lunes, 15 de julio de 2013

El sexo como placer

La sexualidad es una estrategia reproductiva esencial para una grandísima cantidad de especies, pero en el caso de los grandes monos, al menos, tiene también otras ventajas. Ciertamente, la clonación tiene la ventaja de replicar diseños genéticos que han funcionado bien en el pasado sin tener que desbaratarlos al mezclar nuestros genes con los de otra persona. Sin embargo, ¿cómo sería nuestra vida sin la sexualidad? “Imaginemos el mundo radicalmente nuevo que habitaríamos, lleno de individuos asexuados y de aspecto idéntico. Se acabarían los chismorreos sobre quién le gusta a quién, quién se divorcia de quién o quién engaña a quién. No habría embarazos no deseados, ni artículos de revista estúpidos sobre cómo impresionar a tu ligue, ni pecados de la carne, pero tampoco pasión amorosa, ni películas románticas ni estrellas del pop convertidas en símbolos sexuales. Podría ser más eficiente, pero también sería el más aburrido mundo imaginable.
Por fortuna, las desventajas de la reproducción sexual quedan más que compensadas por los beneficios. Una bella demostración de esta tesis la proporcionan los animales que emplean ambos modos de reproducción. Tómese uno de esos áfidos [o pulgones] que se encuentran en las plantas domésticas, por ejemplo, y examínese con un microscopio. Dentro de su abdomen translúcido puede verse un enjambre de minúsculas hijas, todas idénticas a la madre. Durante la mayor parte del tiempo, los áfidos simplemente se clonan. Pero cuando el tiempo empeora, como en otoño e invierno, este método no es el mejor. La clonación no les permite librarse de mutaciones genéticas aleatorias, la mayoría de las cuales causa problemas. Los errores se acumularían hasta inundar la población entera, si no fuera porque los áfidos se pasan a la reproducción sexual, que proporciona combinaciones nuevas de genes. La descendencia producida a través del sexo es más robusta, del mismo modo en que, por ejemplo, un perro o un gato mestizo suelen tener mejor salud que los de pura raza. Al cabo de muchas generaciones, la consanguinidad se parece a la clonación, y el resultado es la acumulación de defectos genéticos.
El vigor del llamado ‘tipo salvaje’ (el producto de la remezcla sexual de la baraja genética) es bien conocido. Por ejemplo, soporta mejor las enfermedades, pues es capaz de responder a la evolución continua de los parásitos. Las bacterias necesitan sólo nueve años para sumar las 250.000 generaciones por las que ha pasado nuestro linaje desde que nos separamos de bonobos y chimpancés. El rápido recambio generacional de los parásitos fuerza a sus huéspedes a renovar sus defensas. Sólo para rechazar el ataque de los parásitos, nuestro sistema inmunitario necesita actualizarse constantemente. Los biólogos conocen esto como la hipótesis de la reina roja, por el personaje de Alicia en el país de las maravillas, que en un célebre pasaje decía: «Tienes que correr todo lo que puedas para permanecer en el mismo sitio». Para personas y animales, la carrera se hace a través de la reproducción sexual.
Pero esto sólo explica por qué existe el sexo, no por qué lo practicamos tan a menudo. ¿Acaso no nos reproduciríamos igual de bien con sólo una fracción de nuestra actividad sexual? Esto es lo que la Iglesia católica tiene presente cuando afirma que la única finalidad del sexo es la reproductora. Pero el aspecto placentero del sexo parece contradecir esta idea. Si su única función fuera la reproducción, seguramente el sexo no necesitaría ser tan grato. Lo miraríamos como los niños a las verduras: recomendables, pero no apetecibles. Por supuesto, esto no es exactamente lo que la naturaleza tenía guardado para nosotros. Alimentados por miríadas de terminaciones nerviosas en lugares conocidos como zonas erógenas (ocho mil sólo en el diminuto clítoris) conectadas directamente con los centros cerebrales del gozo, el deseo y el placer sexuales se llevan a cabo en nuestros cuerpos. La búsqueda de placer es la principal razón por la que la gente practica más el sexo de lo estrictamente necesario para la reproducción.
El descubrimiento de que uno de nuestros parientes primates más cercanos tiene unos genitales que parecen al menos tan bien desarrollados como los nuestros y practica aún más sexo «innecesario» que nosotros convierte la sensualidad en un rasgo mayoritario dentro del trío de parientes cercanos que estamos considerando. Los chimpancés son la excepción. Su vida sexual es pobre en comparación con la nuestra y la de los bonobos, tanto en libertad como en el zoo. Si se comparan chimpancés y bonobos cautivos con el mismo espacio, alimento y número de parejas disponibles, los bonobos inician un contacto sexual una vez cada hora y media por término medio, y con una diversidad de pautas de conducta mucho mayor que la de los chimpancés, qué sólo tienen un contacto sexual cada siete horas. Así, en las mismas condiciones, los bonobos son mucho más sexuales.
Pero nada de esto responde la cuestión de fondo: ¿cuál es la razón del hedonismo sexual que compartimos con los bonobos? ¿Por qué estamos dotados de apetitos sexuales más allá de lo estrictamente necesario para fecundar un eventual óvulo, y más allá de los apareamientos potencialmente fértiles? Los lectores pueden objetar que sus preferencias en materia de parejas sexuales son menos variadas, pero estoy pensando en nosotros como especie. Hay heterosexuales, hay homosexuales y hay quienes se relacionan con parejas de ambos géneros. Además, estas clasificaciones parecen arbitrarias. Alfred Kinsey, el pionero de la sexología norteamericana, situaba las preferencias sexuales humanas en un continuo, y opinaba que el mundo no se divide en cabras y ovejas, sino que nuestras distinciones usuales son obra de la sociedad y no clases naturales.
La opinión de Kinsey viene respaldada por estudios interculturales que indican una enorme variación en las actitudes hacia el sexo. En algunas culturas, la homosexualidad se expresa libremente, y hasta se fomenta. Acuden a la mente los antiguos griegos, pero también están los aranda de Australia, donde los solteros hacen vida marital con un menor hasta que se casan con una mujer, y las mujeres se frotan mutuamente el clítoris. Entre los keraki de Nueva Guinea, el contacto homosexual forma parte del rito de paso de la pubertad de todo adolescente, y hay otras culturas en las que los jóvenes practican la felación a otros varones para ingerir esperma, lo que se supone que incrementa su virilidad. Esto contrasta con las culturas que rodean a la homosexualidad de miedos y tabúes, especialmente entre los varones, quienes reafirman su masculinidad a base de subrayar su heterosexualidad. Ningún varón heterosexual quiere que se lo tome por homosexual. La intolerancia fuerza a todo el mundo a dividir su sexualidad y escoger una parte, aunque debajo de esta división pueda existir una amplia variedad de preferencias y hasta individuos sin ninguna preferencia en absoluto.

Subrayo este componente cultural para plantear que la cuestión evolutiva de cómo pudo haber surgido la homosexualidad quizá tenga la mira desviada. Se argumenta que, como los homosexuales no se reproducen, deberían haberse extinguido hace tiempo. Pero esto sólo es un enigma si suscribimos las prácticas de catalogación modernas. ¿Y si las preferencias sexuales declaradas son meras aproximaciones? ¿Y si nos hemos dejado lavar el cerebro para aceptar un esquema dicotómico? ¿Y qué decir de la premisa de que los homosexuales no se reproducen’? ¿Es realmente así? Son capaces de hacerlo, y en la sociedad moderna muchos han estado casados en alguna etapa de su vida.” (102-104) Chimpancés y bonobos nos enseñan que la orientación sexual, aunque sea innata, no tiene una polarización blanco/negro, sino que admite escalas.

 La frecuencia del contacto sexual puede estar relacionada con la actitud pacífica, a través de la hormona oxitocina: “los neurólogos han descubierto algunos hechos interesantes en relación con la oxitocina, una hormona común en los mamíferos. La oxitocina estimula las contracciones uterinas (se administra regularmente a las parturientas) y la lactancia, pero es menos sabido que también inhibe la agresión. Si se inyecta esta hormona en una rata macho, su proclividad a atacar a las crías disminuye de manera drástica. Aún más interesante es que la síntesis de esta hormona en el cerebro masculino se dispara tras la actividad sexual. En otras palabras, el sexo produce una hormona afectiva que, a su vez, inspira una actitud pacífica. En términos biológicos, esto podría explicar por qué las sociedades humanas en las que la intimidad física es común y la tolerancia sexual elevada suelen ser menos violentas que las sociedades con otra mentalidad. Puede que la gente de las sociedades sexualmente liberales tenga unos niveles de oxitocina más altos. Nadie ha medido la oxitocina en los bonobos, pero apuesto a que están llenos a rebosar.”

Luis Fernández-Castañeda Belda

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