¿Esconde la literatura una de las formas más delicadas de
hacer filosofía? A través de novelas inmortales e inspiradores relatos,
en la obra de Virginia Woolf encontramos un catálogo de preocupaciones
que giran en torno a la situación de la mujer en los albores del siglo XX, el paso del tiempo y el poder estético de la
palabra como vehículo de reflexión crítica sobre la realidad.
Virginia Woolf confesaba en uno de sus más fervientes períodos creativos: “Para mí nada es real, excepto lo que escribo”. Su transcurso vital se ve truncado desde muy pronto por el fallecimiento de su madre, Julia. Años más tarde, al preguntarse qué lugar ocupaba la figura materna en su existencia, respondía: “Continúa en mí”. Como era costumbre en la época, Julia no recibió otra educación que la doméstica. Su primer marido, Herbert (acaso su más auténtico amor), falleció repentinamente, dejando en la madre de Virginia una huella de tristeza que apenas podrá borrar. El aguijón acompañó a Virginia durante toda su vida como si de una herencia espiritual se tratara. De alguna manera, crecer significa sentir el desplazamiento desgarrador que nos aleja de la madre, de la seguridad que esta supone. Por otro lado, crecer es el arte de relacionarnos con los recuerdos, no siempre voluntarios. Además, los recuerdos no son en ocasiones estrictamente individuales, sino colectivos: Virginia puede conservar la imagen de su madre no solo gracias a sus propias evocaciones, sino también a las de sus hermanos y su padre. “¡Ay, el misterio de la vida! ¡La inexactitud del pensamiento! ¡La ignorancia de la humanidad! Cuán poco dominio tenemos sobre nuestras posesiones –cuán accidental es nuestra vida tras tantos siglos de civilización–”, dice en el relato La marca en la pared. En esta misma obra, de gran carga filosófica y enorme valor literario, expresaba Virginia su deseo de “pensar en silencio” sin ser molestada, en calma, para deslizarse “sin dificultad de una cosa a otra, sin ningún sentimiento hostil”, sin obstáculo alguno.
La cruda realidad versus la realidad poética
La vida humana, sea contemplada a través de nosotros mismos o de otras personas, siempre adquiere una doble e inexcusable perspectiva: la de los hechos “duros y aislados”, como Virginia los llamaba; y después, la mirada poética o estética (pero siempre escritural), que tiene por cometido ofrecer una visión más honda de cuanto nos rodea, para embellecer cualquier imagen a fin de protegernos de la desnudez de la existencia y lograr, así, hacer el mundo habitable, pues sabemos en el fondo que este es un mundo “en el que no se puede vivir”, escribía Virginia.
Aunque Julia intentó hacer ver a su hija que “la verdad es siempre lo mejor”, esta no tuvo claro qué perspectiva de aquellas dos era la genuinamente real. Como Virginia muy bien sabía, lo que llamamos “real” se encuentra teñido por nuestros sentimientos más profundos, y estos no siempre dejan ver los hechos en su puridad. En su intención por comprender y transcribir los entresijos del alma humana, Virginia comenzó desde pequeña a pensar en las “cosas serias de la vida” (la vejez, la pobreza o la enfermedad), y finalmente concluyó que “sin duda sería mi destino conocerlas”. Gracias a sus novelas, sabemos que la escritora nunca dejó de lado aquel marcado contraste entre alegría y pena que parecen darse mutua caza sin tregua a lo largo de la vida. Más que hechos incontrovertibles, lo que permanece es el rastro de un sentimiento con el que hemos de convivir: “Cuando el yo le habla al yo, ¿quién le habla? El alma sepultada, el espíritu que se adentra y adentra en la catacumba central; el yo que levantó el velo y abandonó el mundo… un cobarde quizá, pero hermoso en cierto modo mientras se desliza incesantemente con su farolillo arriba y abajo por los oscuros pasillos” (Una novela no escrita).
La liberación por la palabra
A ese fatalismo metafísico se sumaba la circunstancia de que Virginia era mujer, y más aún, una mujer al inicio del siglo XX. Esta época, marcada por asombrosos avances tecnológicos e industriales se veía aún manchada por la dependencia de las mujeres respecto a la figura masculina.
Virginia Woolf denunció en numerosas ocasiones este desajuste social, que incluso sufrió en su propio cuerpo (desde joven fue víctima de los abusos de uno de sus hermanos, gestos que nunca fueron vistos por sus familiares más allegados como signos que propasaran el límite del decoro debido). Uno de los relatos de obligada lectura para conocer la postura de Virginia sobre este escabroso asunto es Phyllis y Rosamond, en el que la autora asegura que, para las mujeres, “el amor era algo inducido por ciertas acciones calculadas” que surgía en salones de baile, conservatorios perfumados, y siempre “al abrigo de miradas furtivas, golpes de abanico y tonos de voz entrecortados y sugestivos”. La mujer es observada como un objeto del que puede disponer el mejor postor, lucha mediante, tras la correspondiente explotación sentimental y física. Las protagonistas del cuento, al preguntarse si podrían llegar a amar sincera y desinteresadamente, llegan a la conclusión de que todo intento de liberación sería en vano: “Su largo cautiverio las había corrompido tanto por dentro como por fuera”. También en el relato Una sociedad denunciaba Woolf la situación de la mujer: “Mientras nosotras hemos dado a luz a nuestros hijos, ellos, supongo, han creado libros y cuadros. Nosotras hemos poblado el mundo. Ellos lo han civilizado. Pero ahora que sabemos leer, ¿qué nos impide juzgar los resultados?”.
Al igual que el resto de componentes del denominado círculo de Bloomsbury, Virginia es consciente del poder de la palabra a la hora de derribar fronteras opresivas. Pero este poder solo puede ser contemplado si se da una condición, y esta es la libertad. En sus años de juventud se promete “escribir lo que me apetezca escribir, y ya está”, sin preocuparse por sus lectores, que “me leerán si les gusto”. Virginia desea redactar textos que conduzcan al planteamiento de verdaderas preguntas; las respuestas nunca llegan si el modo de interrogarnos no es el adecuado.
Virginia Woolf es una de las escritoras más sobresalientes de la literatura, “pero es también, y sobre todo, una mujer sincera y honesta –explica su biógrafa Nadia Fusini–. Penetra con audacia en el nudo de los grandes interrogantes humanos y en ellos se pierde”. Pero, sobre todo, lucha, y de su combate trascienden preguntas que conciernen a la existencia humana en su totalidad.
Días después del suicidio que empujó a Virginia a adentrarse en las aguas del río que en otro tiempo tanta paz le habían dado (28 de marzo de 1941), el oficial de policía que se encargaba de la investigación de tan funesto suceso explicaba que, si la escritora había decidido quitarse la vida, fue porque había sentido y padecido de forma más intensa la “bestialidad” de aquellos tiempos. “La vida es lo que vemos en los ojos de la gente –escribía Virginia años antes–; la vida es lo que aprenden y, una vez aprendido, nunca, por más que intenten ocultarlo, dejan de ser conscientes de… ¿de qué? De que la vida es así, al parecer”.
❖ Carlos Javier González Serrano
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