La forma literaria nace como resultado de haber encontrado el
gesto, el tono. Cuántas cosas hubiéramos escrito y no han pasado a la palabra
por no haber encontrado el gesto, el tono en el que se desplegarían con
naturalidad. Cuántas cosas llevamos encima sin poderlas expresar porque nos
falta el tono, el punto de vista, la situación exacta que debemos adoptar. ¿Y
cuál es esa posición que adopta el escritor Saramago, la que le permite ser
escritor?
El primer rasgo de su modo, el que cautiva y engancha, el que
nos hace reconocernos inmediatamente en él, es su ironía. Saramago encontró
el tono, ese manantial del que fluye su obra, desde el momento en que la vida
vivida le convirtió en un irónico. Pero su ironía se dirige, inmediatamente,
hacia la narración misma. No hacia el lenguaje como tal, no hacia las palabras,
sino hacia el estilo narrativo, hacia el modo en que se cuentan las historias. Y
aquí es donde sintoniza con la sensibilidad finisecular. Hoy ya no se pueden
contar las cosas sin más, como si no hubiera pasado nada, como si la literatura
fuera un reino ideal, un parque temático, un mundo virtual. Hemos asistido a un
siglo de conflictos terribles, hemos visto el horror con mayúsculas, hemos
presenciado el fracaso de todas las revoluciones, el descreimiento de todas las
creencias y, sin embargo, aquí estamos, asistiendo atónitos a nuestra propia
existencia. ¿Qué nos queda? ¿De dónde sacamos fuerzas para vivir? La ironía
es el acto por el que nos redimimos de nuestro horror para decir: pues bien, aquí
estamos. El escepticismo jamás tocará fondo, nunca nos hará volver a nosotros
mismos. El nihilismo chocará siempre con nuestra presencia, con nuestra incómoda,
quizá absurda, en todo caso mostrenca e incontestable presencia. Estos somos y
aquí estamos. No podemos proponer nada nuevo, pues ¿qué podríamos proponer
que no fuera automáticamente destrozado por el escepticismo y por el nihilismo?
¿Quién, en su sano juicio, se atrevería hoy a proponer otra religión, otra
filosofía, otra política? Sin duda se hace, pero son movimientos como las olas
del mar: rompen y se deshacen definitivamente. Expresan la patología de la época.
Aún no ha llegado el tiempo de lo nuevo, si es que llega. Aún hay que vivir un
largo trecho. La ironía de Saramago desmonta las ideas que todavía gravitan
sobre nosotros, para dejarnos con la desnuda realidad, a partir de la cual es
posible vivir. Así son sus novelas: nos muestran que aún es posible vivir, por
más que no sea nada fácil y no se sepa qué hacer. Este es un lenguaje que
habla al hombre de hoy, que se entiende perfectamente.
¿Cuál es esa realidad en que la ironía nos coloca? Ésta,
para no ser escepticismo o nihilismo, tiene que tener un fundamento. ¿Cuál es?
El sufrimiento humano. Esa vida que tenemos que buscarnos diariamente,
amenazados por mil sutiles -y no tan sutiles- peligros, es una fuente de dolor
para nosotros. Para todos nosotros. El único bálsamo conocido para ella es el
amor. En todas las novelas de Saramago, los personajes principales -por eso lo
son- se acabarán desprendiendo de las amenazas y de las coacciones para
reconocerse entre ellos e iniciar una vida nueva. Entre estos personajes,
siempre hay algunos que sienten amor de pareja por otros, pero en todos ellos
puede hablarse de amor en sentido amplio. En todos los casos es un amor sólido,
profundo, cimentado por el día a día y por el reconocimiento mutuo, en nada
comparable al amor romántico occidental que empezó su andadura con los poemas
arábigoandaluces y los trovadores provenzales. Pero es el amor real, no el
literario, no el virtual.
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