Más Platón y menos Prozac de Lou
Marinoff es el buque insignia de un nuevo movimiento terapéutico cuya
originalidad consiste en reivindicar las virtudes curativas de la filosofía.
Como toda obra de conquista, busca a menudo la frase fácil, el lema
publicitario, las sugestiones rebeldes y la cercanía de lo cotidiano. Trata con
ello de hacerse un sitio en el mercado de los libros de autoayuda, hoy
floreciente también en España, donde goza de un lugar reconocido y reconocible
en los estantes de los grandes almacenes. Pues bien, este libro es uno de los más
dignos representantes de su género, porque huye de difusos misticismos para
enfrentar los problemas más comunes de la vida cotidiana, presentando -si no he
contado mal- 32 casos concretos. Parte siempre de situaciones conflictivas
vividas por personas normales, y resulta muy fácil ponerse en su lugar y
comprender el problema desde dentro. Una vez allí, el recurso a la filosofía
se capta con facilidad.
"Hemos confiado en que la tecnología
mejoraría nuestras vidas y nos daría respuestas fáciles a todo. Además,
nuestra sociedad adopta con ansia todo tipo de excusas que convierten la
responsabilidad personal en algo indeseable [...] ¿Acaso hay forma mejor de
librarse de una pesada carga que encasillar toda clase de infelicidad o mala
conducta como una enfermedad, fruto de la genética, la biología o las
circunstancias, y que por consiguiente escapa a nuestro control? [...]
parapetarse en este punto de vista no hace más que proporcionar una sensación
vacía de no ser culpable y una falsa sensación de esperanza al hallar
respuestas fáciles. Mas las respuestas fáciles no existen. La única manera de
obtener una solución real y duradera a un problema personal consiste en
abordarlo, resolverlo, aprender de él y aplicar lo que se aprenda en el futuro.
Éste es el meollo del asesoramiento filosófico, lo que lo distingue de la
infinidad de terapias disponibles." (p. 66-7) Aun sin descartar el
componente genético, histórico y psicológico de las enfermedades del alma,
Marinoff ve su esencia en su raíz filosófica, y por eso su cura tiene que ser
necesariamente a través de la filosofía. Pues sin duda, incluso aunque el mal
que nos afecta no provenga de una ‘disonancia existencial’, lo que sí hace
es provocarla. En general, muchos de los problemas de los pacientes -y aquí no
vamos a llamarlos "problemas psicológicos"- se derivan de las
contradicciones que ellos mismos descubren en su vida. Su alma racional, por
decirlo con Aristóteles, padece de las irreconciabilidades que advierte y ha de
soportar. ("Se hallará en conflicto. Padecerá lo que los psicólogos
llaman una ‘disonancia cognitiva’. Los consejeros filosóficos lo llaman
‘disonancia existencial’. La gente corriente tal vez lo llame
‘sentimientos confusos’" p. 321-2). Su esencia racional le lleva a
intentar conciliarlas, limarlas, etc.; todo, con tal de poder restaurar la razón
en el mundo (en su mundo). Es por esta razón por la que el hombre sufre, por la
que se inquieta, por la que surge el problema y por la que busca solución. Es
la razón la que queda herida, postergada, olvidada, imposibilitada para regir
la vida del sujeto, y su cura tiene que ser forzosamente una cura de raíz filosófica.
Este enfoque expresa una profunda fe en la naturaleza racional del hombre. Sin
razón no surgiría problema alguno, tampoco el sufrimiento que lleva aparejado,
ni su intento de solución. Se trata, pues, de implantar la Ilustración en el
mundo. "En Occidente, parece que los filósofos nos encarguemos de la
exploración filosófica para que el resto de ustedes no tenga que preocuparse
de nada. La fuerza impulsora del asesoramiento filosófico es que devuelve a la
gente corriente la importancia de la introspección filosófica personal."
(p. 107) Su intento cabría llamarlo neoilustrado, aunque el prefijo podría
quitarse: de lo que él trata, una vez más, es de que cada uno piense por sí
mismo, y hacia ello se encamina su terapia. Sólo que en lugar de quedarse en
debates académicos de gran altura, Marinoff desciende a la vida y necesidades
de las personas tomadas una a una. Si se hubiera hecho esto antes, hoy hablaríamos
de la Ilustración con menos escepticismo y sobre todo con menos abstracción.
Pisaríamos más la tierra.
El malestar en la cultura, diagnosticado por
Freud, y cuyas consecuencias no acabamos de pagar -hooligans, inseguridad
ciudadana, terrorismo, etc.-, provoca, antes que estos efectos tan llamativos,
una incapacidad para ser feliz que el hombre moderno interpreta erróneamente
como un problema personal. No es personal, sino que hay algo en nuestra cultura
que nos impide ser felices. Ahora bien, puesto que la cultura no puede ser
cambiada por un individuo, éste deberá aprender a disminuir su malestar. ¿Cómo?
Tomándose las cosas con filosofía, según la intención de Marinoff. Esto no
consiste en restarles importancia, sino en "adoptar un amplio punto de
vista filosófico para contemplar la situación en que se halla en su
globalidad" (p. 84); de hacerlo así, uno "será capaz de
reconciliarse consigo mismo y seguir adelante". (ibid.) La gente llega a la
consultoría filosófica después de haberse estrellado con el problema, esto
es, después de haberlo analizado y de haberse quedado enredada en las distintas
opciones de respuesta. Lo que el terapeuta o asesor filosófico, como prefiere
Marinoff, se ofrece a dar, no es la solución, sino un modo de ver el problema
que ayude al sujeto a salir del bloqueo en que se encuentra. Y lo característico
de esta terapia es que el sujeto se cura a sí mismo en virtud de su misma
fuerza raciocinante, gracias a su anhelo racional. La luz que se le abre al
paciente es la de una forma racional de ver el asunto que antes no había
alcanzado porque no se le había pasado por la cabeza. Es como si el paciente, a
punto de acabar un rompecabezas, se diera cuenta entonces de que hay en él un
hueco clamoroso, pero no dispone de más piezas. Todo lo ha dispuesto para la
solución, pero ésta no llega. Entonces actúa el asesor filosófico dándole
las pautas para reordenar de otro modo sus fichas, de manera que el rompecabezas
se complete. El problema consistía en creer que faltaba una pieza, por el hecho
de seguir unas pautas racionales comunes que aquí no han servido. Cuando el
asesor filosófico le enseña que hay otro modo de componer las figuras, el
paciente no suele tardar mucho tiempo en reordenar su rompecabezas y encontrar
una solución. Es su propio anhelo por encontrar solución lo que le saca del
pozo donde está sumido. Lo característico del asesor filosófico es que
recurre al corpus de la filosofía de todos los tiempos -incluida la oriental-
para entresacar un modo de ver las cosas que pueda resultarle útil al paciente.
El tipo de filosofía que recomiende variará con la personalidad del paciente y
la naturaleza del problema planteado.
Toda gran filosofía nos saca de los cauces
ordinarios de entender las cosas, aquellos que acaban por no servirnos de nada.
El asesor filosófico es esa persona que -aparte de otras cualidades- posee un
conocimiento de la tradición filosófica más profundo que el resto de la
sociedad, merced al cual puede orientar a otras personas en esa deconstrucción
y reconstrucción terapéuticas de la razón. De esta forma colabora en la
ilustración general de la sociedad. Llegará un día, piensa sin duda Marinoff,
en que su figura sea imprescindible, un día en que a todos les parezca
sumamente extraña, incomprensible y prácticamente bárbara aquella afirmación
de que "la filosofía no sirve para nada", y esa otra de que "su
inutilidad es su grandeza". Llegará un día en que la gente no sólo no
olvidará la filosofía que estudió en bachillerato, sino que realizará
cursillos de fin de semana y másters sobre filosofía para cultivo de su propio
espíritu, como terapia imprescindible y como enriquecimiento personal.
Ya estoy oyendo las innumerables réplicas a esta
postura. Por un lado, de parte de las instituciones terapéuticas consagradas
socialmente: no están demasiado lejos aún los días en que la psicología
consiguió imponerse como institución social. Por otro lado, de parte de los
filósofos. Y, por otro, de parte de la misma comprensión que una sociedad
tiene de sí misma (me refiero aquí sobre todo a la Europa mediterránea): en
efecto, todo el mundo tiene problemas, pero cada uno se los soluciona por sí
mismo como puede, pareciéndonos infantil tener que recurrir a un "hermano
mayor" si no es por enfermedades psicológicas graves y reconocidas.
Nuestros mismos sistemas sanitarios excluyen el pago de semejantes tratamientos,
en lo que son un reflejo de la opinión más extendida. No es así, desde luego,
la sociedad norteamericana. Para ella, las cosas deben funcionar y, si no
funcionan, es toda ella la que debe intentar solucionarlo. Los problemas
personales, derivados de la indefensión y aislamiento de la conciencia
individual en que la Reforma situó al individuo, llevan por fortuna a un
intento de solución colectiva, algo que normalmente no ocurrió en Europa,
sobre todo en los países donde la Reforma no llegó a cuajar. Basta echar una
ojeada al directorio de asesorías filosóficas que incluye el libro para
advertir que este movimiento terapéutico surgió en Alemania y se ha implantado
sobre todo en países reformados: Holanda, Noruega, Reino Unido (aunque también
Francia, Israel, Turquía), aparte de Estados Unidos y Canadá.
Por el lado de la filosofía, el principal obstáculo
proviene del modo en que Marinoff trata la tradición recibida. El autor parece
contar con un recetario compuesto de fragmentos filosóficos, como si hacer
justicia a la filosofía fuera recoger de aquí y de allá todo lo que nos
parezca interesante y guardarlo en la recámara para usarlo en el momento
oportuno. Él replicaría, sin duda, que no se trata de hacer justicia a la
filosofía, sino de utilizarla. Su objetivo es práctico. Y para utilizarla en
el sentido terapéutico que pretende, lo que hace falta es que el sujeto la
entienda y la pueda aplicar a su caso concreto. Se trata siempre -no conviene
olvidarlo- de una filosofía aplicada, del mismo modo, nos dice, que hay matemáticas
o física pura y aplicadas, ambas con un status reconocido, en las
universidades.
Pero la filosofía, oiremos, no ha abdicado y no
está dispuesta a convertirse en un manual de supervivencia altocapitalista. No
está dispuesta a aceptar el chantaje de que de hecho hay problemas prácticos
que es necesario solucionar y que por tanto lo primero es solucionarlos. Que lo
primero es construir individuos espiritualmente sanos. Que lo primero es que las
cosas funcionen. Funcionen ¿para quién o qué? ¡Para el individuo! -se nos
dirá-. ¿Y a esto ha quedado reducida la filosofía? ¿A un lubricante
inyectado en el engranaje social para que las cosas funcionen? ¡No! se nos
dice. ¡No comprendéis! Es algo mucho más práctico e inmediato que todo eso.
Se trata de que el individuo pueda solucionar sus problemas, algo que redundará
en beneficio de todos. Seamos sinceros: ¿de qué sirve el legado filosófico si
no es para utilizarlo constantemente? El sentido heroico de la filosofía, fruto
de la excelencia de espíritu, del afán de lucidez y superación, y de una
amplia clase media acomodada, ha cedido su lugar a los problemas e
insatisfacciones de la vida cotidiana. Por lejos que hubiéramos llegado, aun
arrastrándonos a los pies de la cabaña de Wittgenstein en Noruega o a la choza
del pensador de la Selva Negra, o quizá entre los pedruscos del Sinaí o las
pagodas de Benarés, todo se hubiera vuelto al final un problema cotidiano. La
filosofía, pues, ha aterrizado definitivamente. Ya no hay motivo para retirarse
de Éfeso, como Heráclito, o para huir de la pólis como Empédocles, y los
intentos de la fenomenología de Husserl y la filosofía de la existencia de
Heidegger por echar pie a tierra y que la filosofía se sitúe por fin en el
suelo de lo humano -qué lejos estamos de Hegel- han quedado atrás. No es
posible ya pontificar sobre lo humano. Esta idea, que es la raíz más
profunda de la Ilustración, implica que la filosofía se tiene que desarrollar
en dos frentes: por el lado puro, en los cafés filosóficos; por el lado
aplicado, en las asesorías filosóficas. No se trata, por tanto, de que
Marinoff haga de la filosofía un superpegamento que con una gota todo lo pega
en diez segundos para que siga funcionando como antes. No se trata de que
degrade una sacrosanta tradición cultural, más aún, la columna vertebral de
la misma, para que agache la cerviz ante el capitalismo y se ponga a su
servicio. No se trata de que por mucho que diga lo que hace es curar individuos
para que vuelvan a integrarse en el sistema de producción, prestándole unos
grandes servicios al capitalismo postmoderno, donde el hombre-USA sufre menos
material que psicológicamente y por tanto las terapias no son un capricho, sino
un elemento esencial del tablero de juego. (Cf. Boltanski y Chiapello, El
nuevo espíritu del capitalismo, Akal, Madrid 2002). Se trata de que, aunque
sea así, Marinoff también tiene razón. Cualquiera que lea la sección
dedicada a los cafés filosóficos y al diálogo socrático propuesto por
Leonard Nelson y explicado por nuestro autor, pensará "¡Si Sócrates
levantara la cabeza!". Pues bien: no tienen razón ni aunque la tengan. Es
cierto que, por ejemplo, resulta ridículo pensar en "el hecho de que un
grupo de reflexión, integrado por individuos normales y corrientes, pueda
formular una definición de la esperanza de categoría mundial durante un solo
fin de semana" (p. 437). Parece esto más bien burda propaganda. Sin
embargo, obsérvese cómo enfoca el tema de "los cafés filosóficos":
"Si a usted le basta con la cultura sensacionalista (bustos parlantes en
televisión, películas superficiales, libros inmediatos, vidas desechables)
tiene preparada una dieta para no pensar, lista para su consumo diario. Pero si
busca algo más, tiene que investigar mucho más a fondo. En el mundo de
nuestros 57-canales-y-ninguno-bueno, esa búsqueda de algo mejor está
desembocando, cada vez más, en los grupos de discusión filosófica
informal." (p. 422-3) Lo que se está señalando aquí es el futuro: la
vocación filosófica de todo ser humano aumenta en nuestras sociedades y busca
nuevos cauces que no van a dejar intacta a la filosofía, todo lo contrario.
Pero tampoco van a dejar intacta a la sociedad, en contra de una crítica
demasiado radical y abstracta al proceder de Marinoff como mero engrasador del
capitalismo. Pues préstese atención a los temas de sus cafés filosóficos
(esas reuniones de quien quiera para discutir un tema sin emplear citas ni
argumentos de autoridad): "Escogemos temas como la raza, el sexo, la
justicia, la religión, la libertad, el dinero, las drogas, la educación y
otros, que son cada vez más difíciles, si no imposibles, de examinar de forma
abierta y sincera en una sociedad cada vez más políticamente correcta".
(p. 426) Es decir, que los cafés filosóficos tienen un potencial subversivo
comparable a los salones dieciochescos: son las cocinas donde se hornea la nueva
mentalidad ilustrada. Se sustituye la opinión pública cocinada por los medios
de comunicación de masas por una opinión pública elaborada artesanalmente
entre los que participan en el café. Se goza de una libertad ajena a toda
servidumbre política, académica o confesional. Se va allí a hablar sobre un
tema, "eso" es todo. No es que los periódicos o las televisiones, las
universidades y los institutos de investigación, los foros de discusión política
y las instituciones políticas y religiosas, etc. no sirvan, sino que la vida se
escapa a borbotones por sus entresijos, y acaban por momificar todo lo que
tocan. Necesitamos de todos esos dispositivos sociales (aunque yo exceptuaría
la religión), pero al café vamos liberados de todo ello, aligerados de peso.
Ese es el ambiente de la filosofía que, como todos sabíamos mientras la estudiábamos
en la Facultad, se desarrollaba mucho más en el bar que en las aulas. (Sin las
aulas hubiéramos sido burros parlanchines, pero sin el bar hubiéramos sido
simplemente burros). Y ese sigue siendo el ambiente de la filosofía hoy, y quizá
también lo fue en el París medieval, la Viena imperial, la Jena romántica y
la Atenas clásica. Sugiero al lector, pues, que sepa ver detrás de todos los
defectos de la obra de Marinoff (de su tono propagandístico, de sus
simplificaciones casi escandalosas, de su moralina puritana y de su eclecticismo
filosófico irresponsable hacia la cuestión de la verdad), que sepa ver detrás
de todo ello, digo, el planteamiento de una cuestión palpitante acerca del
sentido de la filosofía y de sus cauces futuros.
Luis F. Castañeda
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