martes, 27 de agosto de 2013

El pragmatismo y la filosofía

Hace algunos años cuando dicté mi primer Seminario de Postgrado acerca de Richard Rorty tuve algunos estudiantes inscritos, otros como alumnos libres en calidad de «turistas-curiosos» ante la expectativa de algo no muy corriente: un filósofo norteamericano, más aún, un férreo opositor a la política de Bush, nacido en una familia trotskista, defensor de la literatura como fuente de una ética colectiva.
Desde el comienzo Rorty me pareció un pensador de una honestidad poco frecuente en la Filosofía, que además de un inigualable estilo (se puede llegar a discutir si Rorty es o no el pensador más importante de la actualidad, pero es indiscutible que es el mejor escritor filosófico surgido desde Bertrand Russell) poseía un atípico sentido del humor, propio del ironista, alguien capaz de distanciarse de sí mismo y no tomarse demasiado en serio.
Así, con Rorty descubrí un nuevo estado de ánimo en la Filosofía. Con él se inauguraba una actitud postpesimista, así como una renovada disposición al debate transparente y frontal, una invitación al diálogo interdisciplinario genuino, a la discusión crítica y al desarrollo de un pensamiento original e independiente, «al aire libre» —por decirlo de alguna forma— como condición de la higiene y buena salud de la Filosofía. Así con Rorty —me pareció— la Filosofía podía salir del marco hermético de ciertos departamentos universitarios, aislados y emplazados como sociedades secretas, con sus propias retóricas, sus propios ritos de iniciación e incluso sus propios santones.
Rorty rescató a la filosofía de sus limitaciones analíticas y la devolvió a preocupaciones centrales tocantes a las formas de organizar la convivencia en una comunidad política, como entablar diálogos con gente en apariencia no sólo diferente, sino hostil a las posiciones en que nos encontramos instalados en la vida.
Para Rorty, la convergencia entre pragmatismo y mentalidad norteamericana radica precisamente en esto y opera sustituyendo «las nociones de “realidad”, “razón” y “naturaleza” por la noción de “futuro humano mejor”». Según esta interpretación posmoderna, Dewey y en general el pragmatismo, ya sea «clásico» o contemporáneo, no creen que exista un modo de ser real de las cosas, sino sólo descripciones más o menos «útiles» del mundo y de nosotros mismos. Útil para crear un futuro mejor.
El pragmatismo (o neopragmatismo) que Rorty contribuyó a difundir ha permitido recuperar la idea de una filosofía norteamericana, de un modo norteamericano de encarar las cosas, desde una «nueva» perspectiva, definida por su desapego a la metafísica y por oposición a las corrientes filosóficas de la «vieja Europa» como el positivismo, la filosofía analítica y la fenomenología.
El pragmatismo, en este punto, puede sintetizarse como un rechazo por la noción de verdad objetiva. La verdad, para el pragmatismo, es circunstancial, aunque no completamente relativa sino resultado de un acuerdo o convención. Esta filosofía critica también la idea de una racionalidad ahistórica, capaz de definir de antemano el carácter de lo que es moral y de lo que no lo es, y finalmente rechaza la pretendida «objetividad» de los hechos y de las explicaciones que de ellos nos forjamos. Ahora, lo que está todavía en cuestión es en qué medida las aspiraciones del pragmatismo puedan corresponderse con las efectivas prácticas políticas y tecnocientíficas que identifican hoy a lo norteamericano. De hecho, Rorty mismo da cuenta de esa incertidumbre.
Es necesario por tanto abandonar la pretensión de «conocer» la realidad para preguntarse lo único verdaderamente concreto y útil: «¿Podemos mejorar nuestro futuro?». En el fondo lo importante es la esperanza de crear un mundo nuevo para que nuestros descendientes puedan vivir en él con «más posibilidades y libertad» que lo que hoy podemos imaginar. Ésta es la razón por la que Dewey insiste en el hecho de que la búsqueda de un conocimiento seguro debe ser sustituida por el reclamo a la imaginación. Aquí radica, en opinión de Rorty, todo el espíritu «americano»: «uno debe dejar de preocuparse por si lo que cree está bien fundado y comenzar a preocuparse por si ha sido lo suficientemente imaginativo como para pensar alternativas interesantes a las propias creencias actuales».
Rorty, fue profesor de Filosofía en la Universidad de Princeton, hasta que desilusionado con la mezquindad intelectual de las cátedras de filosofía, renunció a la suya para ocupar el puesto de profesor de Humanidades en la Universidad de Virginia, y es precisamente el antiesencialismo y el anti- fundamentalismo —esto es la renuncia a toda pretensión de poseer un método o una posición privilegiada para acceder a la «verdad»— lo que está en la base de esta renuncia. Rorty concluyó su larga carrera académica mudándose a la cátedra de Letras de Stanford, en 1998. Allí llegó a ser un profesor muy querido por colegas y alumnos, sus cursos estaban siempre atestados de jóvenes estudiantes ansiosos de oír a este deportista de la buena fe y del buen tono, cosa tan poco habitual en las implacables arenas del debate intelectual contemporáneo. Rorty admiraba profundamente a las personas, prestaba atención a sus alumnos, amaba la literatura con pasión y gozaba profundamente de su trabajo.
Rorty optó por situar a la filosofía junto con la crítica literaria, la poesía, el arte y otras formas de las así llamadas humanidades y yo que por aquel entonces me integraba a un Departamento Universitario de Artes y Humanidades no pude sino terminar prestando atención a este intelectual atípico, lleno de entusiasmo pese a los más de 70 años que llevaba a cuestas y la carga de ser el último pensador norteamericano.
Rorty, gracias a su formación en la tradición de la filosofía analítica angloamericana y su vinculación con el pensamiento centroeuropeo, lograba como ningún otro filosofo contemporáneo convocar a estudiantes con intereses diversos, desde la analítica dura a la literatura y la poesía. Para él, integrar diversas corrientes en sus investigaciones filosóficas le resultaba natural, estaba particularmente dotado para resistir ante la amenaza constante que acecha a toda filosofía (desde dentro) de convertirse en ideología, en una militancia totalitaria y sesgada. Rorty, en cambio, concedía a sus ideas el carácter de modestas descripciones, provisorias y contingentes, aún cuando se esforzaba por seducir a sus interlocutores, jamás rozó el dogmatismo ni hizo adoctrinamiento ni proselitismo de lo que ya se dejaba entrever como una Filosofía de nuevo cuño, un nuevo estilo de encarar las cosas, lo que luego vendría a ser el neo-pragmatismo, donde hablar del mundo —más allá de toda ingenuidad realista— vino a ser simplemente valerse de las metáforas favoritas de uno para realizar un arreglo del mundo, para construir una narrativa exitosa, una que funcione, estamos, no hay que olvidarlo, ante el heredero de la tradición pragmatista norteamericana. Rorty desde este suelo ha dialogado con las grandes corrientes filosóficas contemporáneas, desde la filosofía analítica a la teoría crítica, y con sus grandes autores, desde Martin Heidegger hasta John Rawls.

Adolfo Vásquez Rocca

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