La sexualidad es una estrategia reproductiva esencial
para una grandísima cantidad de especies, pero en el caso de los grandes
monos, al menos, tiene también otras ventajas. Ciertamente, la clonación
tiene la ventaja de replicar diseños genéticos que han funcionado bien
en el pasado sin tener que desbaratarlos al mezclar nuestros genes con
los de otra persona. Sin embargo, ¿cómo sería nuestra vida sin la
sexualidad? “Imaginemos el mundo radicalmente nuevo que habitaríamos,
lleno de individuos asexuados y de aspecto idéntico. Se acabarían los
chismorreos sobre quién le gusta a quién, quién se divorcia de quién o
quién engaña a quién. No habría embarazos no deseados, ni artículos de
revista estúpidos sobre cómo impresionar a tu ligue, ni pecados de la
carne, pero tampoco pasión amorosa, ni películas románticas ni estrellas
del pop convertidas en símbolos sexuales. Podría ser más eficiente, pero
también sería el más aburrido mundo imaginable.
Por fortuna, las desventajas de la reproducción sexual
quedan más que compensadas por los beneficios. Una bella demostración de
esta tesis la proporcionan los animales que emplean ambos modos de
reproducción. Tómese uno de esos áfidos [o pulgones] que se encuentran
en las plantas domésticas, por ejemplo, y examínese con un microscopio.
Dentro de su abdomen translúcido puede verse un enjambre de minúsculas
hijas, todas idénticas a la madre. Durante la mayor parte del tiempo,
los áfidos simplemente se clonan. Pero cuando el tiempo empeora, como en
otoño e invierno, este método no es el mejor. La clonación no les
permite librarse de mutaciones genéticas aleatorias, la mayoría de las
cuales causa problemas. Los errores se acumularían hasta inundar la
población entera, si no fuera porque los áfidos se pasan a la
reproducción sexual, que proporciona combinaciones nuevas de genes. La
descendencia producida a través del sexo es más robusta, del mismo modo
en que, por ejemplo, un perro o un gato mestizo suelen tener mejor salud
que los de pura raza. Al cabo de muchas generaciones, la consanguinidad
se parece a la clonación, y el resultado es la acumulación de defectos
genéticos.
El vigor del llamado ‘tipo salvaje’ (el producto de la
remezcla sexual de la baraja genética) es bien conocido. Por ejemplo,
soporta mejor las enfermedades, pues es capaz de responder a la
evolución continua de los parásitos. Las bacterias necesitan sólo nueve
años para sumar las 250.000 generaciones por las que ha pasado nuestro
linaje desde que nos separamos de bonobos y chimpancés. El rápido
recambio generacional de los parásitos fuerza a sus huéspedes a renovar
sus defensas. Sólo para rechazar el ataque de los parásitos, nuestro
sistema inmunitario necesita actualizarse constantemente. Los biólogos
conocen esto como la hipótesis de la reina roja, por el personaje de
Alicia en el país de las maravillas, que en un célebre pasaje decía:
«Tienes que correr todo lo que puedas para permanecer en el mismo
sitio». Para personas y animales, la carrera se hace a través de la
reproducción sexual.
Pero esto sólo explica por qué existe el sexo, no por qué
lo practicamos tan a menudo. ¿Acaso no nos reproduciríamos igual de bien
con sólo una fracción de nuestra actividad sexual? Esto es lo que la
Iglesia católica tiene presente cuando afirma que la única finalidad del
sexo es la reproductora. Pero el aspecto placentero del sexo parece
contradecir esta idea. Si su única función fuera la reproducción,
seguramente el sexo no necesitaría ser tan grato. Lo miraríamos como los
niños a las verduras: recomendables, pero no apetecibles. Por supuesto,
esto no es exactamente lo que la naturaleza tenía guardado para
nosotros. Alimentados por miríadas de terminaciones nerviosas en lugares
conocidos como zonas erógenas (ocho mil sólo en el diminuto clítoris)
conectadas directamente con los centros cerebrales del gozo, el deseo y
el placer sexuales se llevan a cabo en nuestros cuerpos. La búsqueda de
placer es la principal razón por la que la gente practica más el sexo de
lo estrictamente necesario para la reproducción.
El descubrimiento de que uno de nuestros parientes
primates más cercanos tiene unos genitales que parecen al menos tan bien
desarrollados como los nuestros y practica aún más sexo «innecesario»
que nosotros convierte la sensualidad en un rasgo mayoritario dentro del
trío de parientes cercanos que estamos considerando. Los chimpancés son
la excepción. Su vida sexual es pobre en comparación con la nuestra y la
de los bonobos, tanto en libertad como en el zoo. Si se comparan
chimpancés y bonobos cautivos con el mismo espacio, alimento y número de
parejas disponibles, los bonobos inician un contacto sexual una vez cada
hora y media por término medio, y con una diversidad de pautas de
conducta mucho mayor que la de los chimpancés, qué sólo tienen un
contacto sexual cada siete horas. Así, en las mismas condiciones, los
bonobos son mucho más sexuales.
Pero nada de esto responde la cuestión de fondo: ¿cuál es
la razón del hedonismo sexual que compartimos con los bonobos? ¿Por qué
estamos dotados de apetitos sexuales más allá de lo estrictamente
necesario para fecundar un eventual óvulo, y más allá de los
apareamientos potencialmente fértiles? Los lectores pueden objetar que
sus preferencias en materia de parejas sexuales son menos variadas, pero
estoy pensando en nosotros como especie. Hay heterosexuales, hay
homosexuales y hay quienes se relacionan con parejas de ambos géneros.
Además, estas clasificaciones parecen arbitrarias. Alfred Kinsey, el
pionero de la sexología norteamericana, situaba las preferencias
sexuales humanas en un continuo, y opinaba que el mundo no se divide en
cabras y ovejas, sino que nuestras distinciones usuales son obra de la
sociedad y no clases naturales.
La opinión de Kinsey viene respaldada por estudios
interculturales que indican una enorme variación en las actitudes hacia
el sexo. En algunas culturas, la homosexualidad se expresa libremente, y
hasta se fomenta. Acuden a la mente los antiguos griegos, pero también
están los aranda de Australia, donde los solteros hacen vida marital con
un menor hasta que se casan con una mujer, y las mujeres se frotan
mutuamente el clítoris. Entre los keraki de Nueva Guinea, el contacto
homosexual forma parte del rito de paso de la pubertad de todo
adolescente, y hay otras culturas en las que los jóvenes practican la
felación a otros varones para ingerir esperma, lo que se supone que
incrementa su virilidad. Esto contrasta con las culturas que rodean a la
homosexualidad de miedos y tabúes, especialmente entre los varones,
quienes reafirman su masculinidad a base de subrayar su
heterosexualidad. Ningún varón heterosexual quiere que se lo tome por
homosexual. La intolerancia fuerza a todo el mundo a dividir su
sexualidad y escoger una parte, aunque debajo de esta división pueda
existir una amplia variedad de preferencias y hasta individuos sin
ninguna preferencia en absoluto.
Subrayo este componente cultural para plantear que la
cuestión evolutiva de cómo pudo haber surgido la homosexualidad quizá
tenga la mira desviada. Se argumenta que, como los homosexuales no se
reproducen, deberían haberse extinguido hace tiempo. Pero esto sólo es
un enigma si suscribimos las prácticas de catalogación modernas. ¿Y si
las preferencias sexuales declaradas son meras aproximaciones? ¿Y si nos
hemos dejado lavar el cerebro para aceptar un esquema dicotómico? ¿Y qué
decir de la premisa de que los homosexuales no se reproducen’? ¿Es
realmente así? Son capaces de hacerlo, y en la sociedad moderna muchos
han estado casados en alguna etapa de su vida.” (102-104) Chimpancés y
bonobos nos enseñan que la orientación sexual, aunque sea innata, no
tiene una polarización blanco/negro, sino que admite escalas.
La frecuencia del contacto sexual puede estar relacionada
con la actitud pacífica, a través de la hormona oxitocina: “los
neurólogos han descubierto algunos hechos interesantes en relación con
la oxitocina, una hormona común en los mamíferos. La oxitocina estimula
las contracciones uterinas (se administra regularmente a las
parturientas) y la lactancia, pero es menos sabido que también inhibe la
agresión. Si se inyecta esta hormona en una rata macho, su proclividad a
atacar a las crías disminuye de manera drástica. Aún más interesante es
que la síntesis de esta hormona en el cerebro masculino se dispara tras
la actividad sexual. En otras palabras, el sexo produce una hormona
afectiva que, a su vez, inspira una actitud pacífica. En términos
biológicos, esto podría explicar por qué las sociedades humanas en las
que la intimidad física es común y la tolerancia sexual elevada suelen
ser menos violentas que las sociedades con otra mentalidad. Puede que la
gente de las sociedades sexualmente liberales tenga unos niveles de
oxitocina más altos. Nadie ha medido la oxitocina en los bonobos, pero
apuesto a que están llenos a rebosar.”
Luis Fernández-Castañeda Belda
No hay comentarios:
Publicar un comentario