Debemos agradecer a Michel Foucault su maestría en el humor gélido. No
sólo evita toda aparatosidad sino que sostiene una distancia respecto de
cualquier efecto fácil. No se tienta por la comicidad evidente. La
exposición fracasa si decae en la opereta o en el melodrama. El francés
típico es cartesiano hasta cuando va al baño. ¿O la escucharon aullar
de placer a Catherine Deneuve? No, su seducción consiste en la frialdad
casi despectiva. Dejemos por el momento el extraño caso del señor
Depardieu más afecto a la línea ideativa de Rabelais.
En el año 1982 Foucault lleva a cabo una disertación académica con el nombre de Sexualidad y soledad, en un simposio al que es invitado junto a Richard Sennet. Su público es inglés y la exposición será editada por la London Review of Books.
Los ingleses también tienen lo suyo en materia de humor. El talento en
la conversación sajona se basa en la velocidad con la que interviene la
ironía. Es una cuestión de aceleración y de compostura. Mantenerse serio
mientras se dice algo picante es una muestra de la capacidad de
ingenio. La respuesta de un buen contertulio no es la risotada ni el
bofetón en la espalda –los ingleses no van al circo de los hermanos
Capuzotto– sino la réplica breve de quien ha entendido y lo expresa con
un mínimo agregado.
Foucault evoca a un filósofo que respeta poco como
Habermas, para enumerar las tres principales técnicas que el alemán
distingue para producir, transformar y manipular las cosas, los signos y
las conductas de los individuos. Es decir las técnicas de producción,
las de comunicación y las de dominación. A estas Foucault agrega una
cuarta que le preocupa especialmente, aquella que permite a los
individuos realizar una serie de operaciones sobre ellos mismos, sobre
sus cuerpos, pensamientos, sobre sus almas y comportamientos, para
producir en ellos mismos una modificación, una transformación, para
llegar a un cierto estado de perfección, de felicidad, de beatitud, o de
poder sobrenatural. A este tipo de técnicas las denomina “técnicas de
sí”, o, en otras ocasiones, “tecnologías del Yo”.
Estas técnicas de sí implican una serie de obligaciones
que tienen que ver con el valor de Verdad. Las llama también terapias
de verdad. La confesión cristiana, por ejemplo, es una de ellas, la
parrehesía cínica y lo que denomina “escritura de sí” de los estoicos
romanos desplegada en epístolas y diarios personales, es otra.
En lo que concierne al tema de la sexualidad que le
interesa en aquella época, se pregunta por la razón por la que existe un
vínculo entre sexualidad, subjetividad y obligación con la verdad.
También inquiere por la razón que determina en la cultura cristiana una
sexualidad convertida en el “sismógrafo” de nuestra identidad.
Foucault responde a estas preguntas rescatando de la
historia dos modelos de conducta referidos a la sexualidad. Por este
procedimiento se dispone a poner en tela de juicio ciertas ideas que nos
hacemos de la cuestión.
El primero es el modelo de Artemidoro, autor de una
interpretación de los sueños, para quien la penetración simboliza algo
más que un acto sexual, ya que se refiere a la vida social del sujeto
cívico. Penetrar o ser penetrado es la polaridad grecorromana, es decir
no la identidad biológica de la pareja, no se trata de hétero ni de
homosexualidad, sino el hecho de ser activo o pasivo en la relación
sexual. La virilidad se define por el penetrar, y el ser penetrado es
signo de molicie, afeminamiento, y en último término de esclavitud. Amo o
esclavo en todos los órdenes es lo que inquieta a la ética antigua.
Sólo el joven ciudadano, discípulo de un prestigioso y
cuidadoso maestro o patricio, puede convertir su ser penetrado en un
acto iniciático socialmente aceptable, pero el varón adulto debe
penetrar.
Las relaciones sexuales, entonces, son para Artemidoro,
valores referidos a la jerarquía social, y deben ser descifrados según
este código interpretativo cuando aparecen en los sueños.
Mientras en San Agustín, lo vimos, el modelo sexual
originario, antes de la caída, era el de la indiferencia fecundadora,
una mecánica muscular sin libido, y luego de la expulsión del paraíso,
el desvío se manifiesta en la epilepsia del miembro erecto desobediente
que actúa por sí mismo, humillando de este modo el poder de la voluntad y
el logos del hombre.
La sexualidad para Agustín ya no será una preocupación
social, sino un desafío para una hermenéutica de sí mismo, con el fin de
controlar sin pausa nuestros pensamientos más ocultos y restaurar
nuestra dignidad perdida.
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