Hace algunos años cuando dicté mi primer Seminario de Postgrado
acerca de Richard Rorty tuve algunos estudiantes inscritos, otros como alumnos
libres en calidad de «turistas-curiosos» ante la expectativa de algo no muy
corriente: un filósofo norteamericano, más aún, un férreo opositor a la política
de Bush, nacido en una familia trotskista, defensor de la literatura como fuente
de una ética colectiva.
Desde el comienzo Rorty me pareció un pensador de una honestidad poco frecuente
en la Filosofía, que además de un inigualable estilo (se puede llegar a discutir
si Rorty es o no el pensador más importante de la actualidad, pero es
indiscutible que es el mejor escritor filosófico surgido desde Bertrand Russell)
poseía un atípico sentido del humor, propio del ironista, alguien capaz de
distanciarse de sí mismo y no tomarse demasiado en serio.
Así,
con Rorty descubrí un nuevo estado de ánimo en la Filosofía. Con él se
inauguraba una actitud postpesimista, así como una renovada disposición al
debate transparente y frontal, una invitación al diálogo interdisciplinario
genuino, a la discusión crítica y al desarrollo de un pensamiento original e
independiente, «al aire libre» —por decirlo de alguna forma— como condición de
la higiene y buena salud de la Filosofía. Así con Rorty —me pareció— la
Filosofía podía salir del marco hermético de ciertos departamentos
universitarios, aislados y emplazados como sociedades secretas, con sus propias
retóricas, sus propios ritos de iniciación e incluso sus propios santones.
Rorty rescató a la filosofía de sus limitaciones analíticas y la
devolvió a preocupaciones centrales tocantes a las formas de organizar la
convivencia en una comunidad política, como entablar diálogos con gente en
apariencia no sólo diferente, sino hostil a las posiciones en que nos
encontramos instalados en la vida.
Para Rorty, la convergencia entre pragmatismo y mentalidad
norteamericana radica precisamente en esto y opera sustituyendo «las nociones de
“realidad”, “razón” y “naturaleza” por la noción de “futuro humano mejor”».
Según esta interpretación posmoderna, Dewey y en general el pragmatismo, ya sea
«clásico» o contemporáneo, no creen que exista un modo de ser real de las cosas,
sino sólo descripciones más o menos «útiles» del mundo y de nosotros mismos.
Útil para crear un futuro mejor.
El pragmatismo (o neopragmatismo) que Rorty contribuyó a difundir
ha permitido recuperar la idea de una filosofía norteamericana, de un modo
norteamericano de encarar las cosas, desde una «nueva» perspectiva, definida por
su desapego a la metafísica y por oposición a las corrientes filosóficas de la
«vieja Europa» como el positivismo, la filosofía analítica y la fenomenología.
El pragmatismo, en este punto, puede sintetizarse como un rechazo
por la noción de verdad objetiva. La verdad, para el pragmatismo, es
circunstancial, aunque no completamente relativa sino resultado de un acuerdo o
convención. Esta filosofía critica también la idea de una racionalidad
ahistórica, capaz de definir de antemano el carácter de lo que es moral y de lo
que no lo es, y finalmente rechaza la pretendida «objetividad» de los hechos y
de las explicaciones que de ellos nos forjamos. Ahora, lo que está todavía en
cuestión es en qué medida las aspiraciones del pragmatismo puedan corresponderse
con las efectivas prácticas políticas y tecnocientíficas que identifican hoy a
lo norteamericano. De hecho, Rorty mismo da cuenta de esa incertidumbre.
Es necesario por tanto abandonar la pretensión de «conocer» la
realidad para preguntarse lo único verdaderamente concreto y útil: «¿Podemos
mejorar nuestro futuro?». En el fondo lo importante es la esperanza de crear un
mundo nuevo para que nuestros descendientes puedan vivir en él con «más
posibilidades y libertad» que lo que hoy podemos imaginar. Ésta es la razón por
la que Dewey insiste en el hecho de que la búsqueda de un conocimiento seguro
debe ser sustituida por el reclamo a la imaginación. Aquí radica, en opinión de
Rorty, todo el espíritu «americano»: «uno debe dejar de preocuparse por si lo
que cree está bien fundado y comenzar a preocuparse por si ha sido lo
suficientemente imaginativo como para pensar alternativas interesantes a las
propias creencias actuales».
Rorty, fue profesor de Filosofía en la Universidad de Princeton,
hasta que desilusionado con la mezquindad intelectual de las cátedras de
filosofía, renunció a la suya para ocupar el puesto de profesor de Humanidades
en la Universidad de Virginia, y es precisamente el antiesencialismo y el
anti-
fundamentalismo —esto es la renuncia a toda pretensión de poseer un método o
una posición privilegiada para acceder a
la
«verdad»—
lo que está en la base de esta renuncia. Rorty concluyó su larga carrera
académica mudándose a la cátedra de Letras de Stanford, en 1998. Allí llegó a
ser un profesor muy querido por colegas y alumnos, sus cursos estaban siempre
atestados de jóvenes estudiantes ansiosos de oír a este deportista de la buena
fe y del buen tono, cosa tan poco habitual en las implacables arenas del debate
intelectual contemporáneo. Rorty admiraba profundamente a las personas, prestaba
atención a sus alumnos, amaba la literatura con pasión y gozaba profundamente de
su trabajo.
Rorty optó por situar a la filosofía junto con la crítica
literaria, la poesía, el arte y otras formas de las así llamadas humanidades y
yo que por aquel entonces me integraba a un Departamento Universitario de
Artes y Humanidades
no pude sino terminar prestando atención a este intelectual atípico, lleno de
entusiasmo pese a los más de 70 años que llevaba a cuestas y la carga de ser el
último pensador norteamericano.
Rorty, gracias a su formación en la tradición de la filosofía
analítica angloamericana y su vinculación con el pensamiento centroeuropeo,
lograba como ningún otro filosofo contemporáneo convocar a estudiantes con
intereses diversos, desde la analítica dura a la literatura y la poesía. Para
él, integrar diversas corrientes en sus investigaciones filosóficas le resultaba
natural, estaba particularmente dotado para resistir ante la amenaza constante
que acecha a toda filosofía (desde dentro) de convertirse en ideología, en una
militancia totalitaria y sesgada. Rorty, en cambio, concedía a sus ideas el
carácter de modestas descripciones, provisorias y contingentes, aún cuando se
esforzaba por seducir a sus interlocutores, jamás rozó el dogmatismo ni hizo
adoctrinamiento ni proselitismo de lo que ya se dejaba entrever como una
Filosofía de nuevo cuño, un nuevo estilo de encarar las cosas, lo que luego
vendría a ser el neo-pragmatismo, donde hablar del mundo —más allá de toda
ingenuidad realista— vino a ser simplemente valerse de las metáforas favoritas
de uno para realizar un arreglo del mundo, para construir una narrativa exitosa,
una que funcione, estamos, no hay que olvidarlo, ante el heredero de la
tradición pragmatista norteamericana. Rorty desde este suelo ha dialogado con
las grandes corrientes filosóficas contemporáneas, desde la filosofía analítica
a la teoría crítica, y con sus grandes autores, desde Martin Heidegger hasta
John Rawls.
Adolfo Vásquez Rocca
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