sábado, 28 de septiembre de 2013

De cómo la cosa da asco

Después de pensar con otros, después de la noche que se nos vino, después del vino que no tomamos, después de tomar lo que no nos mutó: la violencia ha sentenciado su territorio desalojando y desdibujando el rostro del enemigo.  

Hoy la violencia es perversa porque goza y se ensalza en el anonimato. La indolencia del otro puede matarte cuando un ladrillo cae desbocado desde un balcón construyéndose, cuando el pozo ciego aúlla su boca profunda -alguien se ha llevado la tapa para fundir el hierro en tres panes-. La farsa genocida sigue en pie, con máscaras reales del yo no soy, yo no sé, yo no puedo.

Yo-yo, un jueguito hipnótico de la mismidad automática. La misma que constituye la base de la masa. Léase: grupo numeroso de individuos que no lo son más porque se han amasado en el pegamento del número que otorga la fuerza y la decapitación de aquello que se considera lo principal, una cabeza, se supone que para pensar y discernir. Sin cabeza y con líder la masa se mueve como ameba (sin ojos ni oídos).

Yo-tu, otro jueguito de espejismos cuando no de espejitos, ¿me hablás a mí? ¿Me mirás a mí?, ¿me decís a mí? Me hacés a mí, mi amo.

Yo-tu-él un problema. De a tres la cosa se pone difícil. Y somos más de tres, hermano latinoamericano. La cosa en cuestión es que era fácil ser "europeo" en tiempos liberales, ahora en tiempos desiguales: ¡todos somos Kollas postmodernos! o kurdos o iraquíes, sé igual, miembros no distinguidos de los terceros o cuartos mundos. Vió la violencia, y ahora hasta los chicos se balean y pelean y babean. 

¡Qué lindo el siglo "equis equis i" (XXI)! que comenzó en Nueva York en el 2001 gracias a dos aviones y dos rascacielos (hubo otros aviones, pero ésos no trascendieron tanto) y con un gendarme mundial anticipado en la stars war y con las otras yerbas, guerras de ocupación y tácticas de insurrección. ¡Si Discépolo viviera cuantos tangos haría!

El miedo ¿da asco? Infunden miedo, todo es de temer, el miedo ha ingresado al mercado, cotiza entre pobres y ricos. Todos compran miedo, todos ganan intereses en la desconfianza, el miedo es un instrumento de comunicación, de información, de intercambio, de gobernación, un hábito de extraño monje.

¿Quién no tiene miedo ha quedado fuera de la cultura?

Ponte el hábito que va transcurriendo la noche; la luna chirriante en el cielo se ve como una espiral inquieta ¿serán los soles de Van Gogh? ¿El big bang? ¿el chin pun?

En la ferocidad de un mazacote, el mundo se parece a nada, las mayorías son imposibles, hormigueros pateados, desmoronados en la selva tras el paso de un animal cuyo atributo es ignorar la finitud, esto es: al hormiguero lo patea nadie.

De las minorías quedan discursos interrumpidos. De aquella usanza anterior a las rupturas idílicas, hoy sólo avizoramos tras las ruinas del pensamiento esas reliquias preciosas de lo que ya no tiene lugar de práctica legítima en el mundo. 

Todos en el hormiguero.

Esperando aterrados el paso del animal.

¿Es el animal un enemigo? No. El enemigo tiene intenciones, propósito, su rostro devela una idea, apunta al blanco de un ideal, y es el suyo, su ideal, aquello que motoriza su acto y su estrategia.

¿Será acaso, la violencia actual, hija de esta carencia de rostro? ¿Quién anda por ahí? ¿Hay alguien?
No, no hay nadie.

Detengámonos en esto: la etología o sea el estudio de las conductas animales plantea que entre la vida animal "la agresión es un pretendido mal" (C. Lorenz) ya que las conductas "agresivas" para nosotros (humanos -?-) no son más que la puesta en acción de determinados mecanismos, (deberíamos decir "animalismos" para ser más certeros con nuestras palabras) que están insertos en una trama específica la de la vida animal (defensa del territorio, cortejos, alimentación). En definitiva, la agresión es un privilegio (¿?) de lo humano. Es en la intrincada complejidad del devenir humano (sea esto lo que sea) que aparecen nuestros desvíos de "lo natural" esto ya dicho por Hegel y continuado por Marx. Nombres insignes para un intento también in-signe, en el signo que nos ha dejado, a nosotros para proseguir aquello que no se terminará de descifrar: NO Hay genoma del alma humana. Y sí, el alma existe pero NO bajo la forma imaginada por cualquiera de nuestras religiones (humanas). El alma existe bajo la forma del lenguaje y de nuestras posibilidades de forjar soplos de espíritu que no son otra cosa que palabras. Palabras dirigidas a uno, unos y otros, y allí donde haya palabra que exprese no será necesaria la agresión, impotencia de la voluntad, o grito de desazón y oprobio. La violencia es el resultado de nuestras impotencias.

Por qué no recordarlo entonces: La pasión triste es propia de la impotencia (Spinoza).

Había un dicho, un refrán de alguna época, que parecía desdecir a otro más conocido. El conocido es este: “a panza llena corazón contento”. El dicho que lo desdice es este otro: “comió tanto que se quedó triste” Y acá “triste” toma la forma de “ha comido tanto que no puede ni moverse, ni pensar, ni hablar siquiera”, porque “está que explota” esto es: “ha llenado hasta el corazón”, pues para que un corazón vaya contento por la vida tiene que haber una esperanza de algo. Esperanza significaría lugar vacante, espacio, algo que aún no hay.  Pareciera que la violencia se desprende de este no ha lugar. De un lugar que no se registra como espacio; una totalidad, un relleno donde los gases de la basura apisonada o salen por un tubo o son una bomba de tiempo. El tubo sería una suerte de ortopedia, la bomba de tiempo es lo que explota a cada rato.

La violencia pareciera remitir a cuerpos henchidos de cuerpo. La paradoja la armó Macedonio Fernández con una de aquellas frases geniales: “tanto vacío que no se entiende cómo ha podido caber en el mundo” Fenómenos de mazacotes, éstos, los de la palabra sin tiempo ni espacio que la convoque.

Se necesita del silencio para escuchar la palabra. La impotencia no es el silencio, la impotencia es una palabra compacta, pura piedra. “Y entonces se apedrearon hasta matarse”.

No entendemos y continuamos. Hemos aprendido a no abrir la boca cuando hay algo que nos excede y nos convoca. Nos convoca sin la boca (abierta de la opinión arrojada sin pensamiento y/o práctica que la funde), nos convoca a una reflexión profunda y a un silencio más profundo o insistente aún; un silencio que haga aparecer no razones sino tramas complejas que indiquen direcciones a ser tomadas, a ser continuadas, direcciones que orienten y no sigan trayendo el despiadado desapego de lo que sucede todos los días en todo nuestro mundo. Un filósofo italiano (G. Agamben) ha dicho que el modelo de nuestras ciudades es actualmente el de los campos de concentración de la segunda guerra mundial, y creemos y pensamos y sentimos que no es un buen lugar para vivir, ese modelo.

Cualquier palabra dicha sobre esta sentencia será poca. Demos lugar al silencio para que algo (alguna vez) surja.

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