No es posible pensar la historia de la filosofía, ni a la misma filosofía, sin la presencia de un maestro. Desde
sus mismos orígenes, Sócrates es el emblema de un guía para sus
discípulos, para los jóvenes atenienses, un ejemplo de vida y de
sabiduría.
La figura del maestro de sabiduría es parte
indisociable de toda tradición civilizatoria, ya sea occidental u
oriental. En nuestros días algo de aquella vieja idea subyace en los
gurúes, maestros de yoga, monjes zen, maestros chinos, al tiempo que se
ha desdibujado en su antiguo representante filosófico tradicional.
La subjetividad, el trabajo ético sobre sí mismo, deja
de ser una preocupación filosófica. El filósofo tiene ya tarea
suficiente con fundar las ciencias. La filosofía se separa de su
portador y se instituye como madre de las ciencias. Recién unos años
después del advenimiento de la crisis kantiana, en el siglo XIX, el
mismo siglo que ve emerger la figura del “profesor”, también verá
resurgir la antigua efigie del maestro, pero es un maestro tullido:
Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, los filósofos de la meditación
existencial, esta vez sin Dios, sin Bien, sin Uno.
Una religión tuerta y un arte monstruoso, la fe sin
Padre y un arte metamorfoseado en voluntad de poder, son el legado del
retorno del maestro ya agotado.
Hoy el maestro tiene la humildad del sin querer. No se
consagra a sí mismo. No existe la figura del Sabio. Es imposible evitar
la presencia profesoral. Pero hay profesores que son algo más que
transmisores de información e inteligencia. No por eso nos trazan una
conducta de vida. El discípulo ya no puede delegar en otro la penuria de
su desorientación.
Profesores que nos hablan entre líneas. Hombres de
enorme erudición, formados en la academia, con todos los galardones
consabidos de las instituciones educativas tradicionales, pero con una
visión del mundo y de su propio quehacer, que a pesar de no ser dicha
con altisonancia, una vez que se escucha, hay algo que se ilumina.
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