Cuenta
el mito que Aquiles, bañado en el río Éstige por su madre
Tetis para hacerlo inmortal, fue objeto de una profecía,
según la cual moriría en Troya. Para evitarlo, esconde al
niño en el gineceo de un reino apartado, donde se cría
vestido como mujer entre mujeres. Sin embargo, los griegos
se enteran de que sin su colaboración no podrán vencer en
Troya, y mandan a Ulises para ganarlo a la causa. Ulises
llega a aquella corte, entra en el gineceo, abre un cofre
con joyas, y observa que todas las mujeres, excepto una,
miran sorprendidas y curiosas. Con esto descubre a Aquiles,
que decide ir a la guerra de Troya, aun sabiendo que eso
supondrá su muerte. Homero no cuenta este mito, ni tampoco
el final del héroe (iniciándose la Ilíada en el
décimo año de la guerra), pero sin duda presupone su
conocimiento en el oyente, estratagema que añade tensión
trágica al relato y explica que haga de Aquiles la columna
vertebral de su poema. ¿Por qué decidió Aquiles participar
en la guerra, sabiendo que moriría, en lugar de permanecer,
inmortal, en el gineceo? ¿Qué es lo que le llevó a elegir la
mortalidad? Esta es la pregunta que se hace el autor, y en
torno a ella articula el ensayo.
Ayudándose de
Kierkegaard, establece dos estadios en la vida: el estético
y el ético. En el estadio estético, el yo es el centro
absoluto. Todo ser humano comienza a vivir así, pensándose
el centro del mundo, centrándose en sus apetencias, deseos y
pasiones. Es el principio del placer de Freud. El yo se
autodiviniza, todo pasa por él, pero él no pasa por nada. No
llega nunca a enfrentar las cuestiones del mundo, de la
realidad, lo que hay más allá de uno mismo. Sin embargo, hay
una dialéctica interna por la cual dentro de este mismo
estadio empieza a despuntar otro, el ético. En efecto,
dentro de este subjetivismo acendrado, el tiempo pasa, y el
yo no consigue ninguna identidad. Se siente nadie. No ha
hecho aún nada, no ha producido ningún fruto objetivo, no ha
salido de sí mismo para enfrentar la realidad, intuyendo
quizá que hacerlo supondría el fin de su omnímodo reinado y
de su imaginada omnipotencia. En ese momento, el eros
puede agitar el yo y hacerle salir de sí mismo. No como en
el primer amor, sino como un amor decidido a salir
definitivamente de sí y entregarse al otro. Así le ocurre a
Aquiles en el gineceo. Se enamora de una de las hijas del
rey, Deidamía, y juntos conciben un hijo, Neoptólemo, del
que se acordará emocinado durante la guerra de Troya. Este
es el comienzo de la transición al estadio ético. El yo
pierde el miedo a perderse en el otro, a ceder al otro, y se
enfrenta a la objetividad de la persona amada, a su
carnalidad y fragilidad mortal. Ya es alguien, a saber, el
amante de una persona concreta, de carne y hueso, alguien
por quien es capaz de salir de sí y entregarse tal cual es.
El yo ha empezado a vivir la vida mortal, está aprendiendo a
vivir de verdad, a salir de su propio mundo. Es decir, está
aprendiendo a determinarse, concepto que, según la célebre
definición de Spinoza, es negación: en la medida en que me
entrego a una persona, no lo hago a otra; en la medida en
que produzco una obra, no produzco otra, etc. Esa
determinación es la que, como los golpes de cincel del
escultor, va dando forma al yo o, en otras palabras, le
confiere identidad. Comienza a objetivarse, y comienza a
tener experiencia, experiencia de la vida: de lo que cuesta
hacerse real, de las limitaciones y problemas que surgen por
todos lados, incluido el propio yo; del trabajo que supone
afianzarse en lo real y perseverar en ello.
En el estadio ético, el
yo pone por encima de sí unos valores superiores y elige
desvivirse por ellos. Vivir no será ahorrar fuerzas,
reservarse para una ocasión que nunca llega, permanecer en
el mundo imaginario del yo como verdadero refugio, sino todo
lo contrario: entregarse a la tarea y desvivirse por ella,
producir frutos reales, objetivos, y no ensoñaciones. En
esta entrega, el yo hará experiencia de la mortalidad, es
decir, aprenderá lo que significa dejar su vida en el
empeño. Este aprendizaje no se refiere, pues, a la dimensión
biológica de la vida, al saberse mortal. Podríamos vivir
miles de años y, sin embargo, necesitaríamos a pesar de esto
aprender a ser mortales. Aprender a ser mortal no es lo
mismo que saber que vamos a morir, pues de este saber no se
deduce nada (ni siquiera el carpe diem, con permiso
de Horacio y escarnio de la filsofía barata); es un saber
sin consecuencias prácticas (excepto en casos muy
especiales); pero en lo primero, en aprender a ser mortal,
va nuestra vida. El asunto no se puede plantear del modo
siguiente: dado que vamos a morir y tenemos una fecha que
nos espera, ¿qué vamos a hacer mientras tanto con nuestra
vida? No se trata de que el término inevitable de nuestro
camino nos deba forzar moralmente a fijarnos bien en cada
paso que damos. No se trata de llenar adecuadamente ese
vacío de tiempo entre el hoy y la fecha de nuestra
defunción, como si el problema se redujera a rellenar un
lapso de tiempo. Es otra cosa. Se trata, por decirlo así, de
adelantarnos a nuestra propia fecha, de morir antes de
nuestra hora, sin dejar que la biología rija nuestra vida y
marque nuestro destino. Consiste en desvivirse. Aceptar la
limitación, la finitud, la disolución, y superarla. No
anulándola -lo cual no sería superación-, sino integrándola
en una organización superior. O más bien habría que decir
que al integrar nuestro yo en una organización superior,
aprehendemos nuestra finitud y aprendemos lo que significa
la finitud. Y lo hacemos en el mismo sentido en que decíamos
que superábamos la biología. Aprender a ser mortal es
aprender a integrarse en la sociedad, que es la organización
superior. Desde el momento en que nos entregamos a la
sociedad, desde el momento en que nos desvivimos por ella,
es como si adelantáramos nuestra propia muerte: nos ponemos
en juego y lo hacemos totalmente, dispuestos a dejarnos la
piel en el empeño, dispuestos a desgastarnos, a sufrir, a
pelear, a todo, porque para nosotros merece la pena. No
vivimos ya esperando la fecha fatídica, sino que nuestra
muerte la hemos descontado del balance, es decir: hemos
decidido vivir en la entrega y desvivirnos en la tarea, que
es como decir que hemos elegido morir por anticipado.
Nuestra muerte será una muerte de verdad porque habrá sido
una vida de verdad. Aprender a ser mortal es saber salir del
encierro en uno mismo, del mundo propio, de la subjetividad,
para contribuir a un sistema más vasto, el de la sociedad
humana. Cuando uno no se reserva, cuando se entrega, ha
firmado su propia muerte, lo que hace gustoso.
Es la polis, entendida
como la racionalidad objetiva de lo social (y no al modo
griego de ciudad-estado), el lugar donde se realiza esta
transformación, este paso de lo estético a lo ético. Pues el
yo que se cree inmortal, el eterno observador centro de
todo, encuentra en la polis otros tantos yoes tan absolutos
como él, de manera que se relativiza y -como en la
experiencia de las multitudes- acaba sintiéndose uno más, es
decir, nadie en concreto. De manera que la primera
determinación que sufre el yo cuando entra en la polis es su
propia negación. Se ha convertido en alguien que es como
cualquier otro, y por tanto ha dejado de ser ese único que
creía que era. El yo no es ya una divinidad para sí mismo:
ha aprendido -o está en situación de aprender- que es
sustituible, intercambiable, en una palabra: que es mortal.
Pero la polis también crea las tareas a las que puede
entregarse el yo. Sumándose al esfuerzo colectivo, podrá
adquirir identidad y alcanzar lo que es. Queremos ser. Pero,
paradójicamente, es necesario morir a uno mismo para vivir
una vida propia; es necesario no ser yo para tener
identidad. Lo que somos, sólo se alcanza más allá de nuestra
vida y de nuestro yo. Por eso, en el cristianismo, el
mandamiento del amor lo resume todo. Y en efecto, ¿no es
esto la esencia del cristianismo?
En una parte
fundamental, es así, pero también hay una diferencia
esencial respecto del cristianismo, y es la referencia de
éste al Reino de Dios, la remitencia de la propia vida al
Señor, la insistencia cristiana en el más allá. El
cristianismo enseñó autonegación, solidaridad, caridad,
desinterés propio, entrega total, pero todo apunta a otro
mundo, al Reino de los cielos (por mucho que esté empezando
aquí), y además todo se entiende bajo la expectativa de un
fin más o menos próximo. Para el autor -si lo he entendido
bien-, en el estadio ético al individuo no le queda nada,
excepto la satisfacción de haber llevado adelante la
antorcha. Lo que le espera es caducidad, muerte y olvido.
Aceptarlo activamente es aprender a ser mortal. En parte es
lo que enseña Cristo, sólo que en él la entrega es al más
allá, al Reino de Dios, mientras que desaparecida esa
referencia transmundana, lo que queda es la polis, el teatro
de nuestra vida, nuestra finitud y, como decimos, caducidad,
muerte y olvido. A esto llama el autor experiencia de la
vida. El individuo, que es caducidad, muerte y olvido,
puede ser algo más: está en sus manos serlo. Jamás podrá
reconciliarse con su situación (aprender no es consentir),
pero esto entra dentro del aprendizaje de ser mortal: la
eterna inquietud. Hegel, en el Prólogo a la Fenomenología
del Espíritu, dejó testimonio de ello.
Si despojamos pues al
mensaje de Cristo de toda referencia transmundana, tenemos
entonces el panorama pensado por Gomá, y a la vez la tensión
irresoluble entre el individuo y el todo social.Ahora bien, ¿no es esto desvirtuar el
cristianismo? En todo caso, es utilizarlo políticamente, en
el mejor sentido. En otras palabras, se ha finitizado el
cristianismo. Su proceso de secularización, que ha durado
siglos, nos entrega un paisaje donde permanece la negación
de uno mismo y la referencia a la polis, pero han
desaparecido los vínculos al más allá.
Ahora bien, lo que
amenaza con desaparecer hoy es la misma referencia a la
polis, a un orden social objetivo. Ocurre desde la
Modernidad, y ha cuajado de modo autoconsciente en la
Posmodernidad, con el avance imparable de la globalización,
llegándose a hablar de un ocaso de lo político. El problema
en la Modernidad consiste por un lado en el
sobredimensionamiento de la subjetividad, y por otro en la
ausencia de una organización superior por la que merezca la
pena desvivirse, aspectos ambos relacionados. En la medida
en que se desdibuja la polis, aumenta el narcisismo
contemporáneo, el subjetivismo, la focalización en el yo.
Sin embargo, se trata de un yo en esa misma medida huérfano,
casi sin vida propia y apenas identidad, pues los dos polos,
el yo y la polis, son solidarios en un mismo movimiento.
A pesar de esto, lo que
en toda la Modernidad ha aparecido como un antagonismo
excluyente, en nuestra Posmodernidad se ha suavizado. Hoy se
vislumbran algunas vías por las que pueden conjugarse los
dos polos que, por otra parte, nunca dejarán de estar
enfrentados.
Desde un punto de vista
estrictamente filosófico, la primera parte (Aquiles en el
gineceo) es casi enteramente deudora de los Principios
fundamentales de la filosofía del derecho (1821) de
Hegel, y en general del espíritu de su filosofía. La segunda
parte (La formación del héroe moderno), dedicada al
análisis y crítica del subjetivismo moderno, aunque parte
de la crítica de Hegel (basta leer el prólogo de Hegel a la
obra citada),
contiene una lúcida aplicación de lo ya dicho a Rousseau y a
Goethe, y un valioso diagnóstico de nuestra situación
posmoderna. En cualquier caso, el tema del espíritu que en
lo otro está en sí mismo es el corazón de la dialéctica
hegeliana, tal como empieza a delinearse en la
Fenomenología del espíritu (1807), y esta filiación
debería haberse hecho explícita, pues mostraría, sin ir más
lejos, la actualidad de Hegel para el pensamiento moderno.
Luis
Fernández-Castañeda
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