lunes, 30 de septiembre de 2013

Maestros y profesores

No es posible pensar la historia de la filosofía, ni a la misma filosofía, sin la presencia de un maestro. Desde sus mismos orígenes, Sócrates es el emblema de un guía para sus discípulos, para los jóvenes atenienses, un ejemplo de vida y de sabiduría.
La figura del maestro de sabiduría es parte indisociable de toda tradición civilizatoria, ya sea occidental u oriental. En nuestros días algo de aquella vieja idea subyace en los gurúes, maestros de yoga, monjes zen, maestros chinos, al tiempo que se ha desdibujado en su antiguo representante filosófico tradicional.


Desde el siglo XIX, con la constitución de las universidades nacionales, nació la figura del profesor de filosofía. Un profesor no es un maestro, no transmite un saber del que su vida es una expresión. No posee aquella integridad antigua. No se dirige “personalmente” a sus discípulos. Estos se han convertido en alumnos, y él, el maestro de sabiduría, ahora es un vehículo de un saber universal, cuyo alcance y ordenamiento está encargado de explicitar. Lo que importa es saber. La filosofía ha dejado de ser una disciplina practicada por una secta que tiene por objetivo la conversión personal. Desaparece de su ámbito la voluntad de transfiguración subjetiva. La exhaustividad erudita es necesaria para una disciplina que desde los tiempos de Descartes ha modificado su misión en el mundo. Se trata desde el siglo XVII de conocer el mundo para transformarlo en fuente de bienestar. Nada hay que contemplar, el estudio y las ciencias son una labor activa y necesaria de un universo cifrado en lengua matemática y plausible de modificar mediante el saber de la técnica.
La subjetividad, el trabajo ético sobre sí mismo, deja de ser una preocupación filosófica. El filósofo tiene ya tarea suficiente con fundar las ciencias. La filosofía se separa de su portador y se instituye como madre de las ciencias. Recién unos años después del advenimiento de la crisis kantiana, en el siglo XIX, el mismo siglo que ve emerger la figura del “profesor”, también verá resurgir la antigua efigie del maestro, pero es un maestro tullido: Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, los filósofos de la meditación existencial, esta vez sin Dios, sin Bien, sin Uno.
Una religión tuerta y un arte monstruoso, la fe sin Padre y un arte metamorfoseado en voluntad de poder, son el legado del retorno del maestro ya agotado.
Hoy el maestro tiene la humildad del sin querer. No se consagra a sí mismo. No existe la figura del Sabio. Es imposible evitar la presencia profesoral. Pero hay profesores que son algo más que transmisores de información e inteligencia. No por eso nos trazan una conducta de vida. El discípulo ya no puede delegar en otro la penuria de su desorientación.
Profesores que nos hablan entre líneas. Hombres de enorme erudición, formados en la academia, con todos los galardones consabidos de las instituciones educativas tradicionales, pero con una visión del mundo y de su propio quehacer, que a pesar de no ser dicha con altisonancia, una vez que se escucha, hay algo que se ilumina.

domingo, 29 de septiembre de 2013

La locura ecocida

A lo largo de la historia, la humanidad ha concebido a la locura de muy diversas maneras. Nuestros locos han sido considerados desde portadores de verdad hasta pecadores o, como se les considera generalmente en la actualidad, enfermos. Sin embargo, desde hace algunas décadas, gracias a los aportes del psicoanálisis, el loco ha recuperado su lugar de portador de verdad. La experiencia de la locura es una manifestación de una verdad irruptiva, explosiva, horrorosa. Pues la locura constituye una escritura de aquellos elementos que la humanidad aún no entiende de sí misma, es un texto en busca de lector. La verdad que presenta la locura, como bien ha señalado J. Lacan no es del orden de la belleza, generalmente es del orden del horror. La angustia, esa experiencia extrema, revelación de la nada, del vacio de la existencia es también una de las formas de presentación de la verdad.

Y algo es verdadero, nos enseña Heidegger, cuando abre, devela, revela, la naturaleza íntima de la cuestión. Desde este punto de vista lo verdadero ya no se aparta de la intuición o de la irrupción explosiva. Y es en el arte donde siempre se conservó esta manera de entender la verdad: un cuadro no tiene explicación, tampoco un poema, pero en ellos la verdad se revela de manera abrupta y directa a aquellos que están dispuestos a enfrentarla.

Y la locura ecocida no escapa al principio de que la locura muestra verdad.

Dicha locura ecocida se deriva de la nueva lista de pecados presentada recientemente por el Arzobispo plenipotenciario Gianfranco Girotti quien, en entrevista con L’Osservatore Romano, indicó que el hombre moderno está amenazado por nuevos pecados que tienen un peso más social, como los experimentos genéticos, la contaminación, las drogas y la desigualdad social. Muy rápidamente la prensa mundial sumó tales pecados a los anteriormente existentes (soberbia, envidia, gula, lujuria, ira, avaricia y pereza). Ante la reacción de la prensa, el Vaticano se aprestó a minimizar el comentario indicando que no había nada nuevo en lo indicado por el arzobispo Girotti. Y si bien es cierto que el afán de lucro generador de la desigualdad social cabe dentro del antiguo pecado de la avaricia, el abuso de drogas dentro de la gula y la manipulación genética dentro de la soberbia, cuesta trabajo encontrarle lugar entre los anteriormente existentes al pecado de la tendencia humana a contaminar el medio ambiente. Pues varios de ellos parecen conjuntarse para producir este último y recientemente nombrado pecado.

Desde nuestro punto de vista eso esto es así porque la historia humana toda puede considerarse como la lucha a muerte del hombre contra su medio ambiente, una lucha iniciada desde los albores de la humanidad, cuando el hombre abandonó el mundo de las amenazantes cosas para vivir en un, mucho más confortable y controlable, mundo de palabras, para habitar en la ficción del lenguaje. Y dicha ficción permite a la humanidad negar la angustia primigenia derivada de la irrupción de la cosa (das Ding). La vida en el mundo de las palabras incluso nos permite excluir a la muerte de nuestro universo. Vivir en el mundo de las palabras nos hace creer en la existencia de la “vida eterna” pues mientras todas las cosas del mundo son transitorias (fallecen o se modifican) las palabras conservan por siempre su lozanía. Vivir en el mundo de las palabras, asimismo, nos permite vivir en la ilusión de un universo estable y uniforme. Esto es así porque, a diferencia de las cosas, las palabras no menguan. El vocablo “agua” es el mismo si tengo mil millones de metros cúbicos en mi pozo que si poseo tan sólo un litro. El vocablo “agua” no varía. Vivir en el mundo de las palabras nos permite no prever el agotamiento de nuestros recursos. Muchas de nuestras conductas ecocidas provienen, en buena medida, de vivir ciegos en el mundo de las palabras. El recientemente nombrado pecado de destrucción del medio ambiente (y que nosotros preferimos denominar locura ecocida) deriva directamente de nuestro habitar ciego en el mundo de las palabras. Vivir en el mundo de las palabras conduce a que el medio ambiente del neoteno humano sea uno depredado por su incapacidad para mirar la mengua de las cosas, por interrumpir su capacidad de previsión y de pensamiento de largo plazo. Todo ello produce la denominada “tiranía transgeneracional” que no es sino el nombre actual de eso que en la Grecia antigua se consideraba el grado máximo de locura: el asesinato de la propia descendencia. Bastaron sólo una centena de años para producir una enorme masa de seres humanos estupidizada por los mass media, dependiente de tecnologías que no comprende e incapaz de producir los alimentos que consume. Una masa que, como puede apreciarse, es increíblemente vulnerable a las catástrofes ambientales y económicas.

La humanidad actual padece, y parece no darse cuenta de ello, una grave enfermedad: la locura ecocida.

La locura ecocida es similar al alcoholismo, es egosintónica y thanática. En tanto egosintónica el que la sufre no se considera enfermo, para él los equivocados son los demás (y ello es cierto, los que sufren, ciertamente, son los de alrededor, los familiares, los vecinos y demás afectados por sus conductas). En tanto thanática la locura ecocida remite a uno de los deseos más profundos e inconfesables del hombre: su propio deseo de autodestrucción.

El carácter thanático de dicha locura la hace muy difícil de curar. Para lograrlo es menester, primero, curarla en nosotros mismos, curarnos el consumismo y la incapacidad de mantenernos a nosotros mismos, curarnos la desesperanza y encontrar nuestro deseo, en suma, madurar y ser capaces de sostener nuestra palabra. Después es menester la creación de la conciencia de enfermedad en los ecocidas. Un buen ejemplo de cómo lograrlo lo aporta Anna Freud cuando creó la conciencia de enfermedad en un niño que era aficionado a golpear a las niñas de su escuela: en su primera cita Anna Freud preguntó al infante si podría dejar de golpear a las niñas si quisiese, a lo que el niño, seguro de sí, contestó afirmativamente, acto seguido le dijo que si al día siguiente tenía el reporte de que ya no había golpeado a niña alguna le daría una apetecible golosina, a lo que el niño accedió gustoso. Pero al día siguiente, y a pesar de su esfuerzo, el niño no pudo dejar de golpear a las niñas y, perplejo, tuvo que reconocerlo ante su, a partir de entonces, terapeuta. Digo “a partir de entonces” pues con ese movimiento el infante reconoció la existencia de un problema y el deseo de curarse de ello. Anna Freud, con esa argucia, convirtió un síntoma egosintónico en egosdistónico (es decir, en uno que molestaba al yo del niño pues le mostraba que no tenía control sobre él). Y quizás eso tengamos que hacer con la locura ecocida: señalar a los ecocidas que sus afanes desarrollistas, su consumismo desaforado, su atadura a modas, su incapacidad para generar sus propios alimentos y la destrucción del medio ambiente de todos constituyen graves síntomas de los cuales deberían curarse.

Pero todo esto sin dejar de reconocer que la locura ecocida también porta una importante verdad: el anhelo thanático del hombre de destruirse, de acabar con su propia descendencia, es decir, de su propio deseo suicida.

Sin embargo, tal como lo manifiesta Freud, cuando un deseo inconsciente (vgr. el deseo incestuoso) se hace consciente su fuerza destructiva mengua pues una vez hecho consciente se pueden hacer varias cosas con él: sea aceptarlo y rechazarlo, sea aceptarlo y realizarlo, sea sublimarlo.

Todo esto sin olvidar que nosotros somos corresponsables de esa locura en la medida en la que hacemos el juego a dichos grandes ecocidas, pues adquirimos los productos que la locura consumista presenta. Por tal razón no es errado decir que compartimos la misma locura thanática: al hacerle el juego somos corresponsables de la destrucción de nuestro hábitat y, por ende, del asesinato de nuestra propia descendencia.

Ventanas de J.B. Pontalis


Es un libro maravilloso. Pequeño. Una serie de retratos y reflexiones sobre evocaciones psicoanalíticas. No se trata de teoría, sino de observaciones de una larga vida dedicada al pensamiento teórico y a la clínica freudiana. Se llama Ventanas, y comienza con un poema de Rainer Maria Rilke que nombra la ventana como “tú que separas y atraes / y que cambias como el mar.”
  
¿Qué es pensar? interroga Pontalis. La pregunta no es ociosa. El mentado instrumental de la racionalidad son los conceptos. Por ser una generalidad que subsume particularidades, el concepto puede pensarse como el olvido de la diferencia entre los objetos. Se borra la singularidad y se incluyen géneros y especies en una taxonomía. Esta versión crítica clásica de los anticonceptualistas, ya sean vitalistas o intuicionistas, no apela en el caso de Pontalis a esos lugares comunes del encomio de lo singular, lo indiviso, la energía, el sin fondo, o cualesquiera de las carátulas del acervo romántico. Sin embargo, extrae del mismo una figura paradigmática: el sueño.
Pensar tiene que ver con soñar. A los analistas les gusta hablar de sueños, más aún a los freudianos de la vieja escuela, los más modernos prefieren el vocabulario de las conductas. Para la historia del psicoanálisis, el relato del sueño del paciente es fundacional. La Interpretación de los sueños de 1905 inicia la teoría psicoanalítica con el descubrimiento de los mecanismos de agrupamiento y disolución de palabras-íconos de acuerdo a la pulsación del deseo inconsciente.
Para Pontalis, amante del sueño y del ensueño, el pensar vive oníricamente. Hay ritmos del pensar. Una síncopa por la que el trabajo ideativo puede detenerse, arrancar de golpe y al galope, otras en las que prefiere el tiempo moroso de la repetición, muchas en las que se pierde. El pensamiento puede, en ocasiones, estar consternado por el silencio de los comienzos.
Existe una censura sostenida como norma y regla, que hace de cada palabra un sello, una efigie, es la palabra temerosa de ser alcanzada por el fantasma de la estupidez. Un peaje cada día más caro se instala y sólo deja avanzar aquello que jamás claudicará, le está permitido pasar al rigor comprobado, la rigidez coherente, la referencia autorizada, el poder erudito.
Una ventana es una brecha en el muro. El aire es el elemento separador de la filosofía. Un buen viento de arena es depurador. Es el escenario del profeta, el del Moisés de Miguel Ángel y Freud. Pero Pontalis habla bajo. Se refiere al sueño para describir al insomne. Existe el insomne del día atado exclusivamente a su agenda. Son los incapaces de soñar. Enloquecen ante todo aquello que no pueden dominar. Existen los insomnes de la noche carcomidos por preocupaciones. Hijos de su lucidez. Aquellos que al despertar pisan con firmeza el suelo ya dispuestos sin mediación alguna para la refriega cotidiana.
El oficio del psicoanalista es mediador entre sueño y vigilia. Dice Pontalis: “si no me canso del psicoanálisis es porque es una larga estadía en el limbo”. Recuerda esta frase de un niño: los sueños es cuando se queda en la cabeza, las pesadillas es cuando se queda en la habitación.
Sueña con un pensamiento soñante que tenga la fuerza de ser irreflexivo e inconveniente, que avance por su cuenta y riesgo como un sonámbulo. Se pregunta si el lenguaje puede llegar a estar a la altura de semejante exigencia. Lo duda. Está sometido a demasiadas limitaciones sintácticas y lógicas, y, no es poco agregarlo, el pensamiento de palabras quiere ser comprendido. Sugiere que quizás el pincel sea más apto que la pluma para lo soñante.
Pontalis también nos habla de otras cosas. Cuenta que un hombre deseaba con fuerza estar solo en su casa para hacer lo que le viniera en gana. Llegado el ansiado momento no sabía qué hacer sin verse hacer. La soledad le ofrendaba esta cansadora y permanente compañía de un sí mismo que se refleja en la doble conciencia. Autoobservación, el “yo me veo” de un dios omnisciente, el dios vigilante de la voz blanca. Ese doble, dice, tiene la frialdad de la muerte.
¿Cómo irse de sí mismo?, insistente pregunta que repite una y otra vez. Propone cuatro vías: una es el análisis que lejos de remitir al yo, lo escinde. Las otras son la escritura, el sueño, y el amor.
Salir de sí. Narciso busca en vano una imagen estable de sí mismo, una forma que le asegure una identidad. No hay reflejo petrificado aún en aguas estancas. Habría que anular casi todo, encerrarse en la mónada sin ventanas para atrapar la imagen propia. Los que lo intentan sufren mucho. Cada vez que le mueven un pequeño anaquel de su tan cuidada estantería, chillan de dolor. Dicen que les quieren hacer mal. Pontalis recuerda una palabra que condensa el síntoma: el narcisón, es el órgano del narcisismo. “Si tocan mi narcisón, desaparezco.”
Dice que la nostalgia es una palabra inventada por un médico de Mulhouse. Lo cuenta Jean Starobinski. Viene del griego nostos: retorno, y de algios: dolor. Designa así a esta enfermedad, la nostalgia, sumamente curiosa, que afectaba a soldados que apenas soportaban las restricciones de la vida militar. Surge del estudio de mercenarios suizos que se negaban a comer y se abandonaban a la muerte.
La nostalgia es el nevermore. Ya no es mi pueblo, mi barrio, mi calle, ya no son lo que eran. Me los cambiaron. ¿Quién es ese me anónimo sino el tiempo inhumano que hace su obra –se pregunta Pontalis– y quién es ese mí que sólo desearía obedecer a su propio tiempo?
Se cree, agrega, que la nostalgia es apego al pasado. Una búsqueda de la infancia perdida. Si bien esto es cierto, también tiene otro origen. No idealiza al pasado o le vuelve la espalda al presente, sino sólo a lo que muere. La ilusión del nostálgico es que no haya más muertes y que descienda sobre la tierra el país natal en donde la vida nace y renace.
¿Qué sucede cuando los órganos nos juegan una mala pasada? Esas vocecitas extrañas en el pecho, la cadera que no quiere rotar, la irritación insistente en la garganta, la manchita en el hombro? ¿Qué sucede también cuando nuestra mujer se olvidó de llamarnos a la hora señalada? Qué extraño es que se la vea tan contenta. Sin embargo, cuando le propuse el viaje no mostró ninguna emoción. Qué raro.
Tanto la hipocondría como el amor celoso constituyen un arte de la lectura de los signos. Ningún signo es confiable en última instancia. No hay pasión por la verdad como la que tiene el paranoico en cualquiera de sus expresiones.
Hay quienes buscan la verdad, y hay otros que quieren encontrarle sentido a todo. Búsqueda que no tiene fin. El sentido se opone al vacío de sentido, a la no forma. Trabajar el vacío, modelar el agujero existencial, es dar sentido. No puede clausurarse el desparramo de significado a que nos someten las contingencias de la vida. Lo inexplicable y lo absurdo insisten. Si comprendiéramos el mundo, dice Pontalis, no formaríamos parte de él.
Buscar la verdad hacia adelante nos lleva al infinito. Cerrar el sentido en una totalidad nos remite a nuestra propias limitaciones mal elaboradas. Los antiguos crearon el arte de la memoria. Qué placer es recordar… pero no la verdad sino el acto mismo de hacerlo. No son los recuerdos los que son placenteros sino el hecho mismo de rememorar. El placer intenso del reencuentro consigo mismo. Saber que el pasado no ha muerto y que estoy vivo. Los recuerdos son paquetes de ficción con la misma sobredeterminación que los síntomas.
Habla de la melancolía, del decurso entre dos muertes del melancólico, de las personas fundamentalmente malas. Diferencia al sádico del malo, este último ni siquiera necesita un partenaire, le basta con hacer daño. Pasa de una escena mínima a otra de un libro dividido en pequeños capítulos de dos a tres páginas.
Pontalis despierta particular interés cuando en 1964 escribe junto a Jean Laplanche un artículo en Les Temps Modernes, la revista fundada y dirigida por Sartre, llamado “El fantasma de los orígenes y los orígenes del fantasma”, que se convirtió en un texto anticipatorio de las venideras preocupaciones de los discípulos de Jacques Lacan. Laplanche y Pontalis escribieron juntos el clásico Vocabulario del psicoanálisis. Fue parte del comité de dirección de la revista de Sartre, al tiempo que trabajaba los senderos del pensamiento lacaniano. Esta ubicuidad la tiene un hombre especial, alejado de los dogmas y de los sectarismos de capilla. Por eso puede pensar así. Con humildad, dejando impresiones.
Afirma apostar a las fuerzas de la vida. Es médico, se pregunta: ¿Seré más médico de lo que creo? Sin embargo, no se siente impulsado por la necesidad de curar sino por algo más fuerte: hacer soportable la vida. Hacer lo posible para que el otro se sienta y quiera estar vivo.
No se trata de querer el bien de nadie, no es el bien, sino confiar en lo que hay de vivo en cada uno. Finalmente dice: “no sé muy bien qué significa esto para mí. No me importa demasiado.”

Karen Souza - Every Breath You Take (LIVE)

sábado, 28 de septiembre de 2013

La vida, la filosofía, la desesperación

Cuando uno comienza, normalmente con dieciocho años, la Licenciatura en Filosofía, siempre lo hace con la misma idea: la de ser tan capaz de pensar, analizar y diagnosticar los problemas que será capaz de resolver el mundo. Y así sigue los dos primeros años, instalado en esta romántica idea, metido en la burbuja de las clases, de los acalorados debates fruto de la pasión de la juventud, de las teorías oscuras y sofisticadas de filósofos que dejaron su pensamiento incompleto (aunque ellos creyeron que era un sistema cerrado) para que el resto siguiéramos elucubrando sobre todo aquello que se les ocurrió.
Escribo este post mientras escucho en un seminario a diez filósofos discutiendo sobre falibilidad, ciencia, Popper, Peirce, Freud y con once años de filosofía profesional a mis espaldas, y con una aguda sensación de saber cada vez menos. Cuando más estudio, cuanto más aprendo, más me acuerdo de Sócrates y su famosa frase que no repetiré aquí por ser una de las frases más populares de la filosofía. Así que debo pasar de esta actitud socrática a aquella de Píndaro que dice “Llega a ser lo que eres”.
Y en esas estamos, con una identidad filosófica e intentando llegar a ser lo que soy, tarea harto difícil, pues como primer paso para cumplir esta máxima es necesario primero descubrir quién se es para luego encontrar el camino para llegar a serlo.
Este “llega a ser lo que eres”, es aplicable a todos los seres humanos: a aquellos que buscan; a aquellos que se conforman con ser lo que parecen y no lo que son; a aquellos que aunque busquen nunca serán lo que son y a aquellos que creerán haber llegado a ser lo que son pero que no lo serán nunca.
Así que la filosofía que es vida, también es desesperación. Desesperación por saber que nunca se llegará a saber todo lo que se quiere saber y por saber que probablemente nunca se llegará a ser lo que se es. Pero no por ello se debe renunciar a la búsqueda, pues es tan importante la meta como el camino recorrido en el que realmente se aprende. La vida como camino, esa metáfora tan usada por los literatos y tan desechada por los seres humanos. La vida es un camino de ida. La vida es un camino de varias vías (todas en las misma dirección). Pero al fin y al cabo es un camino que debemos recorrer inexorablemente. ¡Atrevámonos a recorrerlo!

Izaskun Martínez

Prólogo de Bertrand Russel

Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación.
He buscado el amor, primero, porque conduce al éxtasis, un éxtasis tan grande, que a menudo hubiera sacrificado el resto de mi existencia por unas horas de este gozo. Lo he buscado, en segundo lugar, porque alivia la soledad, esa terrible soledad en que una conciencia trémula se asoma al borde del mundo para otear el frío e insondable abismo sin vida. Lo he buscado, finalmente, porque en la unión del amor he visto, en una miniatura mística, la visión anticipada del cielo que han imaginado santos y poetas. Esto era lo que buscaba, y, aunque pudiera parecer demasiado bueno para esta vida humana, esto es lo que -al fin- he hallado.
Con igual pasión he buscado el conocimiento. He deseado entender el corazón de los hombres. He deseado saber por qué brillan las estrellas. Y he tratado de aprehender el poder pitagórico en virtud del cual el número domina al flujo. Algo de esto he logrado, aunque no mucho.
El amor y el conocimiento, en la medida en que ambos eran posibles, me transportaban hacia el cielo. Pero siempre la piedad me hacía volver a la tierra. Resuena en mi corazón el eco de gritos de dolor. Niños hambrientos, víctimas torturadas por opresores, ancianos desvalidos, carga odiosa para sus hijos, y todo un mundo de soledad, pobreza y dolor convierten en una burla lo que debería ser la existencia humana. Deseo ardientemente aliviar el mal, pero no puedo, y yo también sufro.
Ésta ha sido mi vida. La he hallado digna de vivirse, y con gusto volvería a vivirla si se me ofreciese la oportunidad.

Y… ¿si todos fuéramos Don Quijote?

Mucho, demasiado, se ha hablado de la obra de Cervantes y yo no iba a ser una excepción. Lo que pretendo en estas líneas es expresar lo que entiendo cuando pienso en la historia del hidalgo caballero.
En una clase de Psicología General de segundo curso de carrera, el profesor Rafael Alvira dijo una frase que hizo que reflexionara sobre el Quijote pero sobre un aspecto de él que no es el convencional. La frase decía así: “El amor es como Don Quijote, sólo al final de su vida se vuelve cuerdo”. A partir de estas palabras pensé que en el fondo de la historia de Cervantes debía haber algo más de lo que en el fondo parece. Y aún sigo pensando sobre ello. Por esto, en estos días, estoy releyendo Don Quijote de la Mancha descubriendo en cada línea cosas nuevas.
quijote
Unos piensan que la obra de Cervantes es una obra sin más, también está la idea (que parece ser la más oficial) de que Don Quijote de la Mancha es una crítica de Cervantes a las novelas de caballería tan de moda en su época. Pero yo creo que Cervantes tiene algo de antropólogo, algo de filósofo y algo de sociólogo, además de su faceta de escritor que es por la que más se le conoce. Don Quijote de la Mancha es la historia de la vida de cualquiera. Y es curioso cómo, a pesar de haber transcurrido tantos años desde su publicación, su trasfondo antropológico sigue vigente.
Toda la obra de Cervantes es la metáfora de una vida: desde que uno nace hasta que muere. El caballero andante comienza su aventura después de haber leído todos esos libros de caballería que le llevaron a pensar que salvaría el mundo porque este le necesitaba para hacerlo un poquito mejor. Y esto podría ser el principio de nuestra vida, a saber, uno recibe una educación (los libros de Don Quijote) y empieza a vivir como eso que ha aprendido, poniendo en práctica todo el legado que ha recibido. Y ya se sabe, en la juventud uno es idealista, piensa que el mundo está muy mal y comienza a vivir la vida creyendo que podrá aportar algo para cambiarlo. Y sale al exterior con toda su ilusión (aún en estado puro), con todas las ganas de vivir lo que le espera. Y así se inician sus aventuras, como el Hidalgo Caballero.
Cambiemos de tercio y apliquemos esto a la vida de un filósofo. Cuando uno empieza a estudiar filosofía tiene la sensación de haber elegido una carrera especial. Cuando uno dice que estudia filosofía todos preguntan: ¿y por qué filosofía? Y al contestar, se dé la respuesta que se dé, a uno le ocurre como cuando a Don Quijote le arman caballero, a saber, él llega a la posada y confunde al ordinario posadero con un príncipe y la posada con un castillo. Don Quijote cuenta por qué quiere ser caballero, qué le mueve a querer luchar por la justicia y por el bien y todos allí se ríen sutilmente de él y accede el posadero, convertido en príncipe por la enajenada mente de Don Quijote, a armar a éste caballero. Es decir, ya hemos empezado la carrera de filosofía y el mundo tiene otro color: el color que nuestros ilusionados ojos de filósofo le dan.
Y continuamos el camino viviendo las más diversas aventuras: recibimos afrentas que nos dejan malheridos, que nos roban un poquito más de ilusión y nos hacen regresar al hogar del que salimos como tuvo que hacer Don Quijote la primera vez que ejerció de caballero andante a quien inexperto, loco y ciego de pasión le dieron una buena paliza, recordándole que no todo en el mundo es tan dulce como su querida e imaginada Dulcinea del Toboso. Como la “Dulcinea del Toboso” de nuestra vida que en ella representa el ideal por el que queremos luchar, el ideal que soñamos poder alcanzar, el ideal que, con el paso del tiempo, se irá desvaneciendo hasta llegar a ser aquello por lo que uno quería comerse el mundo y, al final, el mundo acabó merendándoselo.
También nosotros mismos nos encontramos con molinos de viento y creemos, como nuestro caballero, que son grandes gigantes que hay que derribar para llegar hasta donde uno quiere. En ocasiones, los vencemos y, otras veces, el golpe es aún más fuerte que el que Don Quijote se dio cuando fue a vencer al primer molino-gigante.
Muchos, a los que la vida de caballero quitó la ilusión, acabaron y acabarán bajándose de un hermoso Rocinante y se convirtieron y se convertirán en el cabal escudero Sancho Panza que, a pesar de que su mente conservaba la cordura que le es propia al ser humano, de vez en cuando, dejaba volar excesivamente su imaginación sobre su razón y se imaginaba gobernando alguna ínsula Don Quijote le regalaría después de haberla conquistado en alguna batalla. Y es que todos los escuderos de este mundo, tanto los que cambiaron de caballo a asno como los que siempre fueron en asno, alguna vez, que llegarán a ser lo que el otro les proporcione sin moverse de su lado y sin lucha alguna.
Pero, como todas las novelas, la nuestra también tiene un final, nuestra vida llega cuerda a su término como el amor, después de haber vivido la gran locura de la existencia. Unos llegan habiendo vencido todos los molinos y habiendo conquistado ínsulas pero otros llegan heridos, con su biblioteca quemada por el cura y el barbero. Pero, todos llegan cuerdos porque, cada vez, ven más cerca la luz que al final iluminará su mente y les llevará al tan deseado descanso del caballero (aunque toda su vida hayan sido escuderos). Y es que a todo Don Quijote y a todo Sancho Panza, inexorablemente su final les llega pero una aventura de su alma siempre permanece.

Izaskun Martínez

De cómo la cosa da asco

Después de pensar con otros, después de la noche que se nos vino, después del vino que no tomamos, después de tomar lo que no nos mutó: la violencia ha sentenciado su territorio desalojando y desdibujando el rostro del enemigo.  

Hoy la violencia es perversa porque goza y se ensalza en el anonimato. La indolencia del otro puede matarte cuando un ladrillo cae desbocado desde un balcón construyéndose, cuando el pozo ciego aúlla su boca profunda -alguien se ha llevado la tapa para fundir el hierro en tres panes-. La farsa genocida sigue en pie, con máscaras reales del yo no soy, yo no sé, yo no puedo.

Yo-yo, un jueguito hipnótico de la mismidad automática. La misma que constituye la base de la masa. Léase: grupo numeroso de individuos que no lo son más porque se han amasado en el pegamento del número que otorga la fuerza y la decapitación de aquello que se considera lo principal, una cabeza, se supone que para pensar y discernir. Sin cabeza y con líder la masa se mueve como ameba (sin ojos ni oídos).

Yo-tu, otro jueguito de espejismos cuando no de espejitos, ¿me hablás a mí? ¿Me mirás a mí?, ¿me decís a mí? Me hacés a mí, mi amo.

Yo-tu-él un problema. De a tres la cosa se pone difícil. Y somos más de tres, hermano latinoamericano. La cosa en cuestión es que era fácil ser "europeo" en tiempos liberales, ahora en tiempos desiguales: ¡todos somos Kollas postmodernos! o kurdos o iraquíes, sé igual, miembros no distinguidos de los terceros o cuartos mundos. Vió la violencia, y ahora hasta los chicos se balean y pelean y babean. 

¡Qué lindo el siglo "equis equis i" (XXI)! que comenzó en Nueva York en el 2001 gracias a dos aviones y dos rascacielos (hubo otros aviones, pero ésos no trascendieron tanto) y con un gendarme mundial anticipado en la stars war y con las otras yerbas, guerras de ocupación y tácticas de insurrección. ¡Si Discépolo viviera cuantos tangos haría!

El miedo ¿da asco? Infunden miedo, todo es de temer, el miedo ha ingresado al mercado, cotiza entre pobres y ricos. Todos compran miedo, todos ganan intereses en la desconfianza, el miedo es un instrumento de comunicación, de información, de intercambio, de gobernación, un hábito de extraño monje.

¿Quién no tiene miedo ha quedado fuera de la cultura?

Ponte el hábito que va transcurriendo la noche; la luna chirriante en el cielo se ve como una espiral inquieta ¿serán los soles de Van Gogh? ¿El big bang? ¿el chin pun?

En la ferocidad de un mazacote, el mundo se parece a nada, las mayorías son imposibles, hormigueros pateados, desmoronados en la selva tras el paso de un animal cuyo atributo es ignorar la finitud, esto es: al hormiguero lo patea nadie.

De las minorías quedan discursos interrumpidos. De aquella usanza anterior a las rupturas idílicas, hoy sólo avizoramos tras las ruinas del pensamiento esas reliquias preciosas de lo que ya no tiene lugar de práctica legítima en el mundo. 

Todos en el hormiguero.

Esperando aterrados el paso del animal.

¿Es el animal un enemigo? No. El enemigo tiene intenciones, propósito, su rostro devela una idea, apunta al blanco de un ideal, y es el suyo, su ideal, aquello que motoriza su acto y su estrategia.

¿Será acaso, la violencia actual, hija de esta carencia de rostro? ¿Quién anda por ahí? ¿Hay alguien?
No, no hay nadie.

Detengámonos en esto: la etología o sea el estudio de las conductas animales plantea que entre la vida animal "la agresión es un pretendido mal" (C. Lorenz) ya que las conductas "agresivas" para nosotros (humanos -?-) no son más que la puesta en acción de determinados mecanismos, (deberíamos decir "animalismos" para ser más certeros con nuestras palabras) que están insertos en una trama específica la de la vida animal (defensa del territorio, cortejos, alimentación). En definitiva, la agresión es un privilegio (¿?) de lo humano. Es en la intrincada complejidad del devenir humano (sea esto lo que sea) que aparecen nuestros desvíos de "lo natural" esto ya dicho por Hegel y continuado por Marx. Nombres insignes para un intento también in-signe, en el signo que nos ha dejado, a nosotros para proseguir aquello que no se terminará de descifrar: NO Hay genoma del alma humana. Y sí, el alma existe pero NO bajo la forma imaginada por cualquiera de nuestras religiones (humanas). El alma existe bajo la forma del lenguaje y de nuestras posibilidades de forjar soplos de espíritu que no son otra cosa que palabras. Palabras dirigidas a uno, unos y otros, y allí donde haya palabra que exprese no será necesaria la agresión, impotencia de la voluntad, o grito de desazón y oprobio. La violencia es el resultado de nuestras impotencias.

Por qué no recordarlo entonces: La pasión triste es propia de la impotencia (Spinoza).

Había un dicho, un refrán de alguna época, que parecía desdecir a otro más conocido. El conocido es este: “a panza llena corazón contento”. El dicho que lo desdice es este otro: “comió tanto que se quedó triste” Y acá “triste” toma la forma de “ha comido tanto que no puede ni moverse, ni pensar, ni hablar siquiera”, porque “está que explota” esto es: “ha llenado hasta el corazón”, pues para que un corazón vaya contento por la vida tiene que haber una esperanza de algo. Esperanza significaría lugar vacante, espacio, algo que aún no hay.  Pareciera que la violencia se desprende de este no ha lugar. De un lugar que no se registra como espacio; una totalidad, un relleno donde los gases de la basura apisonada o salen por un tubo o son una bomba de tiempo. El tubo sería una suerte de ortopedia, la bomba de tiempo es lo que explota a cada rato.

La violencia pareciera remitir a cuerpos henchidos de cuerpo. La paradoja la armó Macedonio Fernández con una de aquellas frases geniales: “tanto vacío que no se entiende cómo ha podido caber en el mundo” Fenómenos de mazacotes, éstos, los de la palabra sin tiempo ni espacio que la convoque.

Se necesita del silencio para escuchar la palabra. La impotencia no es el silencio, la impotencia es una palabra compacta, pura piedra. “Y entonces se apedrearon hasta matarse”.

No entendemos y continuamos. Hemos aprendido a no abrir la boca cuando hay algo que nos excede y nos convoca. Nos convoca sin la boca (abierta de la opinión arrojada sin pensamiento y/o práctica que la funde), nos convoca a una reflexión profunda y a un silencio más profundo o insistente aún; un silencio que haga aparecer no razones sino tramas complejas que indiquen direcciones a ser tomadas, a ser continuadas, direcciones que orienten y no sigan trayendo el despiadado desapego de lo que sucede todos los días en todo nuestro mundo. Un filósofo italiano (G. Agamben) ha dicho que el modelo de nuestras ciudades es actualmente el de los campos de concentración de la segunda guerra mundial, y creemos y pensamos y sentimos que no es un buen lugar para vivir, ese modelo.

Cualquier palabra dicha sobre esta sentencia será poca. Demos lugar al silencio para que algo (alguna vez) surja.

Los límites de la interpretabilidad. Sigmund Freud

Nuestras actividades espirituales procuran alcanzar una meta útil o bien una ganancia inmediata de placer. En el primer caso, ellas son decisiones intelectuales, preparativos para la acción o comunicaciones a otras personas; en el segundo, las llamamos jugar y fantasear. Por lo demás, sabemos que lo útil no es sino un rodeo para alcanzar una satisfacción placentera. Ahora bien, el soñar es una actividad del segundo tipo y, por cierto, la más originaria desde el punto de vista de la historia del desarrollo. Es erróneo sostener que el soñar se empeña en dar término a las tareas inminentes de la vida despierta o en resolver problemas del trabajo diurno. De ello se encarga el pensar preconciente. Ese propósito útil es tan ajeno al soñar como el de intentar comunicarle algo a otra persona. Cuando el sueño se ocupa de una tarea de la vida, la resuelve como cuadra a un deseo irracional, y no como correspondería a una reflexión racional. Un solo propósito útil, una sola función, es preciso atribuir al sueño: está destinado a impedir la perturbación del dormir. El sueño puede describirse como un fragmento de fantaseo al servicio de la conservación del dormir.
De ello se sigue que al yo durmiente le resulta por completo indiferente lo soñado durante la noche, siempre que el sueño haya cumplido con su misión; y que los sueños de los cuales uno no sabe decir nada tras despertar son los que mejor han desempeñado su función. El caso contrario, tan frecuente, en que recordamos sueños -y hasta por años y decenios-, significa siempre una irrupción de lo inconciente reprimido en el yo normal. Es la contraprestación que exigió lo reprimido para colaborar en la cancelación de la amenaza que pendía sobre el dormir. Como sabemos, es esa irrupción lo que confiere al sueño su significatividad para la psicopatología. Cuando podemos descubrir su motivo pulsionante, obtenemos insospechadas noticias acerca de las mociones reprimidas dentro de lo inconciente; y por otra parte, cuando deshacemos sus desfiguraciones espiamos al pensar preconciente en estados de recogimiento íntimo que durante el día no habían arrastrado hacia sí a la conciencia.
Nadie puede practicar la interpretación de sueños como actividad aislada; ella es siempre una pieza del trabajo analítico. En este último, según sean nuestras necesidades, prestaremos interés, unas veces, al contenido onírico preconciente; otras, a la contribución de lo inconciente en la formación del sueño; y hasta solemos descuidar un elemento en favor del otro. Por lo demás, de nada valdría que alguien se pusiese a interpretar sueños fuera del análisis. No podría evitar las condiciones de la situación analítica.. y aun si elaborase sus propios sueños estaría emprendiendo un autoanálisis. Este señalamiento no vale para quien renuncie a la colaboración del soñante y procure alcanzar la interpretación de los sueños mediante aprehensión intuitiva. Pero semejante interpretación de sueños sin miramiento por las asociaciones del soñante no pasa de ser, aun en el caso más favorable, una muestra de virtuosismo acientífico de muy dudoso valor.
Si se practica la interpretación de sueños siguiendo el único procedimiento técnico que puede justificarse, pronto se repara en que el resultado depende enteramente de la tensión de resistencia entre el yo despierto y lo inconciente reprimido. En efecto, como lo he expuesto en otro lugar, el trabajo que se realiza bajo una «elevada presión de resistencia» exige del analista un proceder diferente que el de presión escasa. En el análisis es preciso enfrentar durante largos períodos resistencias intensas que no son consabidas todavía, y que por cierto no podrán superarse mientras permanezcan así, desconocidos, Por eso no es asombroso que de las producciones oníricas del paciente sólo se pueda traducir y valorizar una cierta parte, y aun de manera incompleta las más de las veces. Aunque la práctica adquirida permita comprender muchos sueños para cuya interpretación el soñante mismo ofreció pocas contribuciones, uno debe estar advertido de que la seguridad de semejante interpretación es discutible, y vacilará antes de imponer su conjetura al paciente.
En este punto, unas objeciones críticas nos dirían: Si uno no consigue la interpretación de todos los sueños que elabora, tampoco debe aseverar más de lo que puede probar, y habrá de contentarse con el enunciado de que a algunos sueños la interpretación los discierne provistos de sentido, pero con respecto a otros, no se sabe. Empero, justamente el hecho de que el resultado de la interpretación dependa de la resistencia exime al analista de esa restricción. Puede hacer la experiencia de que un sueño al comienzo incomprensible deviene trasparente en la próxima sesión, después que se logró eliminar una resistencia del soñante por medio de un señalamiento feliz. De pronto se le ocurre una parte del sueño olvidada hasta entonces, que proporciona la clave para la interpretación, o sobreviene una nueva asociación con cuyo auxilio se ilumina la oscuridad. También suele ocurrir que tras meses o años de empeño analítico vuelva a abordarse un sueño que al comienzo del tratamiento pareció incomprensible y carente de sentido, y que ahora experimenta aclaración plena por las intelecciones obtenidas desde entonces. Y si a esto sumamos el argumento, extraído de la teoría del sueño, de que las operaciones oníricas paradigmáticas, las de los niños, poseen sentido pleno y son fácilmente interpretables, estamos justificados en aseverar que el sueño es, universalmente, un producto psíquico interpretable, aunque la situación no siempre permita interpretarlo.
Cuando se ha hallado la interpretación de un sueño, no siempre es fácil decidir si es «completa», vale decir, si por medio de ese mismo sueño no se habrán procurado expresión también otros pensamientos preconcientes. (ver nota) Debe considerarse demostrado aquel sentido que puede invocar en su favor las ocurrencias del soñante y la apreciación de la situación, mas no por ello es lícito rechazar siempre el otro sentido. Sigue siendo posible, aunque indemostrado; no tenemos más remedio que familiarizarnos con esta polisemia de los sueños. Por lo, demás, no siempre cabe imputarla a una deficiencia del trabajo de interpretación, pues muy bien puede ser inherente a los pensamientos oníricos latentes. También en la vida de vigilia, por cierto, y fuera de la situación de interpretación de sueños, se da el caso de que vacilemos acerca de si una proferencia escuchada o una noticia recibida admiten esta o estotra explicitación, si además de su sentido manifiesto no denotan también otra cosa.
Muy poco se han investigado los interesantes casos en que un mismo contenido onírico manifiesto da expresión, simultáneamente, a una serie de representaciones concretas y a una secuencia de pensamientos abstractos apuntalada en aquella. Al trabajo del sueño le resulta desde luego difícil hallar medios de representar pensamientos abstractos.

¿Hay que quemar a Melanie Klein?

¿Por qué escogí este título, que, aparentemente, nos hace volver a tiempos oscurantistas: los tiempos oscuros de la Inquisición, donde se quemaba a personas y obras? Ello no sin antes haber intentado que el poseído confiese una verdad que él mismo ignoraba: el diablo estaba dentro de él.
Comenzaré señalando hasta qué punto las imágenes de demonios, de brujas y de posesiones son corrientes no solo en la clínica sino también en la teoría psicoanalítica. Una tesis sobre Freud y el diablo, llevada a su conclusión por una de mis alumnas, mostraba recientemente hasta qué punto esas imagos son coextensivas al pensamiento freudiano y a su evolución. Seguramente una visión racionalista, emparentada a la llamada filosofía de las «Luces», es otro aspecto del pensamiento de Freud: ahí donde la razón se hace luz, los demonios nocturnos desaparecen por siempre: Afflavit et disipati sunt.

         Pero en Freud no es menos fuerte el entusiasmo indefectible por el diablo, rebelde a cualquier intento de reducirlo a una ilusión. Hasta el punto que la propia metapsicología, el aspecto más teórico de la obra, es a veces comparada con una bruja. También les recuerdo el espléndido homenaje fúnebre a Charcot. Ahí Freud muestra que el descubrimiento psicoanalítico estaba cerca a partir del momento en que las histéricas comenzaron a tomarse en serio. Esa histérica que llora debe tener razón. Incluso cuando dice ignorar por qué llora. Había que suponer, pues, un clivaje de su conciencia. Pero, ¿cómo aceptar esa cosa extraña de saber sin saber? ¿Qué modelo encontrarle al clivaje? Bastaría con recordar, dice Freud, que durante siglos o milenios la humanidad le daba plenamente su lugar a esa división y a ese sufrimiento con el nombre de posesión. Charcot más los exorcistas, y todo el psicoanálisis ya está en su sitio [est déjà en place].
Llevado a este punto, el diablo deviene casi un concepto, o un pre-concepto. Como la histérica, también el poseído y el exorcista deben tener en cierto modo razón. Y, evidentemente, es la alteridad absoluta del inconciente, su extrañeza, lo que otorga una base a la idea de posesión, cuya forma apenas un poco más moderna será aquélla del «cuerpo extraño interno». En este fantasma de posesión –que es un avatar del fantasma de seducción-, Freud mismo no rechaza ocupar todos los lugares: el del exorcista, el del poseído, pero también el del diablo intrusivo.
Con este título, «¿Hay que quemar a Melanie Klein?», evidentemente lo que quisiera es rendir un gran homenaje a quien más de uno considera como la más grande creadora después de Freud. Es situarla en esa tradición resplandeciente (como se dice del gótico) que reconoce el carácter extraño, extranjero, hostil, angustiante de «nuestro mundo interno».
Se ha hablado, a propósito de Klein, de una «demoniología», y ello en un sentido peyorativo. La demoniología sería algo que se opone a la psicología al convertir nuestros fantasmas en entidades, en seres reales, atacantes, sádicos o terroríficos. Ya se había hablado del antropomorfismo de Freud para criticar la idea «pueril» (!) de que albergamos en nosotros a pequeños hombres que luchan entre sí. Y bien, los «objetos» kleinianos llevan ese realismo aún más al extremo y, en mi opinión, tanto el antropomorfismo como la demoniología nos indican la misma dirección fecunda, aquélla de la realidad psíquica.         
¿Aún se quema a las brujas de nuestra época? En el medio psicoanalítico a veces no estamos lejos de ello. Otros han relatado ese ceremonial de exorcismo que continuaba en los sótanos de Londres durante el Blitzkrieg: se trataba de expulsar a Melanie Klein del movimiento psicoanalítico. Y la pasión puesta en ese ceremonial muestra que no se trataba en absoluto de la teoría, la conceptualización o la clínica. Actualmente y, en cierto modo, lamentablemente, ya no se intenta quemar a Melanie Klein. Se la deja de lado, se la aísla. A veces se acepta su dogma, un poco como una receta. Quienes aíslan y marginan a Melanie Klein son aquéllos que mantienen un racionalismo estricto, aquéllos que desde hace mucho tiempo olvidaron la lección interpretativa de Freud; una lección que resuena siempre en los mismos términos: Melanie Klein debe tener en cierto modo razón.
Yo no me considero un defensor de la filosofía de las Luces, ni del racionalismo psicologizante que reina en una parte del mundo analítico. Pero tampoco soy un adepto del kleinismo, que, como movimiento y como doctrina, siempre suscitó mi desconfianza. Lo que caracteriza a ese movimiento es un verdadero proselitismo, la ausencia de cuestionamiento sobre los conceptos de base y, sobre todo, el retorno por otras vías a un hegemonismo; se trata de un nuevo intento de hacer del pensamiento psicoanalítico una explicación general, una psicología de conjunto: lo que, paradójicamente, me parece ser una forma de quitarle brillo al aporte kleiniano.
Aún más difícil sería que adhiera a la técnica inaugurada por Melanie Klein, técnica cuyo único mérito es volver a poner el acento en el fantasma- incluso en las interpretaciones de la defensa-, pero que me parece implicar un abandono casi total de la metodología freudiana de la interpretación. El bombardeo interpretativo es solo su aspecto más chocante. Lo que resulta evidente es la imposición de un sistema simbólico preestablecido, que desdeña todo el paso-a-paso del análisis freudiano. Éste último estaba destinado ante todo a dar su oportunidad y su audiencia al proceso primario; y es sorprendente que una teoría que se sitúa tan cerca de los procesos más profundos del inconciente solo haya conseguido traducirse en un método que nos hace volver al desciframiento más estereotipado de las palabras o los gestos significativos del paciente, sin tener en cuenta el movimiento asociativo, la referencia histórica e individual, o los miles de indicios que nos revelan si la interpretación está o no sobre la vía correcta.           
Sin ser para nada un adepto, tampoco soy de los que, por el contrario, deciden que las brujas o los poseídos por el demonio deben ser encerrados en una especie de ghetto ideológico, encierro que fácilmente permite olvidar lo que dicen como imposible de amoldar a la «medida de todas las cosas», es decir, a nuestro propio ego.
La defensa contra Klein, por anulación, no es más que un avatar de la defensa general contra el análisis y sus descubrimientos fundamentales. Freud formula esta defensa de una manera pintoresca al comienzo de La sexualidad en la etiología de las neurosis: «No será difícil poner en duda la originalidad de esta teoría cuando se haya renunciado a negar sus fundamentos». En otros términos: es falso y, si es verdadero, no es nuevo. Reconocemos ahí, dirigido contra Freud y Klein, un avatar del famoso «argumento del caldero». Evidentemente, la bruja trae a la mente el caldero…
¿Cómo progresa el pensamiento analítico? Por repetición y ruptura, por banalización y reafirmación, por circularidad y profundización. Los momentos novedosos también son retornos a la fuente. La profundización es reafirmación de una exigencia originaria. Aquí quisiera recordar dos de esos momentos de ruptura, tiempos «inspirados» del kleinismo.
El primero es el debate sobre el psicoanálisis de niños, que opone a Ana Freud y a Melanie Klein, la heredera según la carne y, en cierta forma, según la letra, contra la heredera según el espíritu. Pondré en evidencia tres puntos capitales: la técnica del juego, el problema de la educación y aquél de la transferencia.
La técnica del juego: Melanie Klein no la inaugura en absoluto, pero la hace avanzar hasta su punto máximo, hasta su sistematización. Para ella el juego es un equivalente de pleno derecho de las asociaciones libres. La objeción de Ana Freud parece resaltar la evidencia: el juego del niño tiene una función y hasta más de una. Tiene un rol manifiesto en el desarrollo, en el progreso en la relación con el mundo, en el dominio de los afectos, etc. Ver ahí algo puramente simbólico, el equivalente de un discurso, sería un abuso injustificable. Quisiera hacer sentir hasta qué punto esta cuestión va más allá de un puro problema de técnica.
La esencia de la respuesta de Melanie Klein (que despejo más claramente de lo que lo hizo ella misma) es que el juego en el análisis pasa a ser otra cosa que el juego observado objetivamente; se convierte en el equivalente de un discurso. Como el discurso del analizando, se presta a movimientos de interpretación, de confirmación, de simbolización: en el análisis, el juego pasa a dirigirse al analista.
Aquí añadiré una conclusión según mis términos personales: es necesario reconocer el corte entre lo que pasa en el análisis y lo que queda fuera; es lo que nosotros llamamos la constitución de la «cubeta», que solo puede producirse por exclusión de lo adaptativo, de lo funcional (invocado por A. Freud). El juego, dirían los lacanianos, es un lenguaje. Pero podemos dar vuelta a su argumento, que entonces no sería decisivo: no todo lenguaje tiene lugar en el contexto de la transferencia, no todo lenguaje es un lenguaje según el amor y el odio. De modo que hace falta establecer, en el seno del propio lenguaje, el mismo corte que en el juego. Sea como fuere, notemos esa poca fe en el análisis por parte de Ana Freud: ella no cree en la especificidad de la situación analítica, capaz de poner de cabeza tanto al juego como al lenguaje.
Nuestro segundo punto es la objeción educativa: Ana Freud está aterrada por el peligro de liberar las pulsiones. Se trata de una concepción muy mecanisista: las pulsiones se situarían del lado puramente biológico, las defensas y el superyo únicamente del lado social. Melanie Klein responde, en primer lugar, que ella nunca ha constatado una tal liberación de la maldad de las pulsiones, y ello a pesar de una técnica absolutamente no educativa. En cuanto al fondo de la cuestión, hace intervenir la noción de superyo precoz. El superyo, afirma, es una copia bastante pobre de las prohibiciones parentales. Su severidad puede ser contraria a la permisividad parental. Se trata de un punto que el propio Freud se ve obligado a aceptar en El malestar en la cultura.
Si ello es así, lo que se impone es una concepción mucho más dialéctica. No encontramos ahí, en un enfrentamiento absoluto, a lo pulsional y a lo educativo, al puro deseo y la pura ley. Las prohibiciones más feroces encuentran sus raíces en el ello. En el sadismo del ello. Pensar únicamente en términos de educación es olvidar que existe el riesgo de construir las prohibiciones sobre raíces pulsionales que uno se niega a analizar. Esto va a aclararse aún mejor con el tercer punto de discusión: la transferencia y su posibilidad.
La objeción de Ana Freud es a la vez hiperclásica –en cierto modo irrefutable- y completamente fuera de lugar. Su referencia es el análisis de adultos: ahí hace tiempo que los padres quedaron atrás; el Edipo está superado, como se dice, de él solo queda el recuerdo. La transferencia sería una repetición de esa situación antigua. De manera que la concepción del proceso analítico es simple: lo esencial es desilusionar al adulto. «Usted se engaña porque me considera como su padre (o madre). Ello es anacrónico». Ahora bien, Ana Freud nos recuerda que, en el niño, la relación con los padres aún está ahí, es contemporánea. De donde se desprende esta doble objeción: la transferencia es imposible; pero si por excepción fuera posible, sería una substitución efectiva, un verdadero robo del niño.
¿Cómo responde Melanie Klein? En primer lugar aporta una respuesta cronológica, genética, que no llega al fondo de la cuestión: cuando acepto en tratamiento a niños de dos años y medio o tres años –nos dice- lo esencial de su inconciente está ya constituido, esa etapa ha quedado atrás. Aquello no va al fondo de la cuestión porque tan solo se corre en el tiempo el supuesto proceso del análisis de adultos: arcaísmo y desilusión.
Lo esencial de la respuesta de M. Klein, tal como yo la interpreto, está absolutamente en otra parte: se trata de la afirmación del mundo interno, de las imagos primitivas. Esas imagos no son el recuerdo de experiencias reales más antiguas; son el sedimento introyectado de esas experiencias, pero modificado por ese mismo proceso de introyección. «En ningún caso debemos identificar a los verdaderos objetos con aquéllos que los niños introyectan». Existe entre ambos un «contraste grotesco». Así, diremos nosotros, la introyección es fundación de un mundo interior, un proceso que no tiene nada que ver con una memorización. Vemos por qué la respuesta cronológica era insuficiente.
El problema esencial de la transferencia no se resume, pues, en una relación pasado/presente; se trata de la relación entre ese mundo interno y los nuevos vínculos que se instauran. En ese sentido, no hay que temer decir que la relación con los padres reales es ella misma una transferencia. Esa es la única forma de entender y de justificar el análisis de Hans: que Freud haya confiado el rol de analista al propio padre supone, en efecto, que una transferencia sobre el padre era posible.
Nuestra conclusión respecto a esta evolución del análisis de niños será, pues, doble: afirmación del mundo interno –poblado de demonios- que para nada es una copia mnésica de un mundo real anterior, aún si toma prestadas sus representaciones de ese mundo anterior. Y afirmación de que el análisis reitera , tanto en el niño como en el adulto, ese corte entre el mundo adaptativo y aquél regido por el amor y el odio.
Segundo trueno : se trata del gran descubrimiento inaugural, a la vez clínico y teórico, resumido al comienzo del famoso artículo de 1934, «Contribución a la psicogénesis de los estados maniaco-depresivos»:
«En mis escritos anteriores di cuenta de una fase de sadismo extremo, por la que pasan los niños en el transcurso de su primer año. Durante los primeros meses de su existencia, el lactante dirige sus tendencias sádicas no solo contra el pecho sino también contra el interior del cuerpo de su madre; desea vaciarlo, devorar su contenido, destruirlo por todos los medios que el sadismo le ofrece» .
¿Qué es lo nuevo? ¿Cuál es el descubrimiento? ¡Cuidado! Tal vez ni la propia Klein ni los kleinianos sean los mejor ubicados para juzgarlo, para interpretar ese descubrimiento.
Después de todo, podría decirse , es Freud quien descubrió la pulsión de muerte. Observación banal: él añadió la pulsión de muerte a la sexualidad, y es Melanie Klein quien otorgó toda su importancia a ese nuevo desarrollo. Observación puramente exterior: el análisis progresaría por añadidos sucesivos a medida que se van explorando nuevos campos. Una tal concepción acumulativa ni siquiera es verdadera para las ciencias de la naturaleza. El movimiento científico es siempre profundización y, en psicoanálisis, esa profundización no ocurre sin un retorno incesante a la exigencia originaria.
La pulsión de muerte de Freud y el sadismo infantil de Klein se encuentran en el nivel de la exigencia originaria, aunque tal vez no en la forma en que uno y otro creían. Porque, en mi opinión, la pulsión de muerte no es un añadido a la teoría de la sexualidad, sino su profundización. Y, del mismo modo, la exploración kleiniana del sadismo es la profundización, la renovación del descubrimiento originario, aquél de los Tres ensayos. Hay que señalar que el sadismo es colocado por Klein en el origen, antes que el amor, exactamente como la sexualidad es colocada por Freud en el origen, antes que el amor de objeto. Los dos descubrimientos se escuchan del mismo modo: como escandalosos, controvertidos, ineluctables. En ambos casos se trata de algo violentamente negado, combatido por los adultos; es casi la única definición freudiana de la sexualidad infantil: lo que los adultos se niegan a ver con todas sus fuerzas. Y en efecto, se trata de algo poco visible mediante la observación objetiva. La sexualidad infantil es inferida, por Freud, sobre todo a partir del análisis de adultos. Se dirá que Melanie Klein se acerca más a los niños. Sea. Pero, exactamente como Freud, ella infiere a partir de los pacientes que analiza (niños de 3 a 5 años) unas conclusiones sobre el primer año. Poco importa que el intervalo cronológico se acorte: lo esencial no es el giro hacia el pasado… sino hacia lo originario.
Vayamos más lejos: ese doble «descubrimiento» contradice parcialmente la observación directa. Salvo en casos patológicos, ni la sexualidad infantil de Freud ni el sadismo originario de Klein son fenómenos patentes, o en todo caso constantes, del comportamiento del lactante. Son más bien fenómenos esporádicos, puntuales, lo que no disminuye en nada su importancia. Recordemos el horrible cuadro de destrucción, guerra, tortura, corrosión y explosión que Melanie Klein nos traza en el análisis de Richard. Es absolutamente ilusorio pretender que ese cuadro, encontrado en el análisis de un niño de diez años, es la copia real , mnésica, de lo que ocurrió en su vida cuando tenía uno o dos años. Sin insistir en esta discordancia entre el lactante observado y el mundo interior reencontrado por el análisis, notemos que la propia Klein supo verlo bien. Su artículo «Observando el comportamiento del lactante» propone una descripción muy diferente: un lactante más tranquilo, más risueño, a veces temporalmente rabioso. Pero no se trata del lactante «reencontrado» en el análisis, víctima constante de la más violenta lucha interna.
Detengámonos un instante. Parece como si quisiera destruir a Melanie Klein resaltando sus contradicciones. Pero mi meta es muy diferente: Mostrar, más allá de esas contradicciones, dónde coinciden las exigencias de Freud y de Klein, cómo se profundizan una a la otra. Esta exigencia es el reconocimiento del mundo inconciente, que es algo absolutamente distinto que el calco olvidado de nuestra infancia. Es el reconocimiento de la verdad de la pulsión, más allá de las asimilaciones biologizantes que harían de ella una variación del instinto y de los comportamientos adaptativos (aún cuando éstos son parcelarios, insuficientes, deficientes). La verdad de la pulsión, su constitución, tal como yo la veo, es inseparable de lo que llamo el tiempo «auto-»: el vuelco sobre sí, que es al mismo tiempo la constitución del objeto atacante interno.
Pensemos en los primeros descubrimientos de Freud sobre la sexualidad: ella es inseparable de la noción de cuerpo extraño interno, excitante desde el interior, «desencadenado» ( entbunder ) en el interior. Ese cuerpo extraño interno es lo que se deposita en el momento en que se pierde el objeto de la autoconservación. Pensemos en la teoría freudiana de la pulsión de muerte: también se trata de la prioridad del tiempo auto, tiempo de la autodestrucción o del masoquismo originario. Pensemos, en fin, en el mundo interior de Melanie Klein: también se trata de esa misma introyección del objeto perdido, en forma de objeto atacante, de perseguidor interno. Para Melanie Klein, al menos al comienzo de la vida psíquica, no existe simbolización de la ausencia. La ausencia del objeto de la satisfacción deposita en el sujeto a su doble clivado, atacante, malo. Cada vez que se aleja el objeto tranquilizador, lo que se interioriza es el objeto excitante.
Seguramente se me objetará esto: hace falta cierta temeridad para similar el objeto de la pulsión sexual al objeto mortífero de Melanie Klein. Sería muy largo justificar aquí mi postura. Pero lo cierto es que el carácter demoníaco, atacante, desestructurante de la sexualidad, es justo lo que encontramos en los orígenes del pensamiento freudiano. Ese aspecto escandaloso de la sexualidad es el que tiende a ocultarse sin cesar en la evolución del pensamiento psicoanalítico. De ahí sus resurgimientos cada vez más explícitos: la pulsión de muerte, que para mí debe ser llamada «pulsión sexual de muerte», y los objetos internos mortíferos de Klein.
Llegamos ahora a lo que podemos llamar el sistema kleiniano. Porque sin duda hay un sistema que funciona por juego de pares opuestos, permitiendo todas las mecánicas y todos los estereotipos. Esas dicotomías son las del interior y el exterior, la introyección y la proyección, lo bueno y lo malo, lo total y lo parcial, lo depresivo y lo paranoide y, finalmente, la del amor y el odio. Los adeptos corren el riesgo de utilizarlas mecánicamente, como las piezas de esos juegos de construcción donde, con ayuda de un mínimo de elementos emparejados, de oposiciones binarias, se trataría de reconstruir el mundo. Aquí encontramos la tentación constructivista de los kleinianos, que nunca es otra cosa que una expresión del hegemonismo psicoanalítico. Una vez más, se trata de convertir al psicoanálisis en una psicología universal. Sin embargo, lo cierto es que esos pares de opuestos son mucho más interesantes que el uso dogmático que puede hacerse de ellos. Es necesario interpretarlos, hacerlos trabajar, mostrar que tras su carácter mecánico se juega una dialéctica.
Tomemos el par interiorización-proyección , tan a menudo utilizado de manera no reflexiva. Nuestra primera interrogación sería: cómo podemos pensarlo sin plantear previamente esta cuestión: ¿interior y exterior de qué?, ¿del organismo?, ¿del yo? Se plantea todo el problema de la constitución del yo como cerco, como límite. Es decir –luego volveremos a esto- que el juego paranoide de la introyección y la proyección solo puede ser correlativo de cierta constitución de una totalidad, o sea de un elemento esencial de la posición depresiva .
Pero, sobre todo, debería cuestionarse fundamentalmente la aparente simetría, el juego de ping-pong incesante en el que se ve capturada esta oposición en Klein: la proyección es siempre seguida por una introyección, y ello hasta el infinito. Lacan tuvo el mérito de plantear la objeción así: ¿no hay una asimetría absoluta entre lo que llamamos introyectar –poner dentro- y la proyección? La idea del cuerpo extraño interno, presente en Freud desde el inicio, nos lleva a privilegiar la introyección como proceso constitutivo fundamental. La introyección debe entenderse a la luz del proceso que nosotros describimos como traumatismo en dos tiempos o como seducción originaria. La introyección originaria no es la represión sino su primer tiempo. Es la introducción de significantes enigmáticos que, en un segundo tiempo, la represión aislará. Digo «significantes enigmáticos» para mostrar que el universo de significantes inconcientes de ningún modo es transmitido al niño «como un lenguaje».
Hemos hablado de la introyección, a propósito del análisis de niños, para indicar su carácter fundador en la constitución del mundo interno, pero también de la pulsión misma. La introyección es algo muy distinto de un mecanismo de defensa, incluso si secundariamente puede aparecer como mecanismo de defensa y, entonces sí, entrar en una cierta simetría con la proyección.
Ahora examinemos la oposición «bueno»-«malo» que, de todas, es tal vez la menos elaborada por Klein. Sin duda los términos están entre comillas, pero lo que no se cuestiona es una cierta normatividad. Lo bueno debe triunfar sobre lo malo. Ahora bien, antes de enunciar así la meta de la cura, es necesario preguntarse si «bueno» y «malo» no implican un punto de vista unilateral. Melanie Klein nos dice que es «bueno» lo que lleva a la síntesis y que es «malo» lo que divide, lo que dispersa. Ahora bien, un punto de vista como ése no puede ser sino el de un organismo de síntesis, es decir, el del propio «yo». Inversamente, lo que es malo para el yo, en definitiva, no puede ser otra cosa que la pulsión; la pulsión que, por definición, pone en peligro el equilibrio homeostático del yo.
Cotejemos un instante esta oposición «bueno»-«malo» con el problema de la «neutralidad benévola». ¿A qué bien apuntamos con la benevolencia analítica?, ¿buscamos únicamente el bien del yo? Sería indispensable, también aquí, un mínimo de pensamiento dialéctico para mostrar que «bueno» y «malo» no son simplemente los productos de un splitting absoluto, sino que también viran, el uno en el otro, según la posición del sujeto y su adherencia más o menos marcada a los objetivos del yo.
En una comprensión no reflexiva del kleinismo, la pareja total-parcial puede, a su vez, servir a una perspectiva puramente constructivista. Así ocurre cuando lo total y lo parcial son referidos únicamente a la oposición del cuerpo como totalidad frente a las partes del cuerpo. A partir de ahí se presenta como natural la idea de que lo total debe construirse a partir de lo parcial; una idea que, por lo demás, sería rechazada por cualquier psicología genética que esté fundada en la observación. Pero debemos ahondar en la cuestión: ¿no hay, también aquí, una profunda asimetría? La parte no es la parte del todo: ella corresponde a un registro distinto. Se trata de un elemento -casi siempre metonímico – tomado como signo, como indicio. Pero nada impide que un cuerpo, en su conjunto, pueda también él ser tomado como índice. E inversamente, una parte puede ser tomada como objeto total. Es lo que Klein supo ver bien al plantear que el pecho bueno, en tanto que bueno , es un objeto total; de tal suerte que el sentimiento hacia él puede ser de culpabilidad, el mismo que hacia la persona total de la madre.
Me queda poco tiempo para hablar de la última pareja de opuestos: paranoide-depresivo , pero señalaré que es, ciertamente, la pareja más fecunda en Klein. Fecunda por la idea de posición , que supera explícitamente cualquier reducción en términos de cronología. Fecunda por la complejidad de los elementos en juego, puesto que todas las parejas precedentes se reencuentran ahí. Fecunda porque Klein nunca dejó de poner en duda la oposición esquemática de lo paranoide y lo depresivo, para hacer trabajar a uno por relación al otro. Cada vez más, las dos posiciones aparecen como correlativas. A fin de cuentas la fase paranoide, el ataque por parte de lo parcial y lo malo, solo se concibe por relación a una totalidad –más o menos lograda- que recibe y contiene el ataque. Inversamente, la angustia puramente depresiva, aquélla de la pérdida del objeto, nunca se define como puro vacío, como pura pérdida. No existe simbolización de la ausencia que no tenga que enfrentar primero el retorno del objeto en forma de objeto malo. Así, como llega a decirlo Melanie Klein, la oposición de las angustias paranoide y depresiva termina siendo solo un concepto límite. Desde el punto de vista de su proceso, toda angustia es a la vez paranoide y depresiva. Sin embargo, habría que ir más lejos para mostrar que lo que las diferencia es el problema de la constitución o, más exactamente, del anclaje del sujeto . Anclaje relativo que caracteriza la fase depresiva y que, solo de forma paradójica, le permite tomar en cuenta la supervivencia del objeto. Anclaje que sólo se concibe como correlato del proceso de represión y de constitución del inconciente.
¿Debemos, pues, quemar a Melanie Klein? Vuelvo a mi pregunta del comienzo. ¿Debemos incluso enterrarla para no verla volver una vez más, de manera incontrolable, como objeto malo?
Recordaré, de paso, lo que Hegel describe como una lucha a muerte de conciencias, como pura y simple exclusión de un deseo por otro. Lo que Hegel no vio es que no hay lucha a muerte que no engendre el retorno de fantasmas. Sin embargo, lo que sí describió es la otra salida, la salida dialéctica: la lucha de conciencias vira en dialéctica del amo y el esclavo, y sabemos que finalmente es el esclavo quien, por su trabajo paciente, saldrá victorioso.
Así ocurre con Melanie Klein; más que desterrarla o exorcisarla, hagámosla trabajar, obliguemos a su pensamiento y a su obra a trabajar. Entonces comprenderemos que el trabajo de toda gran obra psicoanalítica coincide, se entrecruza, con el trabajo de otra obra. Pienso que, más allá de todo eclecticismo, nuestra época debería dedicarse a ese trabajo, a esa intersección paciente de exigencias. Sea cual fuere el punto de partida, todo trabajo de un pensamiento psicoanalítico se encuentra con el trabajo de otro pensamiento, a condición de que se trate de verdaderos pensamientos y de un verdadero trabajo.

Pregunta: Quisiera preguntar al Dr. Laplanche qué diferencias encuentra entre la concepción de la pulsión de muerte en Freud y en Klein.
J.L : Pienso que la concepción de Freud es más profunda desde el punto de vista de la exigencia teórica, porque pone en primer plano lo que llamo el tiempo «auto-»; es decir, el hecho de que la pulsión de muerte actúa primero desde el interior y contra el propio yo. Por el contrario, Melanie Klein desarrolla clínicamente el descubrimiento de Freud pero sin darse cuenta que era necesario partir del tiempo «auto-». Es solo en sus últimos textos, especialmente aquél sobre la angustia, que trata de acercarse a la concepción freudiana, pero pienso que lo hace imperfectamente. Desde mi punto de vista, la articulación entre la pulsión de muerte de Freud y el pensamiento de Melanie Klein puede encontrarse a través de un concepto como el de introyección primaria, es decir, un proceso que transforma los datos externos en unos objetos internos completamente diferentes y atacantes.
Pregunta: A propósito del mundo interno, ¿qué es lo que rige su destino?, ¿la introyección?, ¿la proyección?
J.L : Ciertamente, Melanie Klein parte de la idea de que la proyección es primaria. Y cuando esta idea aparece, la concepción correspondiente de la pulsión ya no puede satisfacernos; es decir, una pulsión que no estaría ligada a ningún objeto, que sería una pura fuerza biológica. Por mi parte, pienso que el único momento en que puede aparecer la pulsión es aquél en que el objeto se cliva; no exactamente en el sentido de clivaje bueno-malo, sino porque, a partir del objeto de la autoconservación, se deposita un significante que está en relación metafórica o metonímica con él. Evidentemente, aquí no me refiero a un significante del lenguaje, y en esto me distingo absolutamente de Lacan. Si usted quiere, yo me inclino a unir la idea de introyección primaria con aquélla de seducción primaria. En Freud también encontramos, en el origen, esta noción de una suerte de depósito anterior a la represión; una suerte de interno-externo que deviene a la vez excitante y atacante para el yo. No sé si he respondido suficientemente: de todos modos, hacer trabajar a Melanie Klein es evidentemente hacerla sufrir, torturarla y, claro, ella no estaría de acuerdo con lo que digo aquí. 

Jean Laplanche