Pedí la mesa del balcón, nuestro lugar favorito. He desarrollado un
gusto agridulce por ese sitio. Quizá porque sentada ahí rescato un poco
de nosotros; de ese dulce nosotros que cuando no estoy contigo pertenece
al agridulce presente.
Llegué sola con tu libro y me senté a releer un cuento, recomendación
tuya, por supuesto. Era el relato que hablaba del vacío ¿lo recuerdas?
No me preguntes el nombre del cuento, tampoco el del autor, después de
tanto leer me han quedado lagunas. La historia la tenía más o menos
clara, pero quise leerla de nuevo porque siempre descubres unos detalles
que la mente no registró en las primeras lecturas.
Al abrir las paginas, me percaté de algo que venía sucediendo sin que
tomara conciencia: las letras se han gastado por la frecuencia con que
mis ojos las recorren. Ahora mismo es tan tenue la tinta que dudo poder
terminar de leerlo. Quizá sea la última vez que lo haga. Generalmente no
regreso a ver las palabras que van quedando atrás. No lo hago porque
dicen que es un defecto de la vista que entorpece la lectura.
Puedes comprobar esto abriendo un pequeño orificio en el periódico de
cualquier lector. Procura hacerlo en el centro del papel y asegúrate
que sea entre dos cajas tipográficas para no molestar demasiado con el
experimento. No es agradable leer si faltan letras. Observa por ese
orificio los ojos lectores, te darás cuenta cómo regresa la vista en un
movimiento mecánico, como si los ojos quisieran reconfirmar lo leído.
Bueno, como te iba diciendo, he entrenado mis ojos para eliminar ese
retroceso innecesario y evitar perdidas de tiempo. Pero hoy, por la
impresión del descubrimiento, me dediqué a revisar. He regresado dos
páginas y constaté que las palabras leídas se están destiñendo. Lo puedo
afirmar porque sobrepuse las hojas que leo ahora a las que leí hace
rato y existe un notable cambio en la intensidad de la tinta. Pronto no
tendré alternativa y sólo restará confiar en mi memoria. Creo que los
recuerdos funcionan igual, van perdiendo nitidez y terminamos por
recordar lo que se nos da la gana y no lo que fue.
Para reconfirmar esto leí despacito y regresé renglón por renglón.
Tuve que parar de hacerlo porque la zona que releí quedó en blanco. Es
increíble, pero mis ojos, como gomas, desgastaron lo escrito. El cuento
se está borrando. ¿Cómo te lo puedo devolver así?
Siento una extraña angustia y empiezo a leer con desesperación, como
si la plaga desintegradora de textos viniera persiguiendo a mis ojos.
Devoro las letras, invadida por un miedo absurdo: pensar que nuestra
historia también se borra.
Me pregunto si tengo antecedentes de un caso similar, esas
referencias ayudan para recuperar la calma, pero no, no encuentro un
recuerdo claro que me de el acicate para detener la angustia.
Tú sabes que no existen las casualidades, lo hemos comentado, por eso
recorro con la memoria detalles de la historia de los personajes y
pienso que se parecen a ti y a mi, aunque creo que, a diferencia de
ellos, tú y yo somos continuidad. Tu pensamiento y el mío, por alguna
extraña razón, se complementan. Uno inicia y el otro continua para
seguir y seguir, sin importar el orden o el desorden del universo que
nos place pervertir.
Qué sé yo, quizá es que somos tan parecidos que podemos fluir en una
adicción continua a las ideas y su contemplación. Tal vez por eso te
extraño ahora.
Vuelvo a mirar las letras y me pregunto ¿qué le está pasando al
libro? o ¿qué me pasa a mi? o ¿qué pasa contigo y con los recuerdos?
Desvío la vista del libro para verificar que el mundo sigue girando.
Un cilindrero pasa bajo el balcón. Miro la manivela girar con la misma
fluidez que la vida. Un rechinido interrumpe la armonía. El cilindrero
se queda con la manivela en la mano. Presiento algo extraño, como si la
realidad estuviese a punto de colapsarse y pienso que es momento de
decidir. Puedo negar todo lo que sucede, cerrar el libro y pedir a ese
músico callejero que suba al balcón para dar cuerda a la nostalgia, para
consentir y compadecer mi carencia con la música del cilindro mientras
me enternezco por mi capacidad de sentir un afecto como este. ¡No! Me
niego. Sería demasiado aburrido volver al pasado, tanto como reconfirmar
lo leído.
Miro hacia el edificio de enfrente y veo a Teófilo que sale por el
agujero de su habitual morada estirándose como si acabara de despertar.
Abre los ojos al sentir la luz, pero en ese mismo instante empieza a
desaparecer, y no es que regrese por donde vino, es que la punta de la
cola ha desaparecido y el fenómeno sigue por el resto del cuerpo hasta
que sólo queda su cabeza. Vuelve sus ojos hacia mi y al establecer
contacto visual, ¡puaff! el gato se esfuma, no hay más. El felino no
está, pero tampoco la cornisa por donde caminaba, ni el agujero de donde
salió, ni el muro que lo circundaba. El edificio colonial se diluye en
el vacío como si fuera una gelatina de mamey al sol. Se derrite poco a
poco hasta que sólo queda vapor con un ligero tono rosado que pasa
frente a mi y sube rumbo al infinito.
Caigo en la cuenta de que el sitio donde está nuestro balcón puede
estar padeciendo el mismo fenómeno. Al recargarme sobre el barandal un
movimiento rápido y brusco hace que sienta inseguridad. Observo hacia
abajo y me percato que, en efecto, el muro que sostiene el balcón ha
desaparecido, estoy suspendida en el vacío con las manos aferradas a una
barandilla de hierro forjado que se funde, de abajo hacia arriba, en la
nada.
No puedo perder un minuto más. Recojo tu libro de la mesa, que ya ha
perdido las patas, y lo cierro. Estoy consternada pero decidida. Camino,
sobre un piso que ya no existe, rumbo a la salida de lo que fue nuestro
restaurante favorito, bajo las escaleras ausentes y salgo a una calle
que es nada.
En el vacío dejo de angustiarme y camino con tranquilidad. Pienso
que, dadas las circunstancias, no importa tanto llevar un libro en
blanco bajo el brazo.
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