lunes, 15 de julio de 2013

Aprender a ser mortal

Cuenta el mito que Aquiles, bañado en el río Éstige por su madre Tetis para hacerlo inmortal, fue objeto de una profecía, según la cual moriría en Troya. Para evitarlo, esconde al niño en el gineceo de un reino apartado, donde se cría vestido como mujer entre mujeres. Sin embargo, los griegos se enteran de que sin su colaboración no podrán vencer en Troya, y mandan a Ulises para ganarlo a la causa. Ulises llega a aquella corte, entra en el gineceo, abre un cofre con joyas, y observa que todas las mujeres, excepto una, miran sorprendidas y curiosas. Con esto descubre a Aquiles, que decide ir a la guerra de Troya, aun sabiendo que eso supondrá su muerte. Homero no cuenta este mito, ni tampoco el final del héroe (iniciándose la Ilíada en el décimo año de la guerra), pero sin duda presupone su conocimiento en el oyente, estratagema que añade tensión trágica al relato y explica que haga de Aquiles la columna vertebral de su poema. ¿Por qué decidió Aquiles participar en la guerra, sabiendo que moriría, en lugar de permanecer, inmortal, en el gineceo? ¿Qué es lo que le llevó a elegir la mortalidad? Esta es la pregunta que se hace el autor, y en torno a ella articula el ensayo.
Ayudándose de Kierkegaard, establece dos estadios en la vida: el estético y el ético. En el estadio estético, el yo es el centro absoluto. Todo ser humano comienza a vivir así, pensándose el centro del mundo, centrándose en sus apetencias, deseos y pasiones. Es el principio del placer de Freud. El yo se autodiviniza, todo pasa por él, pero él no pasa por nada. No llega nunca a enfrentar las cuestiones del mundo, de la realidad, lo que hay más allá de uno mismo. Sin embargo, hay una dialéctica interna por la cual dentro de este mismo estadio empieza a despuntar otro, el ético. En efecto, dentro de este subjetivismo acendrado, el tiempo pasa, y el yo no consigue ninguna identidad. Se siente nadie. No ha hecho aún nada, no ha producido ningún fruto objetivo, no ha salido de sí mismo para enfrentar la realidad, intuyendo quizá que hacerlo supondría el fin de su omnímodo reinado y de su imaginada omnipotencia. En ese momento, el eros puede agitar el yo y hacerle salir de sí mismo. No como en el primer amor, sino como un amor decidido a salir definitivamente de sí y entregarse al otro. Así le ocurre a Aquiles en el gineceo. Se enamora de una de las hijas del rey, Deidamía, y juntos conciben un hijo, Neoptólemo, del que se acordará emocinado durante la guerra de Troya. Este es el comienzo de la transición al estadio ético. El yo pierde el miedo a perderse en el otro, a ceder al otro, y se enfrenta a la objetividad de la persona amada, a su carnalidad y fragilidad mortal. Ya es alguien, a saber, el amante de una persona concreta, de carne y hueso, alguien por quien es capaz de salir de sí y entregarse tal cual es. El yo ha empezado a vivir la vida mortal, está aprendiendo a vivir de verdad, a salir de su propio mundo. Es decir, está aprendiendo a determinarse, concepto que, según la célebre definición de Spinoza, es negación: en la medida en que me entrego a una persona, no lo hago a otra; en la medida en que produzco una obra, no produzco otra, etc. Esa determinación es la que, como los golpes de cincel del escultor, va dando forma al yo o, en otras palabras, le confiere identidad. Comienza a objetivarse, y comienza a tener experiencia, experiencia de la vida: de lo que cuesta hacerse real, de las limitaciones y problemas que surgen por todos lados, incluido el propio yo; del trabajo que supone afianzarse en lo real y perseverar en ello.
En el estadio ético, el yo pone por encima de sí unos valores superiores y elige desvivirse por ellos. Vivir no será ahorrar fuerzas, reservarse para una ocasión que nunca llega, permanecer en el mundo imaginario del yo como verdadero refugio, sino todo lo contrario: entregarse a la tarea y desvivirse por ella, producir frutos reales, objetivos, y no ensoñaciones. En esta entrega, el yo hará experiencia de la mortalidad, es decir, aprenderá lo que significa dejar su vida en el empeño. Este aprendizaje no se refiere, pues, a la dimensión biológica de la vida, al saberse mortal. Podríamos vivir miles de años y, sin embargo, necesitaríamos a pesar de esto aprender a ser mortales. Aprender a ser mortal no es lo mismo que saber que vamos a morir, pues de este saber no se deduce nada (ni siquiera el carpe diem, con permiso de Horacio y escarnio de la filsofía barata); es un saber sin consecuencias prácticas (excepto en casos muy especiales); pero en lo primero, en aprender a ser mortal, va nuestra vida. El asunto no se puede plantear del modo siguiente: dado que vamos a morir y tenemos una fecha que nos espera, ¿qué vamos a hacer mientras tanto con nuestra vida? No se trata de que el término inevitable de nuestro camino nos deba forzar moralmente a fijarnos bien en cada paso que damos. No se trata de llenar adecuadamente ese vacío de tiempo entre el hoy y la fecha de nuestra defunción, como si el problema se redujera a rellenar un lapso de tiempo. Es otra cosa. Se trata, por decirlo así, de adelantarnos a nuestra propia fecha, de morir antes de nuestra hora, sin dejar que la biología rija nuestra vida y marque nuestro destino. Consiste en desvivirse. Aceptar la limitación, la finitud, la disolución, y superarla. No anulándola -lo cual no sería superación-, sino integrándola en una organización superior. O más bien habría que decir que al integrar nuestro yo en una organización superior, aprehendemos nuestra finitud y aprendemos lo que significa la finitud. Y lo hacemos en el mismo sentido en que decíamos que superábamos la biología. Aprender a ser mortal es aprender a integrarse en la sociedad, que es la organización superior. Desde el momento en que nos entregamos a la sociedad, desde el momento en que nos desvivimos por ella, es como si adelantáramos nuestra propia muerte: nos ponemos en juego y lo hacemos totalmente, dispuestos a dejarnos la piel en el empeño, dispuestos a desgastarnos, a sufrir, a pelear, a todo, porque para nosotros merece la pena. No vivimos ya esperando la fecha fatídica, sino que nuestra muerte la hemos descontado del balance, es decir: hemos decidido vivir en la entrega y desvivirnos en la tarea, que es como decir que hemos elegido morir por anticipado. Nuestra muerte será una muerte de verdad porque habrá sido una vida de verdad. Aprender a ser mortal es saber salir del encierro en uno mismo, del mundo propio, de la subjetividad, para contribuir a un sistema más vasto, el de la sociedad humana. Cuando uno no se reserva, cuando se entrega, ha firmado su propia muerte, lo que hace gustoso.
Es la polis, entendida como la racionalidad objetiva de lo social (y no al modo griego de ciudad-estado), el lugar donde se realiza esta transformación, este paso de lo estético a lo ético. Pues el yo que se cree inmortal, el eterno observador centro de todo, encuentra en la polis otros tantos yoes tan absolutos como él, de manera que se relativiza y -como en la experiencia de las multitudes- acaba sintiéndose uno más, es decir, nadie en concreto. De manera que la primera determinación que sufre el yo cuando entra en la polis es su propia negación. Se ha convertido en alguien que es como cualquier otro, y por tanto ha dejado de ser ese único que creía que era. El yo no es ya una divinidad para sí mismo: ha aprendido -o está en situación de aprender- que es sustituible, intercambiable, en una palabra: que es mortal. Pero la polis también crea las tareas a las que puede entregarse el yo. Sumándose al esfuerzo colectivo, podrá adquirir identidad y alcanzar lo que es. Queremos ser. Pero, paradójicamente, es necesario morir a uno mismo para vivir una vida propia; es necesario no ser yo para tener identidad. Lo que somos, sólo se alcanza más allá de nuestra vida y de nuestro yo. Por eso, en el cristianismo,  el mandamiento del amor lo resume todo. Y en efecto, ¿no es esto la esencia del cristianismo?
En una parte fundamental, es así, pero también hay una diferencia esencial respecto del cristianismo, y es la referencia de éste al Reino de Dios, la remitencia de la propia vida al Señor, la insistencia cristiana en el más allá. El cristianismo enseñó autonegación, solidaridad, caridad, desinterés propio, entrega total, pero todo apunta a otro mundo, al Reino de los cielos (por mucho que esté empezando aquí), y además todo se entiende bajo la expectativa de un fin más o menos próximo. Para el autor -si lo he entendido bien-, en el estadio ético al individuo no le queda nada, excepto la satisfacción de haber llevado adelante la antorcha. Lo que le espera es caducidad, muerte y olvido. Aceptarlo activamente es aprender a ser mortal. En parte es lo que enseña Cristo, sólo que en él la entrega es al más allá, al Reino de Dios, mientras que desaparecida esa referencia transmundana, lo que queda es la polis, el teatro de nuestra vida, nuestra finitud y, como decimos, caducidad, muerte y olvido. A esto llama el autor experiencia de la vida. El individuo, que es caducidad, muerte y olvido, puede ser algo más: está en sus manos serlo. Jamás podrá reconciliarse con su situación (aprender no es consentir), pero esto entra dentro del aprendizaje de ser mortal: la eterna inquietud. Hegel, en el Prólogo a la Fenomenología del Espíritu, dejó testimonio de ello.
Si despojamos pues al mensaje de Cristo de toda referencia transmundana, tenemos entonces el panorama pensado por Gomá, y a la vez la tensión irresoluble entre el individuo y el todo social.Ahora bien, ¿no es esto desvirtuar el cristianismo? En todo caso, es utilizarlo políticamente, en el mejor sentido. En otras palabras, se ha finitizado el cristianismo. Su proceso de secularización, que ha durado siglos, nos entrega un paisaje donde permanece la negación de uno mismo y la referencia a la polis, pero han desaparecido los vínculos al más allá.
Ahora bien, lo que amenaza con desaparecer hoy es la misma referencia a la polis, a un orden social objetivo. Ocurre desde la Modernidad, y ha cuajado de modo autoconsciente en la Posmodernidad, con el avance imparable de la globalización, llegándose a hablar de un ocaso de lo político. El problema en la Modernidad consiste por un lado en el sobredimensionamiento de la subjetividad, y por otro en la ausencia de una organización superior por la que merezca la pena desvivirse, aspectos ambos relacionados. En la medida en que se desdibuja la polis, aumenta el narcisismo contemporáneo, el subjetivismo, la focalización en el yo. Sin embargo, se trata de un yo en esa misma medida huérfano, casi sin vida propia y apenas identidad, pues los dos polos, el yo y la polis, son solidarios en un mismo movimiento.
A pesar de esto, lo que en toda la Modernidad ha aparecido como un antagonismo excluyente, en nuestra Posmodernidad se ha suavizado. Hoy se vislumbran algunas vías por las que pueden conjugarse los dos polos que, por otra parte, nunca dejarán de estar enfrentados.
Desde un punto de vista estrictamente filosófico, la primera parte (Aquiles en el gineceo) es casi enteramente deudora de los Principios fundamentales de la filosofía del derecho (1821) de Hegel, y en general del espíritu de su filosofía. La segunda parte (La formación del héroe moderno), dedicada al análisis  y crítica del subjetivismo moderno, aunque parte de la crítica de Hegel (basta leer el prólogo de Hegel a la obra citada), contiene una lúcida aplicación de lo ya dicho a Rousseau y a Goethe, y un valioso diagnóstico de nuestra situación posmoderna. En cualquier caso, el tema del espíritu que en lo otro está en sí mismo es el corazón de  la dialéctica hegeliana, tal como empieza a delinearse en la Fenomenología del espíritu (1807), y esta filiación debería haberse hecho explícita, pues mostraría, sin ir más lejos, la actualidad de Hegel para el pensamiento moderno.

Luis Fernández-Castañeda

No hay comentarios:

Publicar un comentario