En una mañana común, a bordo de cualquier tren de cercanías o metro
del área metropolitana de Londres, se producen cientos, miles, puede que decenas de miles de metamorfosis. Tantas como mujeres sin maquillar tomen el tren.
El perfil, al menos de las que abundan en mi tren es muy parecido.
Mujer de entre 20 y 40 años, con bolso caro y de asombrosa capacidad, iPhone
y un café para llevar. Lógicamente si no han tenido tiempo de
maquillarse en casa, mucho menos de desayunar. Si la mujer se encuentra
próxima a la veintena aumentan las posibilidades de que también se haga
las uñas a bordo. Si supera la cuarentena, el café para llevar viene
hecho de casa y en un termo.
De esta forma, conforme el tren se aproxima a su destino y desafiando con destreza extrema al traqueteo,
las legañas dan paso al rímel, las ojeras al colorete y la boca seria
al pintalabios. La mujer que baja del tren ya no es la misma que entró
hace tan solo unos minutos.
Esta entrada es para todas esas mujeres que inexplicablemente, en
medio del vaivén del tren, no se han sacado todavía el ojo con el
bastoncillo del rímel. También para las que me aturden a menudo con el
olor del esmalte de uñas. Si tuviera la mitad de valor que ellas, me afeitaba de camino al trabajo.
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