de divagar con un humano, una conciencia, uno de los muchos. Y allí estábamos los dos en medio de la senda, envueltos en un saludo cordial de desconocidos pero con una predisposición natural a dejarnos conocer. Su rostro estaba agradablemente cuarteado y negro, sus cejas eran pobladas y debajo había unos ojos miel intenso llenos de conversación; la nariz redonda y grande me recordaba a las de las esculturas romanas de un emperador cualquiera y su boca seca se removía en su cara a la manera de un niño. No era  muy alto y se encorvaba hacia delante con una pose inconscientemente humilde. Sus brazos se pegaban a su cuerpo y las manos, que logré ver una hora después, se zambullían en los bolsillos como si escondiese un tesoro, que efectivamente allí guardaba.
Sólo me miraba de frente y en ningún momento se distrajo con mi bolsa o mis ropas o mis sandalias o mi pelo o mi apariencia, y nunca había visto yo tan perfecta conjunción, tan acabado proyecto de ser humano, tanta fuerza, tanto dolor y esperanza en un cuerpo, el de un hombre anónimo.
-¿A dónde vas con este calor y por estos lugares?
-Pues estoy de paso y la verdad que ando un poco perdida porque no sé exactamente donde estamos, pero vamos que me da igual, ya apareceré en algún sitio no?
Se reía franco.- Sí, digo yo, claro. - y se volvía a reír-
-Pero, ¿qué haces sóla y andando por aquí?, ¿vas a algún sitio?, ¿duermes en el campo?, yo que sé, es que me sorprende ver a alguien por aquí, el pueblo más cercano está a 78 kilómetros–y se volvía a reír, y era maravilloso-
-Bueno, estoy de viaje hombre, y duermo en casa de una amiga que vive en el pueblo ese que usted dice, y el martes salí de su casa para dar un paseo y hasta aquí he llegado, los pasos me llevaron. Ayer dormí cerca de un río que he dejado esta mañana, y vaya, es que me he puesto a andar y ya ve, aquí estamos.
-Entonces como yo, que salgo y no me acuerdo de volver.
-Y vive usted en algún pueblo cerca de aquí?
-No, yo vivo en una casa cerca de aquí, a unos 12 kilómetros, está ahí en medio de la nada pero a mí me gusta, es muy tranquilo, y tengo de todo, lo que yo necesito vamos. ¿Y has comido algo desde ayer?, mira es que aquí mismo no tengo nada mas que agua y unas nueces que me gusta llevar siempre en los bolsillos, es que me da una cosa que estés por aquí así sin comer ni nada, no sé.
-No se preocupe, si que comí algo pero yo tampoco como mucho, a veces se me olvida y todo. Bueno, y ¿cómo se llama usted?
-Miguel, me llamo Miguel hombre.
-Yo soy.........., encantada de conocerle Miguel, que bueno haberle encontrado en mi camino.
-Sí, yo también me alegro, madre mía hace por lo menos dos semanas que no hablo con nadie, se me va a olvidar.- y ahora si que reía-. Pero, y ¿de dónde eres?
-Vivo en.............., trabajo en ............pero ser ser, no soy de ninguna parte en concreto. Me siento del mundo y a veces ni eso. -Me parecía que por primera vez en toda mi vida podía expresarle a alguien todo lo que me parecía, o todo lo que sentía en ese momento, con una espontaneidad desconocida hasta ahora para mí-
-Bueno, es que el mundo es muy complicado, es muy difícil con tantas cosas malas que pasan, y esta uno perdido sobre todo en la ciudad. A mi es que las ciudades no me gustan, así tan grandes, con tanta gente, y los coches y los ruidos, y que todo el mundo va a su apaño, nadie se preocupa por uno.
-Y no se aburre usted solo en medio del campo?
-Aburrirme?!, pues sí, claro que me aburro, imagínate aquí solo, bueno que tengo dos perros, pero y que si te aburres, pues te aburres y ya se te quitará, viene una cosa y la haces y luego te aburres otra vez, y no es malo no?, para qué está el tiempo también, para aburrirse no?
-Yo también me aburro en la ciudad no se piense usted Miguel, y a lo mejor no es que me aburra, es que no me gusta el tiempo allí, ya que ha hablado usted del tiempo. Aquí me imagino que será todo diferente verdad?, con tanto silencio y tanta paz.
-Si, es tranquilo esto sí, es bonito también, pero duro no te creas, que yo vivo solo todo el año, menos en verano que vienen mis nietos a verme.
-¿Tiene hijos entonces?
-Tengo tengo, unos aquí y otros allí, allí, muertos digo, pero que los tengo vamos.
-Vaya, lo siento Miguel. ¿Y no tiene esposa?
-No, también se murió hace ya cuatro años. –Y no perdía su sonrisa, y sólo yo sé que todavía la guardo, cuando me puede, cuando me inunda la tristeza-
-Claro, que cuando vienen los nietos será otra cosa...
-Ni te lo imaginas, sueño y todo con ellos por las noches, se llena la casa de gritos y de olores, es muy raro fíjate, pero yo me pongo contentísimo, porque es la familia que están lejos y se les echa de menos. Y tú tienes algun novio por ahí?
-No que va, nadie me quiere, o yo no quiero a nadie, según se mire Miguel. –Y nos reímos al mismo tiempo y se oyó en todo el monte porque ya habíamos caminado hasta otro paraje, un lugar que me pareció diferente, más cerrado, recogido y precioso.-
-Pues mira, si quieres vamos caminando hacia mi casa y te la enseño que me hace ilusión, te comes un trozo de queso y llamas a tu amiga para decirle que estás bien, que venga a buscarte, o te quieres volver andando?
-Muchas gracias, la llamo sí que me imagino que estará preocupada.
Miguel era puro, sincero, abierto, respetuoso, transparente, y se concentraba en cada una de mis sílabas; qué horas de felicidad junto a aquel hombre sencillo y apasionado que endulzó mi vida con su voz, con su palabra, con su predisposición. Nadie nos escucha ya, la prisa ha matado el tiempo de las reconciliaciones, de la voluntad hecha verbo, del debate, de la otredad; no queda un espacio, un paréntesis, un momento, la altivez de la sordera se ha llevado por el desagüe la comunicación y en el orgullo estúpido de la masa hay un debacle de la comprensión. Y respiramos hasta el cuello y nos ahogamos en las obsesiones ridículas de la posesión y el porvenir, como si hubiera un premio. Qué espantoso el hombre en su carrera por llegar, en su ansiedad, sin entender nada ni a nadie, matando lentamente su capacidades más preciadas.
-Pues yo llevo aquí la friolera de 9 años, antes vivía en otro pueblo también cerca de aquí pero cuando se murió mi mujer me cambié aquí porque ya no aguantaba la casa vacía y llena de cosas de la vida, de la de mis hijos, de la de mi mujer, de toda un vida claro, y como estaba tan triste dije, “anda Miguel, déjate de penas y búscate un entretenimiento”, y teníamos esta casa y dije “ala, para allá”, me cogí todo y me vine, y aquí estoy –se reía-, a ver si entre paseo y paseo me muero ya. –Y más se reía aún-
-Pero Miguel!,  se quiere morir?, no no, no diga eso yo creo que todavía le queda mucho.
-Pues no sé, unas veces me quiero morir y otras no, depende del día, pero vamos que ni me da miedo ni nada de eso. Me parece que yo ya he hecho lo que tenía que hacer y que total, hay mucha gente en la tierra, pues qué más da uno más que menos, hombre uno viejo como yo.
-Yo es que Miguel no entiendo a la gente que se quiere morir, sinceramente. Yo tengo tantas y tantas ganas de ver y ver, que es que me cuesta. A mi me parece que lo que tengo es miedo. –Yo estaba sorprendida de mis propias palabras.-
-Pero de qué tienes tú miedo chiquilla que duermes sóla y viajas sóla y no tienes a nadie a tu lado y eres tan sincera y tan maja.
-Pues Miguel tengo miedo a perderme cosas, tengo miedo a que me entre un cáncer y morirme.
-Entonces no tienes miedo a la muerte, tienes miedo a morir joven y a perderte las cosas que la vida te puede traer, claro, eso es normal.
-Pues sí, será eso. No sé, el caso es que..., bueno, yo no creo en Dios Miguel.
-Yo tampoco hija –me interrumpió.-
-Y eso, que me da miedo desaparecer, aunque tengo claro que cuando mueres es como cuando no estabas en el mundo, cuando no existías, es decir, nada, nadie. ¿Me comprende?
-Sí claro que te comprendo, pero eso es un tema de la edad, yo que tengo ya 75 años pues muchas cosas no me quedan por hacer, mira es que te cambia, como se dice, la visión. Cuando eres joven quieres y quieres hacer todo y ser todo y esas cosas, pero cuando ya has vivido mucho pues también estás cansado y te apetece parar un poco, bueno parar un poco no, parar del todo. Yo hace mucho tiempo que asimilé que esto es un rato y que hasta luego.
-Pues a mí eso, precisamente, me parece una fatalidad Miguel, nacer para luego morirte.
-Que de verdad te lo digo yo, que te vas a cansar, que esto cansa!, o qué te crees tú. Lo que tienes que hacer es no pensar que te va a dar algo y buscarte un chico que eso quita todos los males!
-Sí quizá, pero eso también es muy difícil.
Pasé unas horas junto a Miguel en su casa que todavía, al recordarlas, me llenan de gozo. Nunca después he vuelto a reconocer en absolutamente nadie, esa cordura y esa sabiduría, y en algunas ocasiones al pensar en su voz, se me caen por las mejillas unas largas lágrimas de amistad.

Las horas. Siento que presionan mi cuello por detrás, que me muerden la yugular y me despellejan en mil jirones, todas esas horas conscientes, vivísimas, que me hablan y no se marchan. La voz de las horas, enemigas y amigas.

Me siento una hoja caer vagabunda entre las ramas, desprendida para siempre de su lecho. Paseando por los parques entre las conversaciones de las madres y los chillidos de gozo de los hijos, pasajera del viento de las ciudades volteando las esquinas por grandes avenidas; por los balcones me asomo a la intimidad, a los olores, a la quietud, a las sombras, y me dejo llevar hasta el océano. Y entonces soy ola, que se remueve nerviosa, de pronto condenada, de pronto salvaje, que se estira y extiende rebelde entre las miradas humanas infinitas que siempre se queda el mar, que rompe en la orilla y se lleva los castillos, los nombres y los te quiero, que roba un trozo de aliento a la superficie y engancha sin tregua los corazones de la sensibilidad, que regresa hacia dentro en un remolino desesperado y furioso, para volver a nacer en un torbellino de arena, sal y vida. Me siento una ola que moja los cuerpos dorados, escuece en las pieles ajadas y empapa.......O igual me siento lágrima, elaborada, pensada, de hace tiempo, que brota ya sin remedio, que pide salir, que cae solemne y justa y se derrite por el rostro caliente. Una lágrima también salada que recojo y trago y se convierte en latido. Un latido, ensordecedor, que traspasa la piel y se observa debajo de las clavículas, como si quisiera reventar. Y me oigo el bombeo, la sangre y los fluidos, y se oyen los demás latidos aun en los cuerpos  inermes sin esperanza, aun en los cuerpos sólo dibujados y tediosos, aun en los cuerpos del orgullo. Y cómo se oyen los latidos de los que ríen, de los que aman, de los que buscan, de los que observan, de los que escuchan, el latido de los niños, de los más pobres, de los ilusionados, de los peregrinos, de los salvajes, de las madres.., el latido de las tormentas, de las cimas, de los bosques en su quietud, de los senderos..., el latido de los cuerpos nacer, de los dedos tocar, de los pies caminar, de las voces hablar.
Los latidos del mundo, las voces del mundo.

Se percibe una nube de polvo a lo lejos, una preludio indefinido acompañado de un quejido tribal recién salido del estómago; hay un olor extraordinario a piel, a sexo, a músculo y humedad, un sonido que abre el pecho y retumba en el mismo centro del corazón. Son ellos y sus cuerpos, sus perlas, sus almendras, su azabache brillante untado centímetro a centímetro, con bellas arrugas tatuadas que surcan sus facciones animales, esperanzadas y repletas de motivos. La marabunta se acerca y te extasia, como si te arrancaran el mal de raíz y ya no existiera la miseria ni la nausea, sino la abundancia, la fertilidad, la muerte hecha canción, la carne, el instinto. Se desborda el río de la vida y se festeja lo salvaje y la quema de la ética, se resquebrajan las losas del miedo a desbocar la risa contra el viento.
Abiertos los tobillos y las caderas hasta el amanecer, hasta salir cada gota de sudor disparada hacia los otros, contra uno mismo, contra el aire que juega y disfruta de tan grande espectáculo; el aire viciado de amor, de libertad, de gritos.

Sólo hay un filón al que asomarse y esperar, un remanso donde detenerse y caer, como un telón de fondo donde se representa lo que puede orientarnos en nuestra elección: la voz de la intuición.

Qué más quisiera yo que sólo respirar, inflar mis pulmones absorbiendo las lindezas del exterior, notando cómo atraviesa mis órganos hasta el estómago. Y exhalarme allí y perder la conciencia devolviendo hacia fuera la masa incorpórea limpia de vicios.  Y así estar horas y horas, respirando, sólo eso.
¿Qué estar?, me pregunto entonces, ¿qué ser?, ¿qué vivir?; estar en ningún lado o al menos no percibirlo; ser el ente, el concepto sin necesidad de experimentar. Vivir y vivir respirando. Nada más. ¿Qué sería entonces sin todo el entramado de interferencias alrededor?, todos esos elementos tangibles, comprobables, detestables y afables que me dominan a veces, que nos condicionan a todos , que nos hacen. Alguna vez me han dicho que soy lo que los demás me cuentan, la magia de la otredad. Todo lo que dicen soy, lo que dice mi madre, mis amigos, los desconocidos…, y esa soy. Todos ellos dicen que soy  morena y delgada, locuaz e impaciente, profunda y poco práctica, perfeccionista y voluble. ¿Ésa soy yo? Ésa soy yo. ¡Ésa soy yo!

A veces te molestan profundamente las cosas del mundo, te postras en la cama y sientes que te sobra todo lo que tienes alrededor, que quieres flotar en el vacío, que serías capaz en ese momento de no necesitar mas que tu ser en intimidad y tu respiración,….en silencio, callada, alejada del ruido, de la masa, de lo material, en estado puro, salvaje, con tus miedos y deseos sobrevolando la persona.
No quieres que nada ni nadie te toque ni tú tocar a nadie o nada, fluyes por entre tus células, todo te queda grande y te expulsarías a ti misma de la existencia trivial, estás bajando tanto que te ves sólo ante la inmensidad recogida en tu propio ser, como un feto, envuelto en ti mismo.
La cama te aprieta, los seres te atropellan, quisieras estar en una huida hacia tus oquedades más profundas, a ese lugar recóndito alejado del jaleo de la vida que viaja imparable como un nómada; es la sensación de todo y de nada, es querer expandirte en el espacio y en el tiempo, revolverte contra tus obligaciones, contra el tedio de la costumbre, es desear no llevar equipaje, no soportar ningún peso a las espaldas, arremeter contra las mareas en contra de la posición que te han impuesto en el mundo. Meterte en las aguas gélidas del universo, flotar por entre el concepto de lo infinito, ése que no te alcanza en la mente, es querer explotar lanzándote a las pasiones, salir de la existencia efímera y pesada para entrar en tu paraíso, en tu libertad. Sentir que no tienes apego a las cosas materiales, que has superado todas las pruebas, que los fenómenos ocurren mientras tú estás tranquila, reposada en la existencia, despierta en la satisfacción, en la intensidad del cuerpo y de la mente.
Es estar íntegra, gozar de la unidad, del ser, de la existencia auténtica, la que oprime lentamente la garganta sin ahogar, el movimiento de los seres especialmente vivos, receptivos: estar con todos los poros de la piel abiertos, despellejado nadando en el lago de tu horizonte.
Contraer los labios en una sonrisa, dejar caer las lágrimas más bellas sin control ni orden, abandonarte a la potencia del gesto del hombre, pensante, reflexivo; escurrirse, esconderse en la risa, en los quejidos también, cegado por la luz de la totalidad.
Sentir el abatimiento, gritar, manejarse en la deriva de los sueños emocionado ante el silencio absoluto, con los pulmones llenos de asombro,…desnudo, virgen del mundo, sin contaminar……., “soplar y que salgan palomas de hielo”

Somos una imagen, una mancha volátil dispersa en el aparecer, somos un ritmo, una música al fondo de un recuerdo, una metáfora de lo consciente, un reflejo difuso, un eterno retorno a las cosas que necesitamos, un vómito difuso sin determinar, un trabajo perfecto dentro de las sales de la madre tierra, un viaje sin destino, una querencia obligada, un despertar entre las malas y las buenas hierbas, el furor de un aullido rasgado por los trazos de la identidad, el tramo largo y duro; somos todas las flechas y las direcciones a seguir, somos la certeza de sabernos, el dolor del no olvidar, la suerte de tener y ser. Somos la distancia, la soberbia del enfado y la templanza del humilde, somos todos los designios de la constelación del opio de nuestra condición, la imaginación y los trenes sin humo, la prolongación de una terapia, el final de una pena, una procesión de cuerpos olvidados en estanterías, un nacimiento porque sí, las paredes y los muros de la indecisión, el desfile de las máscaras, la muerte hecha sonrisa, un divagar, una civilización olvidada, el sabor de la espera, los colores del ciego, las voces del sordo y la alegría del payaso. Somos lo circundante, la herida que no para de sangrar, la llama de los descastados, el olor de la oscuridad, la carne y los huesos, los títulos de crédito, las señales de humo de los engañados, la cueva y la casa de la conciencia…, pero también somos el origen de las palabras y los versos, la gracia de los movimientos, el arte, las pulsiones, la saliva, la inocencia, la arena de los cuentos, todos los crepúsculos, los desiertos y los barcos, el amor sin límites, el alba, la lluvia, las banderas, el vino, la inspiración, el inicio de las tramas, una respiración entrecortada. Somos el éxtasis y la magia, el nervio y la emoción, un surtido de amaneceres, una sinestesia indescriptible, la contradicción y la experiencia; es el hombre el principio y el final, la única creencia, su propia fuerza y creación.

Me vacío por dentro en las noches de angustia, me vuelvo contra mi alegría escupiendo fuego mortal, los ojos se me caen de tanta incomprensión y tanta víscera, los miembros me fallan en el acto de reflexionar; pierdo las fuerzas y un escalofrío henchido me persigue hasta vencerme. Sin más equipaje que mis dudas, me siento sobre el interrogante y lanzo mi amor y mi odio, experimento el no-ser que imagino y me roza lo agridulce de la locura. No puedo correr porque me atrapa mi propia imagen, no puedo reír porque me prohíbo estar bien, no quiero llorar porque me siento indefenso, no puedo creer porque la indiferencia me ahoga, no puedo estar aquí porque me empujo a estar allí. Como si un ser ajeno a mí me golpease y voltease a conciencia. Pero soy yo, yo que me busco entre los escombros de esta vida, yo que me quiero y me odio a la vez, yo que lloro en los acantilados de mi contorno, yo que observo mi recorrido, yo que me convenzo de las cosas, yo, origen y destino de mí misma, dolorida y cansada de caminar y mirar, de discutir y reflexionar, yo, con este nombre, en este cuerpo, metido aquí, arrebatado de algún sitio, miserable y grande como todos los demás.

Me gusta saber que hay amor, amor en los gestos, en los lunes, en las calzadas de las calles, a través del cristal. Hay amor por doquier de espaldas y de frente, quieras tú o no.
El amor de la juventud que huele a fresco y a insensatez, sin las llagas de la experiencia, el amor de la inquietud y el descubrimiento, la sorpresa y el desafío. Amar como un niño libre y eternamente sin prisa y sin pausa, a todas horas, en una carrera de gozo y vitalidad. Amar por amar, porque se necesita amar. Amar y amar, querer y estar, comprender.

No es verdad que al mundo nos arrojan sin preguntar, que aquí nos dejan sin pedir permiso, que de pronto estamos viviendo, respirando, siendo eternamente responsables de nuestros actos, de si vivir o morir, de hacernos cada día…, ¿no es verdad que el hombre es grande y miserable al tiempo?
Que es grande: que nos devanamos en amar y derramar la sangre por la injusticia, que lloramos acurrucados sobre nuestra propia persona al atardecer mientras el sol se despide trágicamente, y todo, todo, es dolorosamente punzante; no es cierta la locura del hombre y su excitación y drama?, acaso y en el fondo no son verídicas las lágrimas del actor, no es ciertamente auténtico el primer color de la piel al nacer?, y no es mentira el arrepentimiento del preso, ni la reverencia del hijo.
Que es grande: porque es lícita la duda y la desesperación, porque no son falsos los abrazos del andén ni los que sienten a dios. Porque no hay vuelta atrás.
Que es miserable: porque le devora el miedo, porque devora el medio, por ser ridícula su avaricia, porque muere y lo sabe. Es bien cierto el horror del poder y bien atronadoras las bombas, bien visible el sesgo del egoísmo y los trazos del despecho. Porque los bajos instintos ahí están, acechando en la sombra.
No es mentira el olor de los cadáveres ni el de la pólvora; no es mentira el color del dinero ni sus estragos; no mienten las estadísticas ni las pandemias, es real la religión.

No lo puedo olvidar. Se ha quedado dentro, adherido a las paredes y los músculos de mi corazón. Duele, igual que si me extrajeran un órgano o me quedara sin mi voz para gritar. Duele, como si mi madre me hubiera abandonado en mi sexto año de vida. Duele, de la misma forma que un golpe seco en la nariz. ¿Qué hacer si me estoy abandonando al drama del amor?, ¿cómo evitar esta caída inminente hacia el recuerdo de su olor y su persona?, de qué modo sortear esas lágrimas certeras y moribundas de la desolación?, ¿hacia dónde dirigirme?, ¿por qué extraño camino se abre paso mi nueva persona, reducida ya, a sensibilidad y espectro?, ¿Dónde dejarme caer y reposar esta melancolía que siento se adueña de mi cuerpo y mi mente?, ¿dónde abandonar este fulgor mezcla de rabia y ensoñación?, ¿a quién reclamar la injusticia y la astucia de la pasión o cómo calmar este deseo de recuperarme?, ¿por qué las montañas, el viento, la luz, nada me dicen?, ¿dónde se fue el significado de las palabras?, ¿por qué esta abstracción interior mientras el ruido exterior me marea y al tiempo me reclama?, ¿por qué sólo oigo mi voz, mi quejido, mi lamentable plañido, lejos, muy lejos, del color y la intensidad del día que acaba de nacer?
Me siento el estómago rugir, los brazos pesados, la cabeza se debate entre la fiebre y el sueño y me apoyo ebria de dolor sobre el cristal humedecido.
Me preguntan mi nombre y miento. No quiero ser yo sino otra, distinta, aliviada y comprendida.

En algún momento creo haber vuelto.

Estoy rendida, medio muerta.

Las voces. Siempre ellas. Las voces del mundo. Las otras voces. Mi voz. Tu voz.

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