A
veces pensamos que para vivir en el mundo real adecuadamente, sólo
es necesaria la razón, la capacidad de observar el mundo, analizarlo
y obtener explicaciones lógicas y elaboradas de las cosas, que las
emociones no nos ayudan a vivir fácilmente en este mundo, que nos
complican las cosas, que nos entorpecen.
Otras
tantas veces sentimos que las emociones son lo único que importa,
que debemos tenerlas en cuenta por encima de todo, y no prestar
atención a lo que nos indica nuestra razón, como cuando nos
enamoramos.
Quizás
estamos llevados a pensar y sentir así por la educación que hemos
recibido, o por las estructuras y mecanismos sociales en los que
estamos inmersos ya desde que nacemos. En todo caso parece cierto que
tendemos a ensalzar nuestra capacidad de raciocinio y a rechazar las
emociones las más de las veces. Su expresión está muchas veces mal
vista, su verbalización nos incomoda, y no acertamos a analizarlas
de forma cotidiana y con soltura, incluso muchas veces nos afanamos
en negarlas u ocultarlas, otras veces ni siquiera las podemos
reconocer como propias.
Nacemos en una realidad en la que no podemos vivir si no la dotamos
de sentido, para vivir en este mundo necesitamos representárnoslo,
para poder analizarlo y entenderlo; y sentimos que esto lo hacemos
sólo gracias a nuestra razón, a nuestra capacidad de entendimiento.
Si esto fuese así, ¿para qué sentir? Por otro lado, si atendemos a
la mayor parte de nuestras verbalizaciones, podemos ver que se
repiten con asombrosa frecuencia términos tales como “pienso
que...”, “creo que...” que de forma lógica y a simple vista,
parecen apelar a actos de nuestra razón, pero que esconden, las más
de las veces, lo que en realidad sentimos, y no lo que pensamos. ¿qué
está pasando aquí?
Pues bien, Kant decía que “el entendimiento no puede intuir nada,
y los sentidos no pueden pensar nada. Sólo de su unión puede
originarse conocimiento”. Debemos aprender a escuchar lo que
sentimos, pues es un indicativo claro de lo que nos está pasando, y
también a vigilar lo que pensamos.
En este mundo, utilizando el pensamiento y la emoción, comenzamos a
formarnos creencias diversas sobre nosotros mismos, sobre los demás
y sobre la realidad en la que vivimos. Estas creencias no son más
que representaciones que nos construimos para explicar nuestra
realidad. Según mostraba Epicteto, estas representaciones pueden ser
juicios correctos, lógicos, racionales y operativos (como “el sol
sale por el este y se pone por el oeste”, o “dos más dos son
cuatro”), o bien juicios incorrectos, errados, puras opiniones
irracionales y sin justificación lógica (como “mis amigos no me
quieren” o “me lo ha hecho a posta”) Dichos juicios, correctos
o no, nos llevan mediante impulsos a actuar, a hacer, decir,
movernos, cambiar, huir, acercarnos, decidir...
Muy al contrario de lo que pudiera pensarse, nuestras emociones y
sentimientos no llegan después de todo este proceso de
representación ni como resultado de nuestras acciones o de las de
los demás, sino que ya estaban ahí casi desde el comienzo.
Cualquier representación que nos hagamos del mundo trae consigo una
emoción, seamos o no conscientes de ella. Y es ésta emoción, junto
con nuestros juicios, la que nos permite actuar de una manera o de
otra.
Las creencias o representaciones que nos formamos del mundo son ya
unas “gafas” que elegimos ponernos. Sí, elegimos (somos libres
de hacerlo), porque podríamos haber elegido otras: quizás las de
color gris, porque es más fácil cargarle las responsabilidades a
otros; o las rosas, porque es más fácil pensar que siempre se da lo
mejor; o las que tienen un cristal con aumento, porque deseo ver
hasta los más mínimos detalles. Esta elección cambia la visión de
nuestro mundo entero. Estas gafas o representaciones, traen consigo
una emoción siempre ligada, emoción que también elijo (porque soy
libre), sea consciente de ello o no.
Esto es, la razón y la emoción, como decía Kant, vienen juntas, y
esta unión es la que nos permite interpretar el mundo para vivir en
él, y no sólo la razón. No podemos cambiar el mundo, pero sí que
podemos cambiar nuestra interpretación sobre el mundo, como
explicaba Epicteto en su Manual.
De esta manera, es fácil concluir que no debemos desechar la razón
y de la misma manera, que tampoco debemos desechar las emociones
sino, más bien, atenderlas. Puesto que ambas parecen ser
herramientas humanas imprescindibles, deberíamos aprender a
utilizarlas mejor en conjunción. Es importante saber que cuando mis
emociones son negativas, las más de las veces pueden ser un claro
indicio de que algo falla en dicha unión, una alerta, un semáforo
en ámbar que nos indica precaución, que intenta mostrarnos que hay
por algún lado un juicio a revisar, un razonamiento al que hay que
prestarle atención también.
Atender a nuestras emociones nos permite
ajustarnos a la realidad una y otra vez, corrigiendo nuestras
representaciones para que se ajusten más convenientemente y sin
tanto esfuerzo a la realidad. Sólo si escogemos ser valientes en el
acto de búsqueda de nuevas interpretaciones más ajustadas,
estaremos haciendo un uso más responsable de nuestra libertad.
Por ejemplo, somos libres para levantarnos de la cama cada día
pensando que los demás son nuestros enemigos o que la vida no merece
la pena de ser vivida; pero también somos libres, además de
responsables con nuestra vida, si elegimos levantarnos de la cama
cada día pensando y sintiendo que los demás tienen tantos problemas
de ajuste entre razón y emoción a resolver como nosotros.
Muchas veces pensamos, cuando algo en el mundo exterior no nos gusta
o nos incomoda, que debemos actuar directamente sobre ello, que
debemos intervenir y cambiarlo, sin embargo una manera fructífera,
directa y divertida de cambiar el entorno, pasa por cambiarse primero
uno. Cuando cambiamos aquello que no nos gusta de nosotros mismos,
creamos en nuestra realidad nuevas formas, nuevas relaciones, nuevas
actitudes, nuevas ideas... y todo esto hace que vaya cambiando
nuestro entorno de forma natural.
“No son las cosas las que nos disturban, sino nuestro juicio sobre
las cosas” nos decía Epicteto, y añadía: “Somos libres para
intervenir en el ámbito de nuestras representaciones”. Como se
puede ver, la responsabilidad y la libertad están presentes
constantemente, también en lo relativo a nuestros juicios y
emociones.