Cuando
todo te parece una mierda, y a lo mejor lo es, o no hallas refugio
contra tus fantasmas, o cuando en casa hay demasiado ruido, incluso
demasiado silencio, pero necesitas seguir escribiendo, siempre te queda
el bar. De hecho, mientras haya infierno y bares cerca, hay esperanza.
Nada está bastante perdido si todavía puedes dar un portazo, irte de
casa y bajar al café.
La
literatura no siempre tiene que ver con la comodidad de una habitación
con vistas, ni con la posibilidad de escribir en bata y en zapatillas a
cuadros, mientras buscas la novela perfecta desde tu hogar. Hay muchas
formas de comodidad, y entre ellas se encuentra el fastidio de un local
ruidoso y transitado, cuando no con olor a cebolla frita en el ambiente.
No es lo peor que puede haber en el aire.
El
bar tiene algo, digamos, atmosférico, abrumador y feliz, sin contar la
bebida. Cuanto menos selecto, a veces, mejor. Todos sabemos que, por
momentos, la vulgaridad es una hamaca, y que la vida, después de todo,
está compuesta de unos momentos por aquí, y unos momentos por allá. A
continuación, te mueres. Si tienes mala suerte, ni siquiera te mueres. José Hierro
fue, seguramente, el último gran poeta de bar. Sostenía que la poesía
“sopla” dónde y cómo quiere, así que él se encerraba en el bar La
Moderna, a dos pasos de su casa en Madrid. Porque los poemas surgen “al
hilo del vivir”. No había que esperarlos con ceremonia, ni siquiera
recibirlos en casa, sentado a una mesa de madera noble, o en un sofá
orejero. Cualquier lugar, incluido el más vulgar y anodino, valía. En su
última época, con problemas incluso para respirar, los obreros y
estudiantes que acudían a La Moderna por las tardes veían llegar a Pepe
Hierro empujando la poesía y el carro con la bombona de oxígeno. Se
había acostumbrado demasiado íntimamente a aquel ambiente, y el poema
solo se acercaba a él si silbaban con desesperación la máquina
tragaperras y las tazas, si se arrastraban las sillas y si la máquina de
moler el café hacía vibrar las paredes, con ese ronquido tan molesto y
necesario. Entretanto, sin nada de solemnidad, Pepe escribía y sorbía
chinchón, como si la poesía fuese esa hora y media de partida de tute
diario, durante la que te olvidas de que eres mortal, y que antes o
después tendrás que abandonar tu hogar para regresar a tu casa.
En alguna ocasión declaró que no es que le gustase por encima de todo
escribir en el bar, pero sí que aborrecía escribir en casa. En realidad,
le resultaba imposible. “Cuando mis hijos eran niños yo escribía en
casa y, de repente, venía uno y te preguntaba sobre tal o cual ejercicio
o te pedía dos pesetas para la lechuga. Y decidí escribir en los bares,
a pesar del ruido”.
Sartre
también necesitaba el ruido de las cafeterías para escribir y pensar.
El bullicio y el caos eran buenos para su existencialismo. Julio Cortázar se aproximó también a Rayuela
desde las cafeterías de la ciudad. Para llegar al resultado final,
necesitaba el silencio y la tranquilidad del domicilio. Pero antes,
cuando no sabía a dónde se dirigía el proyecto, trabajaba en cafés.
“Escribí largos pasajes de Rayuela —confesaría— sin tener la
menor idea de dónde se iban a ubicar y a qué respondían en el fondo. […]
Yo tenía en los cajones, encima de las mesas y demás, en París,
montones de papelitos y libretitas donde, sobre todo en los cafés, había
ido anotando cosas, impresiones”. Cuando eres escritor, y te dejas caer
por el bar, todo puede suceder.
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