La celebérrima imagen de Platón señala una constante en el
pensamiento occidental: la sensación de encerramiento, de engaño, de mera
ilusión, y la necesidad de salir de allí. Según esta idea, el pensamiento es
liberador, porque la reflexión permite dar ese paso atrás que nos hace caer en
la cuenta de presupuestos impensados. Con cada reflexión, nos alejamos del
fondo de la caverna, nos separamos de esa ilusión trascendental que ejercen los
presupuestos no pensados en nuestra propia idea del mundo. Occidente es de todo
menos ingenuo. Hay en esta concepción, que desborda lo platónico para ser algo
griego y europeo, muchos proyectos encerrados: el proyecto del saber científico,
el proyecto de la liberación política, el proyecto casi místico de la
liberación personal, el proyecto educativo y, cómo no, el proyecto filosófico.
Como se sabe, la contralectura nietzscheana planteará que el
símil mismo de la caverna es una ilusión ("¿No teméis volver a
encontrar en la caverna de todo conocimiento a vuestro propio fantasma como la
impostura fantástica de que se ha disfrazado la verdad ante vosotros? ¿No es
una pésima comedia, en la que tan sin dudarlo queréis participar?"
Nietzsche: Aurora, § 539; Werke, Hg. Schlechta, Bd. 1, p. 1260).
Sin embargo, está claro que también podemos aplicar a Nietzsche la imagen de
la caverna, siendo ésta la filosofía platónico-cristiana, y el pensamiento
nietzscheano el liberador de tal estado. Con lo cual vemos, una vez más, que
Nietzsche no consigue zafarse de los moldes de una cultura que quiere superar
(lo cual no invalida, por supuesto, su crítica).
La pregunta, pues, es: ¿cuál es la ilusión? ¿La que
describe Platón, o la que describe Nietzsche (y toda la crítica cultural
subsiguiente)? El punto clave es que hoy se nos dice que la realidad se ha
evaporado: todo son símiles, mundos virtuales. ¿No es esto, a su vez, la enésima
ilusión? Así piensa Saramago, y la forma de todas sus novelas está dictada
por la subversión de una voz que él deja oír, la voz de la tierra. Una voz
subversiva por su rebeldía hecha de insistencia, imposible de erradicar por
mucho que se intente. Una voz que se oye siempre por debajo -sub- de la versión
oficial (siempre hay una versión oficial, a veces es el silencio). Una voz
hecha del sentido común que brota ante la realidad inclasificable de la vida.
Pues hoy -no nos engañemos- nuestra propia vida es un desecho irreciclable,
algo con lo que no se sabe qué hacer. Hemos conseguido formar una vida de
consumidor en el más amplio sentido (consumidor de energía, de medios de
comunicación de masas, de alimentos y medicamentos, etc.), mientras que poco a
poco se nos tambalea la vida de trabajador (precariedad, paro, caducidad de la
formación laboral). La vida política es exangüe, y lo mismo podríamos decir
de casi todas las demás vidas que ha forjado Occidente. La vida de consumidor
es la que se mantiene, por ahora, con buena salud, aunque hay indicios
preocupantes (como el sida, el síndrome del Golfo y los Balcanes, la enfermedad
de las vacas locas). Los demás modelos están de capa caída. Por debajo de
todos ellos hay algo que no se deja asimilar, que no se deja integrar en un
modelo de vida prefabricado, más aún, que no quiere ningún modelo, aunque
carece de fuerza para imponerse, para alzar la voz. Pues bien, a esa muda
impotencia es a la que Saramago le presta la voz, que es prestarle todo. Y lo
que nos habla desde ese fondo inclasificable, desechado e irreciclable de la
vida es la trivialidad, la presencia mostrenca de ella misma, ese "soy
yo" con el que estúpidamente nos damos a conocer ante un portero automático.
Es esa simpleza, ese simplemente estar ahí, lo que escapa a toda asimilación,
a toda caverna, a toda ilusión. No es la reflexión autoconsciente de la
conciencia, no es ningún pienso luego existo, sino que es la primera
autoafirmación, aún frágil, temblorosa: yo. (Un yo incapaz de separarse
estrictamente de un no-yo, como pondrá de manifiesto el amor, dicho sea para
evitar interpretaciones fichteanas). Esa realidad mostrenca de la vida, de
nuestra propia vida, se pone especialmente de manifiesto en el dolor. En todas
las novelas de Saramago, la tortura, la enfermedad, pero sobre todo el esfuerzo
físico -con el cansancio y sufrimiento que conlleva-, son los que tienen la
palabra. Y si bien la literatura digna deja oir la voz del dolor, sin la cual
todo nos parecería frío e insustancial, en Saramago esto se convierte en un
presupuesto metafísico y metaliterario; no un simple punto de partida, no una
asunción implícita de la que el autor puede ser más o menos consciente, sino
algo conscientemente irrenunciable, verdadero punto de partida y de llegada, en
definitiva: la forma misma de su obra. Y de ahí la sensación de actualidad, de
"estar a la altura del tiempo" que le produjo al lector del inicio.
Pues es esta vida nuestra deshauciada, expulsada también del ámbito de lo
virtual, esta vida que tenemos como resto inajenable, quizá completamente
inaprovechable, esta vida que hoy luce más que nunca porque nunca estuvo tan
desnuda en su presencia ruda, burda e inútil, esta vida nuestra es la que hoy
cobra protagonismo. No es con la ciencia dialéctica con la que se sale de la
caverna, sino con la convicción de que hay que vivir según nuestra propia ley,
que es la ley de la tierra. Hay una cosa que se llama la ley de la tierra, por
la que todos vivimos y morimos de manera irrepetible y única. Las sociedades
modernas la han arrinconado y minimizado, pero ella sigue allí en lo hondo de
nuestro ya antiguo abismo. Y de ella habla Saramago. Que sea por mucho tiempo.
Luis Fernández-Castañeda
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