¿Por
qué escogí este título, que, aparentemente, nos hace volver a tiempos
oscurantistas: los tiempos oscuros de la Inquisición, donde se quemaba a
personas y obras? Ello no sin antes haber intentado que el poseído
confiese una verdad que él mismo ignoraba: el diablo estaba dentro de
él.
Comenzaré
señalando hasta qué punto las imágenes de demonios, de brujas y de
posesiones son corrientes no solo en la clínica sino también en la
teoría psicoanalítica. Una tesis sobre Freud y el diablo, llevada a
su conclusión por una de mis alumnas, mostraba recientemente hasta qué
punto esas imagos son coextensivas al pensamiento freudiano y a
su evolución. Seguramente una visión racionalista, emparentada a la
llamada filosofía de las «Luces», es otro aspecto del pensamiento de
Freud: ahí donde la razón se hace luz, los demonios nocturnos
desaparecen por siempre: Afflavit et disipati sunt.
Pero en Freud no es menos fuerte el entusiasmo indefectible por
el diablo, rebelde a cualquier intento de reducirlo a una ilusión.
Hasta el punto que la propia metapsicología, el aspecto más teórico de
la obra, es a veces comparada con una bruja. También les recuerdo el
espléndido homenaje fúnebre a Charcot. Ahí Freud muestra que el
descubrimiento psicoanalítico estaba cerca a partir del momento en que
las histéricas comenzaron a tomarse en serio. Esa histérica que llora
debe tener razón. Incluso cuando dice ignorar por qué llora. Había que
suponer, pues, un clivaje de su conciencia. Pero, ¿cómo aceptar esa cosa
extraña de saber sin saber? ¿Qué modelo encontrarle al clivaje?
Bastaría con recordar, dice Freud, que durante siglos o milenios la
humanidad le daba plenamente su lugar a esa división y a ese sufrimiento
con el nombre de posesión. Charcot más los exorcistas, y todo el
psicoanálisis ya está en su sitio [est déjà en place].
Llevado
a este punto, el diablo deviene casi un concepto, o un pre-concepto.
Como la histérica, también el poseído y el exorcista deben tener en
cierto modo razón. Y, evidentemente, es la alteridad absoluta del
inconciente, su extrañeza, lo que otorga una base a la idea de posesión,
cuya forma apenas un poco más moderna será aquélla del «cuerpo extraño
interno». En este fantasma de posesión –que es un avatar del fantasma de
seducción-, Freud mismo no rechaza ocupar todos los lugares: el del
exorcista, el del poseído, pero también el del diablo intrusivo.
La
técnica del juego: Melanie Klein no la inaugura en absoluto, pero la
hace avanzar hasta su punto máximo, hasta su sistematización. Para ella
el juego es un equivalente de pleno derecho de las asociaciones libres.
La objeción de Ana Freud parece resaltar la evidencia: el juego del niño
tiene una función y hasta más de una. Tiene un rol manifiesto en el
desarrollo, en el progreso en la relación con el mundo, en el dominio de
los afectos, etc. Ver ahí algo puramente simbólico, el equivalente de
un discurso, sería un abuso injustificable. Quisiera hacer sentir hasta
qué punto esta cuestión va más allá de un puro problema de técnica.
La esencia de la respuesta de Melanie Klein
(que despejo más claramente de lo que lo hizo ella misma) es que el
juego en el análisis pasa a ser otra cosa que el juego observado
objetivamente; se convierte en el equivalente de un discurso.
Como el discurso del analizando, se presta a movimientos de
interpretación, de confirmación, de simbolización: en el análisis, el
juego pasa a dirigirse al analista.
Aquí añadiré una conclusión según mis
términos personales: es necesario reconocer el corte entre lo que pasa
en el análisis y lo que queda fuera; es lo que nosotros llamamos la
constitución de la «cubeta», que solo puede producirse por exclusión de
lo adaptativo, de lo funcional (invocado por A. Freud). El juego, dirían
los lacanianos, es un lenguaje. Pero podemos dar vuelta a su argumento,
que entonces no sería decisivo: no todo lenguaje tiene lugar en el
contexto de la transferencia, no todo lenguaje es un lenguaje según el
amor y el odio. De modo que hace falta establecer, en el seno
del propio lenguaje, el mismo corte que en el juego. Sea como fuere,
notemos esa poca fe en el análisis por parte de Ana Freud: ella no cree
en la especificidad de la situación analítica, capaz de poner de cabeza
tanto al juego como al lenguaje.
Nuestro segundo punto es la objeción
educativa: Ana Freud está aterrada por el peligro de liberar las
pulsiones. Se trata de una concepción muy mecanisista: las pulsiones se
situarían del lado puramente biológico, las defensas y el superyo
únicamente del lado social. Melanie Klein responde, en primer lugar, que
ella nunca ha constatado una tal liberación de la maldad de las
pulsiones, y ello a pesar de una técnica absolutamente no educativa. En
cuanto al fondo de la cuestión, hace intervenir la noción de superyo
precoz. El superyo, afirma, es una copia bastante pobre de las
prohibiciones parentales. Su severidad puede ser contraria a la
permisividad parental. Se trata de un punto que el propio Freud se ve
obligado a aceptar en El malestar en la cultura.
Si
ello es así, lo que se impone es una concepción mucho más dialéctica.
No encontramos ahí, en un enfrentamiento absoluto, a lo pulsional y a lo
educativo, al puro deseo y la pura ley. Las prohibiciones más feroces
encuentran sus raíces en el ello. En el sadismo del ello. Pensar
únicamente en términos de educación es olvidar que existe el riesgo de
construir las prohibiciones sobre raíces pulsionales que uno se niega a
analizar. Esto va a aclararse aún mejor con el tercer punto de
discusión: la transferencia y su posibilidad.
La objeción de Ana Freud es a la vez
hiperclásica –en cierto modo irrefutable- y completamente fuera de
lugar. Su referencia es el análisis de adultos: ahí hace tiempo que los
padres quedaron atrás; el Edipo está superado, como se dice, de él solo
queda el recuerdo. La transferencia sería una repetición de esa
situación antigua. De manera que la concepción del proceso analítico es
simple: lo esencial es desilusionar al adulto. «Usted se engaña porque
me considera como su padre (o madre). Ello es anacrónico». Ahora bien,
Ana Freud nos recuerda que, en el niño, la relación con los padres aún
está ahí, es contemporánea. De donde se desprende esta doble objeción:
la transferencia es imposible; pero si por excepción fuera posible,
sería una substitución efectiva, un verdadero robo del niño.
¿Cómo responde Melanie Klein? En primer lugar
aporta una respuesta cronológica, genética, que no llega al fondo de la
cuestión: cuando acepto en tratamiento a niños de dos años y medio o
tres años –nos dice- lo esencial de su inconciente está ya constituido,
esa etapa ha quedado atrás. Aquello no va al fondo de la cuestión porque
tan solo se corre en el tiempo el supuesto proceso del análisis de
adultos: arcaísmo y desilusión.
Lo esencial de la respuesta de M.
Klein, tal como yo la interpreto, está absolutamente en otra parte: se
trata de la afirmación del mundo interno, de las imagos
primitivas. Esas imagos no son el recuerdo de experiencias reales más
antiguas; son el sedimento introyectado de esas experiencias, pero
modificado por ese mismo proceso de introyección. «En ningún caso
debemos identificar a los verdaderos objetos con aquéllos que los niños
introyectan». Existe entre ambos un «contraste grotesco». Así, diremos
nosotros, la introyección es fundación de un mundo interior, un proceso
que no tiene nada que ver con una memorización. Vemos por qué la
respuesta cronológica era insuficiente.
El problema esencial de la transferencia no
se resume, pues, en una relación pasado/presente; se trata de la
relación entre ese mundo interno y los nuevos vínculos que se instauran.
En ese sentido, no hay que temer decir que la relación con los padres
reales es ella misma una transferencia. Esa es la única forma de
entender y de justificar el análisis de Hans: que Freud haya confiado el
rol de analista al propio padre supone, en efecto, que una
transferencia sobre el padre era posible.
Nuestra conclusión respecto a esta evolución del análisis de niños será, pues, doble: afirmación del mundo interno
–poblado de demonios- que para nada es una copia mnésica de un mundo
real anterior, aún si toma prestadas sus representaciones de ese mundo
anterior. Y afirmación de que el análisis reitera , tanto en el niño como en el adulto, ese corte entre el mundo adaptativo y aquél regido por el amor y el odio.
Segundo trueno : se trata del gran
descubrimiento inaugural, a la vez clínico y teórico, resumido al
comienzo del famoso artículo de 1934, «Contribución a la psicogénesis de
los estados maniaco-depresivos»:
«En mis escritos anteriores di cuenta de una
fase de sadismo extremo, por la que pasan los niños en el transcurso de
su primer año. Durante los primeros meses de su existencia, el lactante
dirige sus tendencias sádicas no solo contra el pecho sino también
contra el interior del cuerpo de su madre; desea vaciarlo, devorar su
contenido, destruirlo por todos los medios que el sadismo le ofrece»
.
¿Qué es lo nuevo? ¿Cuál es el descubrimiento?
¡Cuidado! Tal vez ni la propia Klein ni los kleinianos sean los mejor
ubicados para juzgarlo, para interpretar ese descubrimiento.
Después de todo, podría decirse , es Freud quien descubrió la pulsión de muerte. Observación banal: él añadió
la pulsión de muerte a la sexualidad, y es Melanie Klein quien otorgó
toda su importancia a ese nuevo desarrollo. Observación puramente
exterior: el análisis progresaría por añadidos sucesivos a medida que se
van explorando nuevos campos. Una tal concepción acumulativa ni
siquiera es verdadera para las ciencias de la naturaleza. El movimiento
científico es siempre profundización y, en psicoanálisis, esa
profundización no ocurre sin un retorno incesante a la exigencia
originaria.
La pulsión de muerte de Freud y el sadismo
infantil de Klein se encuentran en el nivel de la exigencia originaria,
aunque tal vez no en la forma en que uno y otro creían. Porque, en mi
opinión, la pulsión de muerte no es un añadido a la teoría de la
sexualidad, sino su profundización. Y, del mismo modo, la exploración
kleiniana del sadismo es la profundización, la renovación del
descubrimiento originario, aquél de los Tres ensayos. Hay que
señalar que el sadismo es colocado por Klein en el origen, antes que el
amor, exactamente como la sexualidad es colocada por Freud en el origen,
antes que el amor de objeto. Los dos descubrimientos se escuchan del
mismo modo: como escandalosos, controvertidos, ineluctables. En ambos
casos se trata de algo violentamente negado, combatido por los adultos;
es casi la única definición freudiana de la sexualidad infantil: lo que
los adultos se niegan a ver con todas sus fuerzas. Y en efecto, se trata
de algo poco visible mediante la observación objetiva. La sexualidad
infantil es inferida, por Freud, sobre todo a partir del análisis de
adultos. Se dirá que Melanie Klein se acerca más a los niños. Sea. Pero,
exactamente como Freud, ella infiere a partir de los
pacientes que analiza (niños de 3 a 5 años) unas conclusiones sobre el
primer año. Poco importa que el intervalo cronológico se acorte: lo
esencial no es el giro hacia el pasado… sino hacia lo originario.
Vayamos más lejos: ese doble «descubrimiento» contradice
parcialmente la observación directa. Salvo en casos patológicos, ni la
sexualidad infantil de Freud ni el sadismo originario de Klein son
fenómenos patentes, o en todo caso constantes, del comportamiento del
lactante. Son más bien fenómenos esporádicos, puntuales, lo que no
disminuye en nada su importancia. Recordemos el horrible cuadro de
destrucción, guerra, tortura, corrosión y explosión que Melanie Klein
nos traza en el análisis de Richard. Es absolutamente ilusorio pretender
que ese cuadro, encontrado en el análisis de un niño de diez años, es
la copia real , mnésica, de lo que ocurrió en su vida cuando
tenía uno o dos años. Sin insistir en esta discordancia entre el
lactante observado y el mundo interior reencontrado por el análisis,
notemos que la propia Klein supo verlo bien. Su artículo «Observando el
comportamiento del lactante» propone una descripción muy diferente: un
lactante más tranquilo, más risueño, a veces temporalmente rabioso. Pero
no se trata del lactante «reencontrado» en el análisis, víctima
constante de la más violenta lucha interna.
Detengámonos un instante. Parece como si quisiera destruir a
Melanie Klein resaltando sus contradicciones. Pero mi meta es muy
diferente: Mostrar, más allá de esas contradicciones, dónde coinciden
las exigencias de Freud y de Klein, cómo se profundizan una a la otra.
Esta exigencia es el reconocimiento del mundo inconciente, que es algo
absolutamente distinto que el calco olvidado de nuestra infancia. Es el
reconocimiento de la verdad de la pulsión, más allá de las asimilaciones
biologizantes que harían de ella una variación del instinto y de los
comportamientos adaptativos (aún cuando éstos son parcelarios,
insuficientes, deficientes). La verdad de la pulsión, su constitución,
tal como yo la veo, es inseparable de lo que llamo el tiempo «auto-»: el
vuelco sobre sí, que es al mismo tiempo la constitución del objeto
atacante interno.
Pensemos en los primeros descubrimientos de Freud sobre la
sexualidad: ella es inseparable de la noción de cuerpo extraño interno,
excitante desde el interior, «desencadenado» ( entbunder ) en
el interior. Ese cuerpo extraño interno es lo que se deposita en el
momento en que se pierde el objeto de la autoconservación. Pensemos en
la teoría freudiana de la pulsión de muerte: también se trata de la
prioridad del tiempo auto, tiempo de la autodestrucción o del masoquismo
originario. Pensemos, en fin, en el mundo interior de Melanie Klein:
también se trata de esa misma introyección del objeto perdido, en forma
de objeto atacante, de perseguidor interno. Para Melanie Klein, al menos
al comienzo de la vida psíquica, no existe simbolización de la
ausencia. La ausencia del objeto de la satisfacción deposita en el
sujeto a su doble clivado, atacante, malo. Cada vez que se aleja el
objeto tranquilizador, lo que se interioriza es el objeto excitante.
Seguramente se me objetará esto: hace falta cierta
temeridad para similar el objeto de la pulsión sexual al objeto
mortífero de Melanie Klein. Sería muy largo justificar aquí mi postura.
Pero lo cierto es que el carácter demoníaco, atacante, desestructurante
de la sexualidad, es justo lo que encontramos en los orígenes del
pensamiento freudiano. Ese aspecto escandaloso de la sexualidad es el
que tiende a ocultarse sin cesar en la evolución del pensamiento
psicoanalítico. De ahí sus resurgimientos cada vez más explícitos: la
pulsión de muerte, que para mí debe ser llamada «pulsión sexual de
muerte», y los objetos internos mortíferos de Klein.
Llegamos ahora a lo que podemos llamar el sistema
kleiniano. Porque sin duda hay un sistema que funciona por juego de
pares opuestos, permitiendo todas las mecánicas y todos los
estereotipos. Esas dicotomías son las del interior y el exterior, la
introyección y la proyección, lo bueno y lo malo, lo total y lo parcial,
lo depresivo y lo paranoide y, finalmente, la del amor y el odio. Los
adeptos corren el riesgo de utilizarlas mecánicamente, como las piezas
de esos juegos de construcción donde, con ayuda de un mínimo de
elementos emparejados, de oposiciones binarias, se trataría de
reconstruir el mundo. Aquí encontramos la tentación constructivista de
los kleinianos, que nunca es otra cosa que una expresión del hegemonismo
psicoanalítico. Una vez más, se trata de convertir al psicoanálisis en
una psicología universal. Sin embargo, lo cierto es que esos pares de
opuestos son mucho más interesantes que el uso dogmático que puede
hacerse de ellos. Es necesario interpretarlos, hacerlos trabajar,
mostrar que tras su carácter mecánico se juega una dialéctica.
Tomemos el par interiorización-proyección , tan a
menudo utilizado de manera no reflexiva. Nuestra primera interrogación
sería: cómo podemos pensarlo sin plantear previamente esta cuestión:
¿interior y exterior de qué?, ¿del organismo?, ¿del yo? Se plantea todo
el problema de la constitución del yo como cerco, como límite. Es decir
–luego volveremos a esto- que el juego paranoide de la
introyección y la proyección solo puede ser correlativo de cierta
constitución de una totalidad, o sea de un elemento esencial de la
posición depresiva .
Pero, sobre todo, debería cuestionarse fundamentalmente la
aparente simetría, el juego de ping-pong incesante en el que se ve
capturada esta oposición en Klein: la proyección es siempre seguida por
una introyección, y ello hasta el infinito. Lacan tuvo el mérito de
plantear la objeción así: ¿no hay una asimetría absoluta entre lo que
llamamos introyectar –poner dentro- y la proyección? La idea del cuerpo
extraño interno, presente en Freud desde el inicio, nos lleva a
privilegiar la introyección como proceso constitutivo fundamental. La
introyección debe entenderse a la luz del proceso que nosotros
describimos como traumatismo en dos tiempos o como seducción originaria.
La introyección originaria no es la represión sino su primer tiempo. Es
la introducción de significantes enigmáticos que, en un
segundo tiempo, la represión aislará. Digo «significantes enigmáticos»
para mostrar que el universo de significantes inconcientes de ningún
modo es transmitido al niño «como un lenguaje».
Hemos hablado de la introyección, a propósito del análisis
de niños, para indicar su carácter fundador en la constitución del mundo
interno, pero también de la pulsión misma. La introyección es
algo muy distinto de un mecanismo de defensa, incluso si
secundariamente puede aparecer como mecanismo de defensa y, entonces sí,
entrar en una cierta simetría con la proyección.
Ahora examinemos la oposición «bueno»-«malo» que, de todas,
es tal vez la menos elaborada por Klein. Sin duda los términos están
entre comillas, pero lo que no se cuestiona es una cierta normatividad.
Lo bueno debe triunfar sobre lo malo. Ahora bien, antes de enunciar así
la meta de la cura, es necesario preguntarse si «bueno» y «malo» no
implican un punto de vista unilateral. Melanie Klein nos dice que es
«bueno» lo que lleva a la síntesis y que es «malo» lo que divide, lo que
dispersa. Ahora bien, un punto de vista como ése no puede ser sino el
de un organismo de síntesis, es decir, el del propio «yo». Inversamente,
lo que es malo para el yo, en definitiva, no puede ser otra cosa que la
pulsión; la pulsión que, por definición, pone en peligro el equilibrio
homeostático del yo.
Cotejemos un instante esta oposición «bueno»-«malo» con el
problema de la «neutralidad benévola». ¿A qué bien apuntamos con la
benevolencia analítica?, ¿buscamos únicamente el bien del yo? Sería
indispensable, también aquí, un mínimo de pensamiento dialéctico para
mostrar que «bueno» y «malo» no son simplemente los productos de un splitting
absoluto, sino que también viran, el uno en el otro, según la posición
del sujeto y su adherencia más o menos marcada a los objetivos del yo.
En una comprensión no reflexiva del kleinismo, la pareja total-parcial
puede, a su vez, servir a una perspectiva puramente constructivista.
Así ocurre cuando lo total y lo parcial son referidos únicamente a la
oposición del cuerpo como totalidad frente a las partes del cuerpo. A
partir de ahí se presenta como natural la idea de que lo total debe
construirse a partir de lo parcial; una idea que, por lo demás, sería
rechazada por cualquier psicología genética que esté fundada en la
observación. Pero debemos ahondar en la cuestión: ¿no hay, también aquí,
una profunda asimetría? La parte no es la parte del todo: ella
corresponde a un registro distinto. Se trata de un elemento -casi
siempre metonímico – tomado como signo, como indicio. Pero nada impide
que un cuerpo, en su conjunto, pueda también él ser tomado como índice. E
inversamente, una parte puede ser tomada como objeto total. Es lo que
Klein supo ver bien al plantear que el pecho bueno, en tanto que bueno ,
es un objeto total; de tal suerte que el sentimiento hacia él puede ser
de culpabilidad, el mismo que hacia la persona total de la madre.
Me queda poco tiempo para hablar de la última pareja de opuestos: paranoide-depresivo , pero señalaré que es, ciertamente, la pareja más fecunda en Klein. Fecunda por la idea de posición ,
que supera explícitamente cualquier reducción en términos de
cronología. Fecunda por la complejidad de los elementos en juego, puesto
que todas las parejas precedentes se reencuentran ahí. Fecunda porque
Klein nunca dejó de poner en duda la oposición esquemática de lo
paranoide y lo depresivo, para hacer trabajar a uno por relación al
otro. Cada vez más, las dos posiciones aparecen como correlativas. A fin
de cuentas la fase paranoide, el ataque por parte de lo parcial y lo
malo, solo se concibe por relación a una totalidad –más o menos lograda-
que recibe y contiene el ataque. Inversamente, la angustia puramente
depresiva, aquélla de la pérdida del objeto, nunca se define como puro
vacío, como pura pérdida. No existe simbolización de la ausencia que no
tenga que enfrentar primero el retorno del objeto en forma de objeto
malo. Así, como llega a decirlo Melanie Klein, la oposición de las
angustias paranoide y depresiva termina siendo solo un concepto límite.
Desde el punto de vista de su proceso, toda angustia es a la vez
paranoide y depresiva. Sin embargo, habría que ir más lejos para mostrar
que lo que las diferencia es el problema de la constitución o, más
exactamente, del anclaje del sujeto . Anclaje relativo que
caracteriza la fase depresiva y que, solo de forma paradójica, le
permite tomar en cuenta la supervivencia del objeto. Anclaje que sólo se
concibe como correlato del proceso de represión y de constitución del
inconciente.
¿Debemos, pues, quemar a Melanie Klein? Vuelvo a
mi pregunta del comienzo. ¿Debemos incluso enterrarla para no verla
volver una vez más, de manera incontrolable, como objeto malo?
Recordaré, de paso, lo que Hegel describe como una lucha a
muerte de conciencias, como pura y simple exclusión de un deseo por
otro. Lo que Hegel no vio es que no hay lucha a muerte que no engendre
el retorno de fantasmas. Sin embargo, lo que sí describió es la otra
salida, la salida dialéctica: la lucha de conciencias vira en dialéctica
del amo y el esclavo, y sabemos que finalmente es el esclavo quien, por
su trabajo paciente, saldrá victorioso.
Así ocurre con Melanie Klein; más que desterrarla o
exorcisarla, hagámosla trabajar, obliguemos a su pensamiento y a su obra
a trabajar. Entonces comprenderemos que el trabajo de toda gran obra
psicoanalítica coincide, se entrecruza, con el trabajo de otra obra.
Pienso que, más allá de todo eclecticismo, nuestra época debería
dedicarse a ese trabajo, a esa intersección paciente de exigencias. Sea
cual fuere el punto de partida, todo trabajo de un pensamiento
psicoanalítico se encuentra con el trabajo de otro pensamiento, a
condición de que se trate de verdaderos pensamientos y de un verdadero
trabajo.
Pregunta: Quisiera preguntar al Dr. Laplanche qué diferencias encuentra entre la concepción de la pulsión de muerte en Freud y en Klein.
J.L : Pienso que la concepción de Freud es más
profunda desde el punto de vista de la exigencia teórica, porque pone en
primer plano lo que llamo el tiempo «auto-»; es decir, el hecho de que
la pulsión de muerte actúa primero desde el interior y contra el propio
yo. Por el contrario, Melanie Klein desarrolla clínicamente el
descubrimiento de Freud pero sin darse cuenta que era necesario partir
del tiempo «auto-». Es solo en sus últimos textos, especialmente aquél
sobre la angustia, que trata de acercarse a la concepción freudiana,
pero pienso que lo hace imperfectamente. Desde mi punto de vista, la
articulación entre la pulsión de muerte de Freud y el pensamiento de
Melanie Klein puede encontrarse a través de un concepto como el de
introyección primaria, es decir, un proceso que transforma los datos
externos en unos objetos internos completamente diferentes y atacantes.
Pregunta: A propósito del mundo interno, ¿qué es lo que rige su destino?, ¿la introyección?, ¿la proyección?
J.L : Ciertamente, Melanie Klein parte de la idea
de que la proyección es primaria. Y cuando esta idea aparece, la
concepción correspondiente de la pulsión ya no puede satisfacernos; es
decir, una pulsión que no estaría ligada a ningún objeto, que sería una
pura fuerza biológica. Por mi parte, pienso que el único momento en que
puede aparecer la pulsión es aquél en que el objeto se cliva; no
exactamente en el sentido de clivaje bueno-malo, sino porque, a partir
del objeto de la autoconservación, se deposita un significante que está
en relación metafórica o metonímica con él. Evidentemente, aquí no me
refiero a un significante del lenguaje, y en esto me distingo
absolutamente de Lacan. Si usted quiere, yo me inclino a unir la idea de
introyección primaria con aquélla de seducción primaria. En Freud
también encontramos, en el origen, esta noción de una suerte de depósito
anterior a la represión; una suerte de interno-externo que deviene a la
vez excitante y atacante para el yo. No sé si he respondido
suficientemente: de todos modos, hacer trabajar a Melanie Klein es
evidentemente hacerla sufrir, torturarla y, claro, ella no estaría de
acuerdo con lo que digo aquí.
Jean Laplanche