Panait Istrati (1884-1935) es autor aún
poco conocido para los lectores de habla hispana. Las escasas
traducciones de su obra al español, a pesar de haber alcanzado el premio
Nobel, suponen un filón editorial aún por explotar y, a la vez, un
incomprensible vacío literario al que desde Quálea
han querido y sabido comenzar a poner fin. La vida de este autor nacido
en Bucarest, que escribió sus libros fundamentalmente en francés y en
rumano, no fue fácil: la humilde condición de su familia le permitió
experimentar de primera mano las penurias de los trabajadores, e
incluso, como apuntan desde Quálea, “el sufrimiento y la miseria, lo que
le hace tomar muy pronto conciencia humana y política en favor de las
clases más desfavorecidas”.
Como nos informa muy atinadamente Pepe Gutiérrez-Álvarez,
“la mejor novela de Panait Istrati fue sin duda su propia vida, que,
por otro lado, fue la fuente casi exclusiva de su obra iniciada cuando
había cumplido los cuarenta años y concluida trágicamente apenas diez
años después. Hijo de un contrabandista griego y de una campesina rumana
que se ganaba la vida haciendo de lavandera, Panait conoció el dolor y
la miseria desde su más tierna infancia. Aunque quería enormemente a su
madre, la abandonó cuando cumplió los doce años y se lanzó a recorrer el
ancho mundo”.
Esta misma circunstancia, que lanza de
manera taxativa al joven Istrati a la aventura de la existencia,
adquiere gran relevancia en el desarrollo de la novela que, en magnífica
traducción de Marta Cerezales Laforet, acaba de publicar Quálea
Editorial: Los cardos del Baragán, un relato que sin temor a equivocarnos podríamos adscribir a la tradición alemana de la Bildungsroman
o novela de formación. Sin embargo, lejos de los remilgos literarios
que podríamos encontrar en los relatos clásicos de Goethe o Lessing, la
prosa de Istrati es descarnadamente directa: el adorno literario lo
ofrece el propio devenir de lo que se narra, y no hay, para el autor
rumano, mayor elogio de la escritura que poder cantar lo que la propia
vida trae consigo, con sus alegrías y asechanzas, sus penas y sus
glorias, sus luces y sus sombras.
Nada hay superfluo, ni mucho menos diletante, en los textos de Istrati; tampoco en Los cardos del Baragán,
novela en la que asistimos al -en ocasiones desafortunado, pero
siempre, da la impresión, necesario- periplo vital de un chiquillo en
cuyo desarrollo encontramos el núcleo gordiano de las enseñanzas
literarias y vivenciales de Panait: la existencia posee una gramática
cuyas leyes, a veces, debemos inventar para acogernos a las
incomprensibles exigencias del inexorable Destino. En una de las
innumerables y sustanciosas reflexiones del joven protagonista de la
obra, Mataké, comprobamos cómo chocan de bruces esta ananké griega, esta necesidad que parece inherente a la vida, con una firme voluntad de modificar lo inmodificable:
Confieso que yo no tenía sueños de grandeza. Soñaba, eso es todo. Me rebelaba contra todo ese pescado maloliente, contra esa apatía de los pantanos cenagosos y contras mis propios padres que, por lo que veía, parecían querer dejarme en herencia su miserable destino. No conocía ninguno más triste, incluido el de los vendedores ambulantes de petróleo, cuyo pan estaba impregnado con el olor de su mercancía; pero al menos comían pan a diario, mientras que nosotros sólo lo probábamos uno de cada cuatro domingos.
Esta novela, de imprescindible lectura
para quien desee conocer la odisea que la literatura centroeuropea
afronta a caballo entre los siglos XIX y XX, se halla plagada de
metáforas de honda repercusión por lo que al sentido de nuestra
existencia se refiere. La más contundente, de largo, es aquella que
asimila la región que da título a la obra, el Baragán, con la vida
humana. Las primeras páginas del volumen -que, me atrevo a decir,
encierran una calidad descriptiva comparable a la de todo un Dostoievski
o un Galdós- presentan un escenario inhóspito, siempre acechado por un
huracanado céfiro que trae consigo esos cardos que tan bien pueden
identificarse con las cuitas y desavenencias a las que cualquier ser
humano ha de hacer frente a lo largo de su vida. Aunque cabe otra
analogía, más interesante si cabe: puede que tales cardos, repletos de
espinas, sean en la imaginación de Istrati esos hombres y mujeres que,
contra viento y marea, intentar resistir las acometidas del malhadado
Destino, de aquel aire despiadado -aunque siempre habrá quien sucumba…-.
Así, leemos:
Al igual que el pastor, se tambalean; el moscovita sopla con furia redoblada sobre su masa compacta, y mientras tanto el Baragán escucha, el cielo plomizo aplasta la tierra, y los pájaros, desorientados, levantan el vuelo. Y así durante una semana… El viento sopla… Los cardos resisten, doblándose en todas las direcciones, con la bola unida a un corto tallo, no más grueso que el dedo meñique. [...] El pequeño tallo se rompe de golpe, cortado de raíz. Las bolas espinosas se echan a rodar, son miles y miles. Es el gran éxodo de los cardos: “Sabe Dios de dónde vienen o adónde van”, dicen los viejos mirando por la ventana. No se van todos a la vez. Los hay que salen corriendo al primer soplo furioso, verdadera avalancha de ovejas grises. Otros se empeñan en resistir, pero los primeros los enganchan en su cabalgata intempestiva y los arrastran.
Al joven Mataké -trasunto literario de
Istrati- le hubiera “¡… gustado hablar con alguien que me contase
locuras, que me mintiese, pero que me permitiese soñar un poco,
atreverme! Y los cardos no eran más que sueño y audacia, invitación a
cambiar lo que tenemos contra lo que podríamos tener, aunque fuese lo
peor, puesto que no hay nada peor que el estancamiento para los que aman
la tierra entera”. Declaraciones que sin tapujos nos acercan a las
vicisitudes históricas y sociales que por aquel entonces, primer tercio
del siglo XX, vive la Europa más oriental, tan marcada por el final de
la Rusia zarista, las revoluciones sociales y los fatales conflictos
armados de 1918 y 1939 (aunque Istrati no llegara a presenciar la
Segunda Guerra Mundial, desde luego, habría barruntado su posibilidad).
Frente a la actitud de su padre, en ocasiones extenuante por pesimista y
conservadora (“¡Olvidemos los malos ratos, hijo mío!… Hemos venido al
mundo para expiar: eso es la vida… ¡Pero el Señor nos compensará…!”),
Malaké lucha interior y exteriormente por alcanzar siquiera el
pensamiento de un mundo mejor. Un desconocido revolucionario, que hará
fulgurante y elocuente aparición en los trazos postreros de la novela,
habla de esta manera -en un fragmento que bien podríamos asimilar al
pensamiento de Istrati-:
—Soy de Bucarest -les dijo-, y trabajo con las manos como vosotros, pero he aprendido a conocer a mis enemigos, que no son ni Dios ni sus rayos. Son los amos de los pueblos y de las ciudades los que nos reducen a la miseria, incluso en los años de abundancia. Para nosotros nunca los hay.
Y es que, para el protagonista de Los cardos del Baragán, la posición paterna abriga en su seno la amenaza del peor de los males posibles: acostumbrar a nuestro ánimo a los golpes providenciales, a las embestidas del Destino, que de habituales, se convierten en soportables. Una perspectiva que Malaké se niega a aceptar:
Porque nunca, desde los tiempos legendarios de la barbarie turca, mi país, dulce y laborioso, había conocido días tan atroces como los que os relato en esta historia; nunca mi apacible nación había sufrido tan cruelmente. Pero, ¿qué sabíamos de ello, nosotros, los niños? Excepto la ingrata existencia de todos los que nacen en una choza, excepto las privaciones constantes que liman, que modifican al ser humano pero que, a fuerza de ser habituales, ya no indignan a nadie, ¿qué sabíamos del gemido universal que se escapaba de millones de pechos campesinos de una punta a otra de Rumanía?Lo cierto es que Malaké sabe demasiado. Y cree, tal es su pecado, fervientemente en la libertad del ser humano, capaz de lo mejor y lo peor. Por eso hay a quien sólo le “quedaba el alcohol, el gran consolador autorizado por Dios y por la ley. Sólo el alcohol podía satisfacer a todo el mundo”… a fuerza de ejercer un insalubre olvido.
En definitiva, Los cardos del Baragán expone con lúcida capacidad literaria los terribles desdenes con los que el Hado pone a prueba la soportabilidad de la existencia, que Istrati narra a ojos de un pujante joven que, a pesar de haber presenciado lo más desagradable de la vida y cuyo corazón va llenándose de una amargura que “a veces se desborda y hace llorar”, lucha de forma denodada por enseñorearse frente a la implacable mano de la Providencia. Una novela amarga y dolorosa en su desarrollo, pero abrumadoramente esperanzadora en sus conclusiones. Un hito literario del siglo XX aún desconocido, que todo lector mínimamente exigente debería disfrutar y conocer.
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