Es un libro maravilloso. Pequeño. Una serie de
retratos y reflexiones sobre evocaciones psicoanalíticas. No se trata
de teoría, sino de observaciones de una larga vida dedicada al pensamiento teórico y a la clínica freudiana. Se llama Ventanas,
y comienza con un poema de Rainer Maria Rilke que nombra la ventana
como “tú que separas y atraes / y que cambias como el mar.”
¿Qué es pensar? interroga Pontalis. La pregunta no es
ociosa. El mentado instrumental de la racionalidad son los conceptos.
Por ser una generalidad que subsume particularidades, el concepto puede
pensarse como el olvido de la diferencia entre los objetos. Se borra la
singularidad y se incluyen géneros y especies en una taxonomía. Esta
versión crítica clásica de los anticonceptualistas, ya sean vitalistas o
intuicionistas, no apela en el caso de Pontalis a esos lugares comunes
del encomio de lo singular, lo indiviso, la energía, el sin fondo, o
cualesquiera de las carátulas del acervo romántico. Sin embargo, extrae
del mismo una figura paradigmática: el sueño.
Pensar tiene que ver con soñar. A los analistas les
gusta hablar de sueños, más aún a los freudianos de la vieja escuela,
los más modernos prefieren el vocabulario de las conductas. Para la
historia del psicoanálisis, el relato del sueño del paciente es
fundacional. La Interpretación de los sueños de 1905 inicia la
teoría psicoanalítica con el descubrimiento de los mecanismos de
agrupamiento y disolución de palabras-íconos de acuerdo a la pulsación
del deseo inconsciente.
Para Pontalis, amante del sueño y del ensueño, el
pensar vive oníricamente. Hay ritmos del pensar. Una síncopa por la que
el trabajo ideativo puede detenerse, arrancar de golpe y al galope,
otras en las que prefiere el tiempo moroso de la repetición, muchas en
las que se pierde. El pensamiento puede, en ocasiones, estar consternado
por el silencio de los comienzos.
Existe una censura sostenida como norma y regla, que
hace de cada palabra un sello, una efigie, es la palabra temerosa de ser
alcanzada por el fantasma de la estupidez. Un peaje cada día más caro
se instala y sólo deja avanzar aquello que jamás claudicará, le está
permitido pasar al rigor comprobado, la rigidez coherente, la referencia
autorizada, el poder erudito.
Una ventana es una brecha en el muro. El aire es el
elemento separador de la filosofía. Un buen viento de arena es
depurador. Es el escenario del profeta, el del Moisés de Miguel Ángel y
Freud. Pero Pontalis habla bajo. Se refiere al sueño para describir al
insomne. Existe el insomne del día atado exclusivamente a su agenda. Son
los incapaces de soñar. Enloquecen ante todo aquello que no pueden
dominar. Existen los insomnes de la noche carcomidos por preocupaciones.
Hijos de su lucidez. Aquellos que al despertar pisan con firmeza el
suelo ya dispuestos sin mediación alguna para la refriega cotidiana.
El oficio del psicoanalista es mediador entre sueño y
vigilia. Dice Pontalis: “si no me canso del psicoanálisis es porque es
una larga estadía en el limbo”. Recuerda esta frase de un niño: los
sueños es cuando se queda en la cabeza, las pesadillas es cuando se
queda en la habitación.
Sueña con un pensamiento soñante que tenga la fuerza de
ser irreflexivo e inconveniente, que avance por su cuenta y riesgo como
un sonámbulo. Se pregunta si el lenguaje puede llegar a estar a la
altura de semejante exigencia. Lo duda. Está sometido a demasiadas
limitaciones sintácticas y lógicas, y, no es poco agregarlo, el
pensamiento de palabras quiere ser comprendido. Sugiere que quizás el
pincel sea más apto que la pluma para lo soñante.
Pontalis también nos habla de otras cosas. Cuenta que
un hombre deseaba con fuerza estar solo en su casa para hacer lo que le
viniera en gana. Llegado el ansiado momento no sabía qué hacer sin verse
hacer. La soledad le ofrendaba esta cansadora y permanente compañía de
un sí mismo que se refleja en la doble conciencia. Autoobservación, el
“yo me veo” de un dios omnisciente, el dios vigilante de la voz blanca.
Ese doble, dice, tiene la frialdad de la muerte.
¿Cómo irse de sí mismo?, insistente pregunta que repite
una y otra vez. Propone cuatro vías: una es el análisis que lejos de
remitir al yo, lo escinde. Las otras son la escritura, el sueño, y el
amor.
Salir de sí. Narciso busca en vano una imagen estable
de sí mismo, una forma que le asegure una identidad. No hay reflejo
petrificado aún en aguas estancas. Habría que anular casi todo,
encerrarse en la mónada sin ventanas para atrapar la imagen propia. Los
que lo intentan sufren mucho. Cada vez que le mueven un pequeño anaquel
de su tan cuidada estantería, chillan de dolor. Dicen que les quieren
hacer mal. Pontalis recuerda una palabra que condensa el síntoma: el
narcisón, es el órgano del narcisismo. “Si tocan mi narcisón,
desaparezco.”
Dice que la nostalgia es una palabra inventada por un
médico de Mulhouse. Lo cuenta Jean Starobinski. Viene del griego nostos:
retorno, y de algios: dolor. Designa así a esta enfermedad, la
nostalgia, sumamente curiosa, que afectaba a soldados que apenas
soportaban las restricciones de la vida militar. Surge del estudio de
mercenarios suizos que se negaban a comer y se abandonaban a la muerte.
La nostalgia es el nevermore. Ya no es mi pueblo, mi
barrio, mi calle, ya no son lo que eran. Me los cambiaron. ¿Quién es ese
me anónimo sino el tiempo inhumano que hace su obra –se pregunta
Pontalis– y quién es ese mí que sólo desearía obedecer a su propio
tiempo?
Se cree, agrega, que la nostalgia es apego al pasado.
Una búsqueda de la infancia perdida. Si bien esto es cierto, también
tiene otro origen. No idealiza al pasado o le vuelve la espalda al
presente, sino sólo a lo que muere. La ilusión del nostálgico es que no
haya más muertes y que descienda sobre la tierra el país natal en donde
la vida nace y renace.
¿Qué sucede cuando los órganos nos juegan una mala
pasada? Esas vocecitas extrañas en el pecho, la cadera que no quiere
rotar, la irritación insistente en la garganta, la manchita en el
hombro? ¿Qué sucede también cuando nuestra mujer se olvidó de llamarnos a
la hora señalada? Qué extraño es que se la vea tan contenta. Sin
embargo, cuando le propuse el viaje no mostró ninguna emoción. Qué raro.
Tanto la hipocondría como el amor celoso constituyen un
arte de la lectura de los signos. Ningún signo es confiable en última
instancia. No hay pasión por la verdad como la que tiene el paranoico en
cualquiera de sus expresiones.
Hay quienes buscan la verdad, y hay otros que quieren
encontrarle sentido a todo. Búsqueda que no tiene fin. El sentido se
opone al vacío de sentido, a la no forma. Trabajar el vacío, modelar el
agujero existencial, es dar sentido. No puede clausurarse el desparramo
de significado a que nos someten las contingencias de la vida. Lo
inexplicable y lo absurdo insisten. Si comprendiéramos el mundo, dice
Pontalis, no formaríamos parte de él.
Buscar la verdad hacia adelante nos lleva al infinito.
Cerrar el sentido en una totalidad nos remite a nuestra propias
limitaciones mal elaboradas. Los antiguos crearon el arte de la memoria.
Qué placer es recordar… pero no la verdad sino el acto mismo de
hacerlo. No son los recuerdos los que son placenteros sino el hecho
mismo de rememorar. El placer intenso del reencuentro consigo mismo.
Saber que el pasado no ha muerto y que estoy vivo. Los recuerdos son
paquetes de ficción con la misma sobredeterminación que los síntomas.
Habla de la melancolía, del decurso entre dos muertes
del melancólico, de las personas fundamentalmente malas. Diferencia al
sádico del malo, este último ni siquiera necesita un partenaire, le
basta con hacer daño. Pasa de una escena mínima a otra de un libro
dividido en pequeños capítulos de dos a tres páginas.
Pontalis despierta particular interés cuando en 1964 escribe junto a Jean Laplanche un artículo en Les Temps Modernes,
la revista fundada y dirigida por Sartre, llamado “El fantasma de los
orígenes y los orígenes del fantasma”, que se convirtió en un texto
anticipatorio de las venideras preocupaciones de los discípulos de
Jacques Lacan. Laplanche y Pontalis escribieron juntos el clásico Vocabulario del psicoanálisis.
Fue parte del comité de dirección de la revista de Sartre, al tiempo
que trabajaba los senderos del pensamiento lacaniano. Esta ubicuidad la
tiene un hombre especial, alejado de los dogmas y de los sectarismos de
capilla. Por eso puede pensar así. Con humildad, dejando impresiones.
Afirma apostar a las fuerzas de la vida. Es médico, se
pregunta: ¿Seré más médico de lo que creo? Sin embargo, no se siente
impulsado por la necesidad de curar sino por algo más fuerte: hacer
soportable la vida. Hacer lo posible para que el otro se sienta y quiera
estar vivo.
No se trata de querer el bien de nadie, no es el bien,
sino confiar en lo que hay de vivo en cada uno. Finalmente dice: “no sé
muy bien qué significa esto para mí. No me importa demasiado.”
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