sábado, 31 de agosto de 2013

Fingir

Fingir que estoy a gusto, fingir que me caes bien, fingir lo que no soy , fingir que no estoy apunto de salir corriendo y desaparecer.

Hay situaciones en la vida que nos obligan a pasar por ello, es como una especie de demostración de cariño a alguien si pasas por ello heroicamente, te toca aguantarte todo lo que piensas, tus músculos se ponen rígidos, tus movimientos pensados, tus palabras medidas, y después de fingir….no llega el alivio, llega la autodecepción, llega el desánimo, llega desear estar entre aquellos que te aceptan y quieren tal y como eres, e inmediatamente aborreces eso por lo que has fingido y que tantísimo esfuerzo has puesto en que saliera bien el teatro.

¿Qué sentido tiene? Contentar, ¿contentar a quien? ¿Realmente esa persona por la que has pasado ese trance te ve como eres y le gustas tal y como eres?

Fingir…. Y dicen que no hay buenos actores….pues yo creo que todos lo somos y muy buenos llegados ciertos momentos., solo que ese tipo de teatro es obligado y no aporta casi nunca nada bueno.

Imagino...

Que mala es la imaginación, sobretodo cuando te lo crees, pero me encanta imaginar-me-te, siempre detrás de un buen paisaje que me inspire, una imagen, pero de lo que no me doy cuenta es de que en realidad siempre estoy imaginando sin necesidad de una inspiración concreta.
Lo mas delicado que puedo sentir hoy. Tengo los ojos cerrados e intento mantener mi concentración en no abrirlos, escucho mi alrededor y logro escuchar de lejos el zumbido de una abeja, noto el calor de los primeros rayos del sol en la mañana, empieza el día, respiro hondo y esbozo una sonrisa….que gran sensación, no necesito nada mas, me siento tan bien que podría quedarme en esa posición horas y horas, pero entonces una nube tapa momentáneamente ese dulzor que baña mi piel y mis NO pensamientos se ven enturbiados de nuevo, e imagino, le imagino a el apoyándose en mi hombro, recostado de lado, acercando sus labios lentamente a mi cuello, y vuelvo a sonreír, ya no me hacen falta los rayos del sol, me siento tan bien, noto su respiración, pausada, calmada, la punta de su nariz dibuja en mi cuello líneas que no logro descubrir en que dirección van, que mas da eso… esta ahí, esta aquí, esta en mí.
Es en el donde mantengo toda mi atención ahora, rezando por que este momento no termine nunca, el leve roce de sus labios acercándose entre abiertos me hace estremecerme y sonrío mas aun, me acerco disimuladamente mas a ellos, los noto, los disfruto, y el sol vuelve a asomar como vergonzoso por uno de los huecos de la nube, y nos mira bañándonos a las dos, de nuevo el zumbido de la abeja, mas cerca, pero no me importa, esta el, están sus labios todavía besando, esta parado el tiempo, y recuerdo que imagino, y todo se evapora rápidamente….pero que mas dará eso… soy dueña de mi imaginación, puedo inventarte siempre, cuando y como quiera.

viernes, 30 de agosto de 2013

El inmigrante perfecto

Acabo de leer un artículo de Iñigo Gurruchaga, periodista corresponsal en Londres, que me ha hecho reflexionar sobre mi condición de inmigrante en Reino Unido. Le cito un par de párrafos porque no puedo estar más de acuerdo con lo que dice:
“He visto a gente que ha llegado aquí, a trabajar un tiempo, en los negocios, en la diplomacia o el periodismo, con tal complejo para integrarse que pretende ser más British que los British en el idioma o el estilo y logran o bien convertirse en el hazmerreír, siempre discreto, de los lugareños o entablar camaradería sólo con los más atontados y cursis de la población local.
Y cuando uno llega sentando doctrina y con ganas de cambiarlo todo ha de resignarse a vivir entre quien piensa igual, porque los demás le percibirán, discretamente, off course, como un necio o un fanático.”
La clave del inmigrante perfecto, si es que eso existe, es el término medio. Saber integrarse en su cultura pero sin perder la tuya. Respetar sus tradiciones enriqueciéndolas con las propias si cabe. No dar por hecho nunca que tu costumbre, pensamiento o filosofía es mejor que la de ellos.
Si se siguen estos sencillos pasos el 95% de la comunidad británica te da la bienvenida. El otro 5% es el de los cafres, que haberlos haylos, como en todas partes.
Por eso no es de extrañar que el público londinense adore a Rafa Nadal aunque se haya cargado a su protegido Murray, la única esperanza que tienen de volver a reinar en Wimbledon después de 70 años. Los ingleses son grandes inventores de normas, creadores de ritos y Nadal “no se han sentido oprimidos por esas exigencias, las han conocido, las han aceptado y sobre ellas han desplegado su estilo … han entendido bien lo que se les exige y también que no se les exigía comportarse como si fuesen lugareños de toda la vida. Son lo exótico- el sexo aquí es importante- felizmente integrado.
Lógicamente, para Nadal es muy fácil porque está por aquí 15 días y se va con la música (o la raqueta) a otra parte. Para los que trabajamos como inmigrantes a tiempo completo resulta un poco más complicado, pero la base es la misma. Si te invitan a cenar a las 6 de la tarde, no acudas a las 10 porque en España se hace así, no te lo perdonarán nunca. Si acudes puntual y con un queso manchego debajo del brazo serás la estrella de la cena…


El turista zombie

El año pasado el número de turistas internacionales en el mundo ascendió hasta los 940 millones. El turismo representa ya el 9% del PIB mundial. Ni la crisis, ni la gripe aviar, ni la madre que lo parió. Nada puede evitar hoy en día que las crecientes masas de la clase media planetaria se sientan como los ricos durante una o dos semanas al año. Cámara en mano se desplazan a los lugares más remotos, exóticos e inaccesibles del último catálogo de viajes del Corte Inglés y exhiben esa foto sujetando la Torre de Pisa o metiéndose el Machu Picchu por el ojete en su preciado muro de Facebook.
El turista actual pasa más tiempo en Internet que un adolescente en celo. Durante meses antes del viaje, peina sistemáticamente la red en busca de ofertas y chollos, a la vez que frecuenta foros especializados en los que intenta resolver grandes inquietudes como… “a cuánto va la barra de pan en Nepal?” o “rasca el papel de culo en el Easyhotel de Bayswater?”.
Uno de los viajes de moda, si el presupuesto no da para más excentricidades, es la visita a Londres. El otrora glamuroso trayecto a la capital británica hoy es comparable al transporte de ganado. Preséntese con 3 horas de antelación en el aeropuerto internacional de Quintanilla de Onésimo, donde una tartana con alas provista de azafatas feas irlandesas le llevará hasta una localidad tan cerca de Londres como Toledo de Madrid.
Este degradante proceso llamado viaje low cost, convierte automáticamente a los viajeros en turistas zombies. Se desplazan lentamente y en grandes grupos por el mercado de Portobello los sábados, el de Camden los domingos y el Soho al anochecer y en lugar de “cerebrooooos” dicen “fotoooooos”. Visten prendas que solo un muerto viviente en el extranjero llevaría: esa chaquetilla que regalaban con el Marca, las bermudas que ya estaban pasadas de moda hace 6 temporadas o cualquier cosa que estuviese en oferta en Decathlon la semana antes del viaje. No interactúan con el entorno salvo para comer y beber o hacer cualquier cosa que le ordene su guía de viaje. Su única misión es volver a casa con una foto en una cabina roja, otra junto a un Guardia Real, una en la entrada del barrio chino y, si no sale muy caro, la atrevida foto engullendo un “fisanchís” o “fulinglisbrekfas”.
Si te has sentido identificado con la definición del “turistazo”, no te sientas culpable, es imposible escapar del turismo zombie. Todos pasamos antes o después por el aro, aunque los más osados tratan de resistirse en vano. Se alojan con sus mochilas, sus rastas y sus albarcas en un albergue cutre y visitan los lugares “menos turísticos” recomendados en su Lonely Planet, la biblia para todo viajero independiente que acaba con la independencia de todo viajero.
De hecho, solo hay dos formas dignas de escapar de esta maldición: una es teniendo un amigo local que te lleve a su bar favorito o a ese rincón desconocido que le llevó años descubrir. Pero claro, no se puede tener amigos en todas partes, eso sólo es en Facebook. La otra forma, como no, es visitando Guirilandia…

Las dos caras de la mujer en el tren

En una mañana común, a bordo de cualquier tren de cercanías o metro del área metropolitana de Londres, se producen cientos, miles, puede que decenas de miles de metamorfosis. Tantas como mujeres sin maquillar tomen el tren.
El perfil, al menos de las que abundan en mi tren es muy parecido. Mujer de entre 20 y 40 años, con bolso caro y de asombrosa capacidad, iPhone y un café para llevar. Lógicamente si no han tenido tiempo de maquillarse en casa, mucho menos de desayunar. Si la mujer se encuentra próxima a la veintena aumentan las posibilidades de que también se haga las uñas a bordo. Si supera la cuarentena, el café para llevar viene hecho de casa y en un termo.
De esta forma, conforme el tren se aproxima a su destino y desafiando con destreza extrema al traqueteo, las legañas dan paso al rímel, las ojeras al colorete y la boca seria al pintalabios. La mujer que baja del tren ya no es la misma que entró hace tan solo unos minutos.
Esta entrada es para todas esas mujeres que inexplicablemente, en medio del vaivén del tren, no se han sacado todavía el ojo con el bastoncillo del rímel. También para las que me aturden a menudo con el olor del esmalte de uñas. Si tuviera la mitad de valor que ellas, me afeitaba de camino al trabajo.

martes, 27 de agosto de 2013

El pragmatismo y la filosofía

Hace algunos años cuando dicté mi primer Seminario de Postgrado acerca de Richard Rorty tuve algunos estudiantes inscritos, otros como alumnos libres en calidad de «turistas-curiosos» ante la expectativa de algo no muy corriente: un filósofo norteamericano, más aún, un férreo opositor a la política de Bush, nacido en una familia trotskista, defensor de la literatura como fuente de una ética colectiva.
Desde el comienzo Rorty me pareció un pensador de una honestidad poco frecuente en la Filosofía, que además de un inigualable estilo (se puede llegar a discutir si Rorty es o no el pensador más importante de la actualidad, pero es indiscutible que es el mejor escritor filosófico surgido desde Bertrand Russell) poseía un atípico sentido del humor, propio del ironista, alguien capaz de distanciarse de sí mismo y no tomarse demasiado en serio.
Así, con Rorty descubrí un nuevo estado de ánimo en la Filosofía. Con él se inauguraba una actitud postpesimista, así como una renovada disposición al debate transparente y frontal, una invitación al diálogo interdisciplinario genuino, a la discusión crítica y al desarrollo de un pensamiento original e independiente, «al aire libre» —por decirlo de alguna forma— como condición de la higiene y buena salud de la Filosofía. Así con Rorty —me pareció— la Filosofía podía salir del marco hermético de ciertos departamentos universitarios, aislados y emplazados como sociedades secretas, con sus propias retóricas, sus propios ritos de iniciación e incluso sus propios santones.
Rorty rescató a la filosofía de sus limitaciones analíticas y la devolvió a preocupaciones centrales tocantes a las formas de organizar la convivencia en una comunidad política, como entablar diálogos con gente en apariencia no sólo diferente, sino hostil a las posiciones en que nos encontramos instalados en la vida.
Para Rorty, la convergencia entre pragmatismo y mentalidad norteamericana radica precisamente en esto y opera sustituyendo «las nociones de “realidad”, “razón” y “naturaleza” por la noción de “futuro humano mejor”». Según esta interpretación posmoderna, Dewey y en general el pragmatismo, ya sea «clásico» o contemporáneo, no creen que exista un modo de ser real de las cosas, sino sólo descripciones más o menos «útiles» del mundo y de nosotros mismos. Útil para crear un futuro mejor.
El pragmatismo (o neopragmatismo) que Rorty contribuyó a difundir ha permitido recuperar la idea de una filosofía norteamericana, de un modo norteamericano de encarar las cosas, desde una «nueva» perspectiva, definida por su desapego a la metafísica y por oposición a las corrientes filosóficas de la «vieja Europa» como el positivismo, la filosofía analítica y la fenomenología.
El pragmatismo, en este punto, puede sintetizarse como un rechazo por la noción de verdad objetiva. La verdad, para el pragmatismo, es circunstancial, aunque no completamente relativa sino resultado de un acuerdo o convención. Esta filosofía critica también la idea de una racionalidad ahistórica, capaz de definir de antemano el carácter de lo que es moral y de lo que no lo es, y finalmente rechaza la pretendida «objetividad» de los hechos y de las explicaciones que de ellos nos forjamos. Ahora, lo que está todavía en cuestión es en qué medida las aspiraciones del pragmatismo puedan corresponderse con las efectivas prácticas políticas y tecnocientíficas que identifican hoy a lo norteamericano. De hecho, Rorty mismo da cuenta de esa incertidumbre.
Es necesario por tanto abandonar la pretensión de «conocer» la realidad para preguntarse lo único verdaderamente concreto y útil: «¿Podemos mejorar nuestro futuro?». En el fondo lo importante es la esperanza de crear un mundo nuevo para que nuestros descendientes puedan vivir en él con «más posibilidades y libertad» que lo que hoy podemos imaginar. Ésta es la razón por la que Dewey insiste en el hecho de que la búsqueda de un conocimiento seguro debe ser sustituida por el reclamo a la imaginación. Aquí radica, en opinión de Rorty, todo el espíritu «americano»: «uno debe dejar de preocuparse por si lo que cree está bien fundado y comenzar a preocuparse por si ha sido lo suficientemente imaginativo como para pensar alternativas interesantes a las propias creencias actuales».
Rorty, fue profesor de Filosofía en la Universidad de Princeton, hasta que desilusionado con la mezquindad intelectual de las cátedras de filosofía, renunció a la suya para ocupar el puesto de profesor de Humanidades en la Universidad de Virginia, y es precisamente el antiesencialismo y el anti- fundamentalismo —esto es la renuncia a toda pretensión de poseer un método o una posición privilegiada para acceder a la «verdad»— lo que está en la base de esta renuncia. Rorty concluyó su larga carrera académica mudándose a la cátedra de Letras de Stanford, en 1998. Allí llegó a ser un profesor muy querido por colegas y alumnos, sus cursos estaban siempre atestados de jóvenes estudiantes ansiosos de oír a este deportista de la buena fe y del buen tono, cosa tan poco habitual en las implacables arenas del debate intelectual contemporáneo. Rorty admiraba profundamente a las personas, prestaba atención a sus alumnos, amaba la literatura con pasión y gozaba profundamente de su trabajo.
Rorty optó por situar a la filosofía junto con la crítica literaria, la poesía, el arte y otras formas de las así llamadas humanidades y yo que por aquel entonces me integraba a un Departamento Universitario de Artes y Humanidades no pude sino terminar prestando atención a este intelectual atípico, lleno de entusiasmo pese a los más de 70 años que llevaba a cuestas y la carga de ser el último pensador norteamericano.
Rorty, gracias a su formación en la tradición de la filosofía analítica angloamericana y su vinculación con el pensamiento centroeuropeo, lograba como ningún otro filosofo contemporáneo convocar a estudiantes con intereses diversos, desde la analítica dura a la literatura y la poesía. Para él, integrar diversas corrientes en sus investigaciones filosóficas le resultaba natural, estaba particularmente dotado para resistir ante la amenaza constante que acecha a toda filosofía (desde dentro) de convertirse en ideología, en una militancia totalitaria y sesgada. Rorty, en cambio, concedía a sus ideas el carácter de modestas descripciones, provisorias y contingentes, aún cuando se esforzaba por seducir a sus interlocutores, jamás rozó el dogmatismo ni hizo adoctrinamiento ni proselitismo de lo que ya se dejaba entrever como una Filosofía de nuevo cuño, un nuevo estilo de encarar las cosas, lo que luego vendría a ser el neo-pragmatismo, donde hablar del mundo —más allá de toda ingenuidad realista— vino a ser simplemente valerse de las metáforas favoritas de uno para realizar un arreglo del mundo, para construir una narrativa exitosa, una que funcione, estamos, no hay que olvidarlo, ante el heredero de la tradición pragmatista norteamericana. Rorty desde este suelo ha dialogado con las grandes corrientes filosóficas contemporáneas, desde la filosofía analítica a la teoría crítica, y con sus grandes autores, desde Martin Heidegger hasta John Rawls.

Adolfo Vásquez Rocca

De lo tangible a lo intangible

Lo refinado es aburrido y lo salvaje es muy obvio.
De un momento a otro se me vino a la mente esto,  tan solo es un decir.
Es bien claro que para el gusto de algunos es grotesco para otros, cuestión de gustos.

Quizás a solas te preguntes y te interrogues.

La mayoría de las personas se la pasan analizando si las cosas funcionan, lo cual debo decir que es muy “cansado” para mí. Diría que no es recomendable. Pero que “cliché” suena citar a esta frase, de los errores se aprende.

Muchas personas entran y salen de tu vida ¿En qué lugar y en dónde? No tienes por qué contarlas solo basta con el simple hecho de recordarlas.
Y es que algunas cosas te llevan a las otras y es que es inevitable recordar. Muchas veces inconscientemente, no quiero justificarme pero por el momento es lo más lógico que encontré.
De alguna manera tengo la buena manía de buscarle excusas a todo.

En algún momento todos los que aman desconfían, así que no hay porque sentirse culpable.
No lo digo por mí
Y es que se dice que una adicción alimenta a la otra.

Y parece que siempre está latente ese deseo insoportable de acercarte a lo que no debes.  En este caso no se podría decir que polos opuestos se atraen, esto no es así.

Tomaré prestada esta conversación "armada"
Cada noche empieza alegre, dice: “Soy libre y esta noche marcara mi destino”. Pero después de un rato deja que las cosas lo derrumben.
¿Puedo preguntarte algo?
¿Porque la gente buena elige salir con las personas equivocadas?
Yo digo: lo que es bueno para alguien es malo para otros en viceversa. Cada quien acepta el amor que cree que merece.
¿Podemos hacerles ver que merecen algo mejor?
Con el tiempo (*) como odie escuchar esa pregunta. Quien dice es mejor o peor. (If you only know)

Por alguna razón amo lo que desconozco.

Menos idealismo, más pragmatismo

Y no me digan esa palabra, “para que odiar, si resulta más cansado” de hecho es cierto, pero es inevitable que no me cause molestia, más aun si no lo entiendo perfectamente.

No creo en eso de que “si no lo conoces, no te afecta”, eso es peor créanme.
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¿Saben? Creo que al decir que odias algo  te libera un poco, ya que algunas veces dicen, “todo está bien, no hay ningún problema”  pero las comillas deberían ser más grandes para que, hasta el más miope las pueda ver.

Es triste saber que cada cierto tiempo las personas se convierten en títeres.

No estoy dispuesta a convertirme en uno, no quiero actuar en “base a” o “como” no haré lo que esperas, no ahora.

A menudo personas diciendo quieren algo, cuando en realidad solo es un simple “deseo”, diciendo cosas que no “sienten” pero qué más da, si así quedas bien.

¡Oye, bien por ti! Ahora le agradas a todo el mundo, pero tú sabes que a ti mismo te desagradas.

¿O es que ya aprendiste a mentirte a ti mismo?

Está de más decir que nunca eh sido una persona muy intuitiva

Nadie está dispuesto a mostrar sus heridas y debilidades ante nadie.Yo aun ando aprendiendo, que contar y que guardar.

Hasta hace unos meses atrás, no hubiera pensado que estaría escribiendo “pequeños” escritos. Quizás a los oídos de mucha gente suene como, quejas inmaduras o disparates incoherentes. La mayor parte de la gente ignora y evita las cosas que trascienden a los límites de su entendimiento, tachándolas de irracionales e indignas de consideración.


No espero que se me entienda con totalidad, lo que trato de decir es que TODO TIENE UN SIGNIFICADO, no es justo desmerecer algo solo porque no está al alcance de tu entendimiento.

lunes, 26 de agosto de 2013

Relato de un hackplayer

“¿Has sentido alguna vez lo que es tener a 1 millón de zombies postrados frente a tu monitor listos para hacer lo que te plazca? Es una delicia. Esa sensación te atrapa entre sus garras y te recuerda que eres una caquita de mosca flotando entre toneladas y toneladas de basura. Y aún con lo poco que vale la basura, la caquita de mosca es mil veces más barata. La red de redes no te adopta, te soborna. Te compra y te tira, por eso la quieres. Y querer así envicia, tú ya sabes.
En eso si tú y yo nos parecemos: tenemos sentimientos muy ambiguos sobre lo que existe ahí adentro de los cables llenos de bits y bytes. Sentimientos encontrados, y no porque sean distintos sino por el milagro de que se encontraran, después de tanto buscarse, creo. Aunque no sé si esté muy bien llamar milagro a esta puta catástrofe que me tiene escondido diariamente para agazaparme en mi guarida de Jedi Digital. Como que me voy a los extremos todo el tiempo no??? O tú qué piensas?? A veces maldigo tanto a los demás que hasta rezo para que les vaya mal. Virgen Santísima, que le amputen una pierna a ese hijo de la chingada. Y otras estoy rezando para que me vean, me sonrían y les pueda enseñar mis algoritmos paralizados diseñados con amor. Pero el resto del tiempo trato de no pensar en nada más que en mí y mis proyectos o fetiches.
Imagínate el freak que me invadió cuando se te ocurrió contarme que te llamas igual que yo. Era como decirme: Soy inmune a tus venenos. Y eso no se le dice a alguien como tu servidor, entiendes? Un día se me ocurrió que a lo mejor la protección no era contra los virus o los gusanos de Internet, sino contra todo el mundo. Soy una cucaracha antisocial, ¿ajá? Trabajo de actor, de “compuloco”, soy team athlete, a veces twenty four hours a day, seven days a week, day or night, rain or shine, spring or winter, up and down puta madre. Me desquicio, me provoco náuseas…y eso me agrada….”

sábado, 24 de agosto de 2013

Los locos. Steve Jobs

Esto es para los locos. Los inadaptados. Los rebeldes. A los alborotadores. La ronda delas clavijas en los agujeros cuadrados. Los que ven las cosas de manera diferente. Ellos no son aficionados a las reglas. Y no tienen ningún respeto por el status quo. Se pueden citar, de acuerdo con ellos, glorificar o vilipendiar a ellos. Casi lo único que no puedes hacer es ignorarlos. Debido a que las cosas cambian. Empujan a la raza humana. Y mientras que algunos pueden verlos como los locos, vemos el genio. Debido a que las personas que están lo suficientemente locos como para pensar que pueden cambiar el mundo, son los que lo hacen.


Aprender a vivir

Cuando Luc Ferry publicó “Aprender a vivir. Filosofía para mentes jóvenes” produjo una verdadera revolución. En menos de dos meses se vendieron en Francia más de 100.000 ejemplares, una cifra insólita para un libro que sintetiza las diferentes formas de ver el mundo desde los griegos a los filósofos contemporáneos. El fenómeno resulta aún más curioso si se tiene en cuenta que este libro está destinado fundamentalmente –aunque no de forma exclusiva– a los adolescentes, de quienes se supone que están más interesados en vivir la vida que en reflexionar acerca de ella.
¿Qué fue lo que convirtió en best-seller a un libro que trata sobre una materia que a priori se considera ardua? El lenguaje que evita deliberadamente la oscuridad y la cita erudita fue, sin duda, un punto a favor. Pero quizá lo más significativo sea el hecho de que Ferry no plantea la filosofía como una mera reflexión sobre el mundo, sino como un saber capaz de ayudarnos a vivir mejor. Al igual que una llave inglesa o un martillo, el pensamiento filosófico tiene para él un valor instrumental, es una herramienta y, como tal, “se usa” en el día a día. Para qué sirve la filosofía y de qué forma nos puede ayudar a vivir es el tema fundamental de esta entrevista con Ferry, un hombre que conoce bien a los adolescentes por haber sido ministro de Juventud, Educación e Investigación de Francia entre el 2002 y el 2004. Filósofo y punto de referencia de la cultura de su país, es también un defensor de la filosofía como saber práctico que conviene llevar bien a mano en el bolsillo o en la cartera para enfrentar cualquier ataque de angustia existencial.


Reportaje a Luc Ferry en la Revista Noticias:
Noticias: Contrariamente a lo que afirman todos los manuales, para usted la filosofía no es meramente el asombro y la reflexión, sino que tiene un sentido práctico. ¿Cuál es, específicamente, ese sentido práctico? ¿De qué forma la filosofía puede ayudarnos a vivir?

Luc Ferry: Hoy casi todos los profesores de filosofía, cuando se les pide que definan la filosofía, siempre dicen que es la reflexión, lo explicativo, la argumentación. Y dicen, además, que su objetivo en la escuela es que los alumnos aprendan a reflexionar, a pensar por ellos mismos. Lo que yo digo en mi libro y lo que creo desde hace mucho tiempo es que la filosofía no tiene nada que ver con todo esto. Es cierto que se relaciona con la reflexión y con la argumentación, pero también ustedes, los periodistas, reflexionan en su profesión y, sin embargo, no son filósofos. Una madre de familia reflexiona y argumenta con su marido y con sus hijos. También reflexionan y argumentan los políticos, los biólogos, los escritores, los artistas. Todo el mundo lo hace. Por lo tanto, la reflexión y la argumentación no pueden servir como definición específica de la filosofía. Si le hubieran dicho a Spinoza o a Nietzche que la filosofía era la reflexión y la argumentación se hubieran caído al piso. (Risas)

Noticias: ¿Y entonces qué es?

Ferry: Desde que la inventaron los griegos, en el sigo VI a.C., consiste en la búsqueda de la sabiduría. ¿Y a qué se le llama “sabiduría” en filo-sofía, qué es la “sophia”? La sabiduría se da, en verdad, en el momento de la vida en que somos capaces de vencer los miedos que nos impiden vivir, que nos restringen. Hay diferentes miedos: miedo social, miedos psíquicos como las fobias, el miedo a la oscuridad o a quedarnos encerrados dentro del ascensor, el miedo del amor.

Noticias: ¿Qué es el miedo del amor?

Ferry: Frecuentemente es más que el miedo por uno mismo, el miedo por los otros: el miedo por nuestros hijos, el miedo por nuestros padres que van a morir. La idea de los griegos que va a atravesar toda la filosofía hasta Nietzche y Heidegger es que el sabio es aquél que ha triunfado en la tarea de no sentir miedo, aquél que ha logrado remontarlo.

Noticias: ¿Por qué se identifica la pérdida del miedo con la sabiduría?

Ferry: Porque cuando uno ha vencido el miedo, se ha salvado, ha logrado la salvación. Y cuando se ha logrado la salvación se puede acceder a la vida buena. ¿Qué significa este triunfo sobre el miedo? Significa la libertad y la generosidad.

Noticias: ¿Por qué?

Ferry: Fíjese, cuando uno tiene miedo, -y yo, como todo el mundo, también lo tengo- se vuelve totalmente egocéntrico, totalmente cerrado a los otros, menos capaz de amar y pierde todo tipo de libertad de espíritu porque está preocupado, precisamente, por el miedo. La idea de los griegos era que la sabiduría es la serenidad que proviene del hecho de no tener miedo. El sabio es libre porque ha perdido el miedo y puede amar a los otros porque es libre.

Noticias: ¿Entonces tanto la religión como la filosofía serían doctrinas de la salvación?

Ferry: Sí, la única diferencia es que en la religión podemos ser salvados del miedo por la fe y por Dios, mientras que en la filosofía nos salvamos del miedo por nosotros mismos y por la razón. Si somos creyentes, no tenemos necesidad de la filosofía. (Se ríe.) Pero si no somos creyentes, tenemos las grandes filosofías con las grandes respuestas. Sin embargo, hoy la mayor parte de los profesores de filosofía les dicen a los alumnos que lo importante es plantearse las preguntas, no tener las respuestas.

Noticias: ¿Para usted la pregunta filosófica carece de importancia?

Ferry: La pregunta filosófica es de una inmensa banalidad, no tiene ningún interés. ¿Cómo remontar el miedo y llegar a la serenidad, a la sabiduría? Es una pregunta trivial, la misma que se plantea la religión. Lo que es genial es la respuesta. Hay cinco o seis respuestas geniales: la de los estoicos, la de la filosofía cristiana, la de los humanistas laicos como Rousseau, la respuesta de Nietzche o Heidegger. Estas respuestas sí son grandiosas, no las preguntas.

El mundo de Sofía

Sus brazos expresan tanto como su voz. Se abren y se cierran, se alzan y se posan cuando las palabras Misterio, Universo, Milagro, Vida o Muerte salpican la conversación. Jostein Gaarder parece emprender un vuelo imposible. "Estoy muy cansado", comenta este autor que pronto cumplirá 47 años y que hasta 1991 era un desconocido en los ambientes literarios. El mundo de Sofía, obra publicada ese mismo año, lo convirtió en un escritor reconocido internacionalmente. Desde entonces, su vida nunca volvió a ser la misma. Maya, su novela más reciente, profundiza en el juego, la probabilidad, el amor y la naturaleza. Con esta obra, el escritor nos invita a un peculiar psicoanálisis cuyas preguntas se remontan al periodo devónico, cuando el hombre era un bello anfibio.

Pocos días antes de cumplir los quince años, la joven Sofía recibe una misteriosa carta anónima, en la que sólo hay escritas unas inquietantes preguntas: ¿Quién eres?, ¿Cuál es el origen del mundo? Este será el punto de partida de una apasionante expedición a través de la historia de la filosofía occidental, que contará como guía con el enigmático filósofo Alberto Know. Juntos recorrerán a través del tiempo y del espacio 2.400 años de historia, pasando por la Antigua Grecia o la Edad Media hasta llegar a la era moderna. En esta peculiar travesía conocerán a los pensadores más famosos de cada época, embarcándose así en una gran y sorprendente aventura épica.

jueves, 22 de agosto de 2013

La filosofía es como entender un chiste, lo coges o no

Siguiendo el dicho de Savater, confieso que a veces no entiendo a  ciertos autores, sus textos, o me producen aversión por diferentes motivos, entre ellos el superfluo del mal estilo literario o mal gusto. Con los textos filosóficos, me ocurre lo mismo. Al final de su libro, Qué es leer: la invención del texto en filosofía, Paco Vidarte hace una reflexión sobre las dificultades para leer, descifrar los textos filosóficos. Nos dice que todos tenemos una forma de leer, aprendida con la experiencia porque es la que más nos permite ver, y en sentido heideggeriano ver es comprehender, que nos acerca a la comprensión del texto, con lo que imitamos a quienes hacen las cosas de una sola manera porque es la única que nos proporciona buenos resultados. ¿Pero qué pasa si como Gadamer dijo: los textos de filosofía no son propiamente textos, sino aportaciones a una conversación a través de los tiempos? La lectura de un texto filosófico deriva a otra dificultad, parece que entonces la tesis básica de la hermenéutica se concreta en la defensa de que  la comprensión, articulada en una interpretación que entraña un momento también de aplicación, modifica nuestra pre-comprensión, nuestro modo de estar en el mundo, es decir, es una acción conformadora del mismo, como si la hermenéutica filosófica defendiera un acontecer de un lenguaje universal que pudiera explicar todo el mundo. Para Gadamer, (Verdad y método), parece que al interpretar un texto de filosofía se da una experiencia de verdad cuya estructura es la de una mediación entre nuestra visión lingüística del mundo y la lengua del texto; el texto sólo se presenta a la comprensión en el contexto de la interpretación, implica al lector, cuya función, la tarea de la interpretación y aplicación son momento de la comprensión misma. Ya Vattimo definió la hermenéutica como el discurso rigurosamente teórico que concierne al modo de darse el ser en nuestra experiencia y Gadamer asume la ruptura heideggeriana entre sujeto y objeto, lo que le llevará al comprensión de la verdad como aletheia.  Ahora bien, si a  partir de Descartes, se invierte la idea de representación platónica para ir afirmando el mundo de la representación, el ser pasa como categoría de presencia, a ponerse en relación con el ser humano. Sujeto y objeto, reflexión e intuición son categorías indisociables y complementarias de la representación. Representar como captar y comprender, filosofía entonces del concepto, que es al final una teoría de la identidad, creada por una subjetividad que lleva al rechazo de la diferencia entre el ser y el ente. Cristina de Peretti dice que: “No deja el texto al sujeto como fundamento de sentido, ya que sería una subjetividad metafísica, cuando con Heidegger, sabemos  que el hombre y el ser es copertenencia”. El texto aparece como una transición capaz de ejecutar, de lanzar un nuevo pensamiento, cuando lo leemos sin dactilografía, sin pasar el dedo por las líneas, como esa forma obtusa de leer que nos señala Vidarte. Cuando nos absorbe la trama, el tejido y transforma el pensamiento esencialmente. Ahora bien, si el pensamiento se expresa por la voz, el significante sólo deja huella en los demás, en su conciencia a través del signo. Como quiere Derrida, se vive y se dice como exclusión de la escritura, de ese recurso a un significante exterior, sensible y espacial. Hay un rechazo occidental a esa escritura, pues el habla se asemeja al logos, se desprecia la escritura rebajándola a una categoría secundaria por no decir violenta frente a ese logos-palabra. El logocentrismo que supera Derrida con la diseminación, lo que no vuelve al orden, que hace que el autor ya no sea el significado último de un texto. Ausencia de voz como escritura, en la que toda voz se convierte en signo iterable en ausencia de cualquier intento de comunicación. Todo significado es significante cuando está en la cadena de las significaciones. Si el signo representa a la cosa misma, si hace presente una ausencia, sólo puede pensarse a partir de la presencia diferida. Problema de la escritura como problema de la metafísica.
        El concepto unitario, homogéneo del texto, quizá deba desestructurarse, como dice Ana Martínez, en Interpretar en Filosofía. Cuando como lectores nos enfrentamos a un texto singular, la interpretación que nos sitúa frente a él, en posición de lector/texto, ya ha tenido lugar, ya han sido organizadas por una serie de presupuestos, eso sí anteriores, así como por una red de significaciones que escapan al control deliberado del lector. Y no exclusivamente en lo que respecta a la clausura del sentido del texto, también en la imagen de lo existente, lo dado, el mundo, la verdad, actúan como criterios igualmente naturales y dadores del sentido. El concepto del texto: la relación entre lo universal y lo singular,  y los límites del texto: práctica “singular” permanente al enfrentarnos a la interpretación. Derrida ha dicho: “Lo que yo llamo texto es también lo que inscribe y desborda prácticamente los límites de tal discurso. Este texto se encuentra en general dondequiera que ese discurso y su orden, (esencia, sentido, verdad, querer-decir….) son desbordados. Una escritura y una literatura que no son tipos determinados sino  una reinscripción.
        El texto debe ser observado  entonces como una actividad, si cada vez que se lee un texto se ve uno obligado a reconsiderar la pertinencia de la estrategia general de la deconstrucción filosófica.  Porque el texto siempre falla.  Y si esto pasa debemos entonces deconstruir el texto, la escritura, el discurso y lo filosófico mismo, des-marcar los vocabularios clásicos, sus nomenclaturas y sus usos, desestructurar sus órdenes discursivos, suspender los valores asociados a esas órdenes y límites a partir de los cuales las filosofías y sus interpretaciones son practicables. Abrir una posibilidad a la interpretación como crisis de sentido.  Derrida dijo : “He intentado sistematizar la crítica deconstructiva precisamente contra la autoridad del sentido, como significado trascendental o como telos….contra la historia determinada, en última instancia como historia del sentido, la historia en su representación  logocéntrica, metafísica, idealista…”. El fallo quizá obedece no tanto a la esencia de la interpretación, ni a su límite, sino a la deconstrucción como lectura estratégica singular. Lo que muestra es que cada lectura singular vuelve a poner en cuestión todo acto de interpretación, no es la multiplicación de sentido y valor, es la capacidad de organizar el azar y la contingencia que envuelve cada acto de lectura.  Lecturas que intentamos traer a nuestro bando vital.
       Leemos como vivimos, con nuestras experiencias y nuestras creencias adoptadas, más o menos duraderas que nos tiñen la conciencia de fobias, filias, deseos, tradiciones o anhelos de comprensión que nos satisfagan. Invitamos a un texto a que nos complazca, esperamos de él que se reúna con nuestra preparada impresión, que entre a dialogar con la casa de acogida aunque sea,  a veces, dejando fuera otros conceptos que nos aportarían nuevos sentidos. Tendemos a reconocer nuestras calles, nuestro barrio en los mapas que dibujan los textos. Leemos y creemos, nos dice Vidarte, nos acostumbramos, caemos en la repetición, cuando leemos y cuando escribimos, no somos autores, somos repeticiones de los anteriores autores del mundo: como quiere Barthes, matar al autor, sólo hallar el goce que produce el texto. Alternativas difíciles de conjugar: quizá como reunión heideggeriana, como la voz dialogante con uno mismo de Gadamer, con la diseminación derridiana o quizá somos producción de nuevos sentidos a partir de la mímesis creadora como quiere Ricoeur. A veces se da el caso de que descubrimos dentro del barrio trillado de nuestra forma de leer, nuevos callejones, líneas de fuga, en rizoma, arborescentes, descubrimos el acontecimiento al repetir nuestros pasos, nuestros senderos repetidos. Ricoeur dice que no hay autonomía en el texto, que es inconcluso, siempre necesita del lector, que la lectura forma parte del texto, está inscrita en él. Vidarte dice que ninguna lectura es incapaz de agotar el texto, sólo despliega una parte de él, es ganancia y pérdida. La lectura siempre se verá excedida por el texto. Juego cruel, que se soporta sobre las estrategias que diseñan los jugadores implicados, el texto, el autor y la lectura como recepción del lector. Ardua tarea de una hermenéutica que debe centrarse en la dinámica interna del texto como mediación de la auto-comprensión del lector cuya subjetividad debe constituirse, ante y por el texto, como un efecto textual que hace como quiere Ricoeur, que comprender un texto es comprendernos frente al texto, recibiendo de él un yo menos finito que antes de su lectura. Creciendo para mejor, espera uno, con el sentido de la escritura, en una suerte de Sammlung entendida como recolección de la verdad y el sentido. Sentido de la escritura que es ofrecido, muchas veces sino siempre, como nos dice J L Pardo, por las palabras de grado cero: garantizan y soportan la estructura del texto, de la red tejida de significantes, porque el sentido está en exceso en ellas, significan demasiadas cosas a fuerza de no significar ninguna en particular, se oponen a la ausencia de significantes, son la referencia mutua de los significantes que nos atrapan, aseguran la circulación de los significados que comprehendemos, que nos hacen desear sin que ostenten representación alguna, un deseo cualquiera. Y cualquiera es una palabra de grado cero por excelencia, lleva en su raíz el título de querer. El texto es también evocación, sugiere una llamada a constituirse en nosotros, hallar la diferencia, lo no dicho, lo escondido por otro: por el autor por las incongruencias vertidas o de otro texto, por ser incompleto. Pero esto es, significa otra ruta, otra forma de leer, otra estrategia a tomar ante las dimensiones posibles que impulsan las diferencias, el índice que nos lleva de la territorialidad a las desterritorialización en la búsqueda  del concepto. Función primordial de la filosofía, según Deleuze y Guattari, es crear conceptos, pero lejos de potenciar nuestro repertorio, nuestros dispositivos de comprensión, más parecen, a veces una potencia diabólica que nos equivoca, nos confunde, como si de una materia viva expresiva se tratara y que habla por sí misma. Si hemos de considerar, como quiere Foucault, a un autor como instaurador de discursos, ¿cómo hemos de considerar al texto? ¿Quizá, como instaurador de anomalías -o certezas- en la conciencia?
No somos inocentes ante el texto. Hay una insoportable separación entre la lectura y la escritura. La lectura nace del texto mismo y leemos, a veces, con una ambigüedad exasperante, su objeto es un todo múltiple, el arte, la sociedad, los gestos, y no es posible determinar una pertinencia de los múltiples niveles, y si no hay niveles es imposible saber quien tiene la primacía. Toda lectura parece que deviene en una impertinencia en su estructura, lo que provoca la perversión de la lectura es su pluralidad de sentidos: lugares de paso y de reunión- Sammlung-, tejido debido a una urdimbre que requiere del oído agazapado gadameriano, buscamos acaso las líneas de fuga, el modo de abrirse paso a lo que se escapa de los códigos, o leer a-significativamente, no buscar lo significados, esperando que el texto funcione por sí sólo, que no explique ni interprete, que no haya lector ávido de unívoco sentido pertrechado de un aparataje hermenéutico diseccionador.
        En definitiva podemos plantearnos ser más felices si sólo buscamos el placer de leer, sin buscar sus significantes o significados. Buscar en el texto lo que queremos que nos diga. Quizá no leeremos mejor, pero aplacamos la angustia de la búsqueda de sentido en una lectura dialógica, conciliadora, apaciguadora al fin de la Sammlung. Contra esta, habitar la diferencia, el desajuste, desunir en vez de re-unir. Significados y conceptos, mímesis y  acción, líneas de fuga, todo parte de rutas estructuradas, rizomáticas, salen y se hunden, avanzan, retroceden, dan vueltas hurtándonos su verdad, esa verdad tan autónomamente subjetiva, que nos invita a asentir si el texto asiente con nosotros. Decía Said, que la autonomía, la originalidad, era tomar el camino y desviarse. Nuestra postura quizá deba ser esa, no crear una barricada contra la angustia ni  tener un estilo definido de por vida, como dice Vidarte. Es tomar un camino desde la puerta de nuestra conciencia y desviarnos, leer un texto y buscar nuevos callejones, repetir los caminos para intentar encontrar algo escondido, al menos no cesar de andar en él y con el texto, queramos o no siempre volveremos al texto, como  se vuelve al (la) amante. Texto que nos pide ser fiel o infiel  según sea narrador o sembrador de extravíos. O sea, intentar coger el chiste.

Desaparecer en el cuadro

La pregunta por la verdad implica una escisión. Un ejemplo: sólo puedo preguntarme «¿quién soy yo?» si aún no me conozco lo suficiente, si mi ser y mi conciencia están desunidos, si, en definitiva, estoy separado de mí mismo. Nietzsche supo atrapar esta paradoja en la frase «Llega a ser el que eres».

Para poder dirigirse a uno mismo la pregunta por la verdad hay que estar «fuera de sí». La propia verdad ha de recibirse desde fuera para, finalmente, hacerse con ella y estar en uno mismo como en casa. Pero la precaria situación de la búsqueda de la verdad comienza en ese «fuera». Estamos separados de nosotros mismos, y lo que nos separa es al conciencia. La conciencia, que no el ser, es la que pregunta por la verdad y, como nos separa, la experimentamos con dolor: la conciencia nos arrebata la inmediata levedad del ser.

De este dolor originario de la conciencia trata el escrito de Kleist sobre las marionetas. Es esencial a la marioneta manejada con maestría que todos sus movimientos estén llenos de «gracia».

En cambio, cuando el hombre se mueve no comparte esta cualidad. La conciencia lo atormenta constantemente. Por eso se dan los remilgos, la torpeza, el espasmo.

Ardua tarea la de retornar al estado de inocencia por medio de la conciencia, ya que ésta no sólo nos separa de nosotros mismos, sino también del «mundo», de la naturaleza y de los otros. Sé demasiado y a la vez demasiado poco de este «mundo».

Sé «demasiado» en la medida en que sé que nos separa una distancia insalvable. Y sé «demasiado poco» en la medida en que aparece ante mí como algo impenetrable, ajeno y hostil.

En un territorio extraño e inquietante es complicado preservar la «inocencia». La inocencia implica desperocupación, pero la amenaza de lo desconocido me alerta.

La «conciencia» no es solamente un modo de conocimiento, es también un modo de libertad. La historia bíblica de la expulsión del paraíso resalta este aspecto emancipador de la conciencia. La fatalidad comienza en el instante en que distingo lo bueno de lo malo y debo optar libremente por uno de los dos. Soy libre del ímpetu coercitivo de la naturaleza y libre para el autodominio. También esto parece indicar una dolorosa separación: al nacer soy traído al mundo, pero a partir de ese momento, con decisión y firmeza, debo, una y otra vez, guiarme yo mismo. La vida nos es dada, y de ahí en adelante sólo podemos conservarla a condición de que nosotros mismos nos encarguemos de ella. Es una empresa llena de riesgos, pero también de innumerables oportunidades, ya que al quedar desligados ingresamos en lo abierto. La tradición filosófica denomina a esta desbordante apertura de oportunidades «trascendencia».

La trascendencia nos lleva muy lejos a la par que nos arroja al destierro. De ahí el esfuerzo por transformar lo lejano e impredecible de nuevo en algo familiar, esfuerzo que perdura desde la época de los mitos hasta la de la televisión.

La trascendencia sueña con un mundo en el que no haya nada que temer, donde una unidad plena nos abrace y proteja como en el vientre materno.

El anhelo de unidad ha marcado el rumbo de la metafísica occidental a lo largo de dos mil años; y ha sido siempre el mismo dolor por la pérdida de la incuestionable unidad con lo vivo lo que mantiene despiertas las preguntas metafísicas por el «verdadero mundo» y por la «verdadera vida», interrogantes que además se ven avivdos por la presencia de tres seres envidiables.

El hombre ha envidiado al animal por ser pura naturaleza, sin la perturbadora presencia de la conciencia; a Dios por ser puro espíritu exento de la molesta naturaleza, y, por último, a ese animal divino que es el niño. Ha envidiado por tanto su propia infancia, su espontaneidad e inmediatez perdidas. Nuestros recuerdos nos hacen creer que en un tiempo remoto, del mismo modo que nuestra infancia llega a su fin, fuimos expulsados del paraíso. Casi todos los sueños triunfales en los que dentro y fuera, conciencia y ser, yo y mundo coexisten en mágica unidad se alimentan del repertorio de imágenes de una infancia recordada o imaginada.

Uno de estos relatos oníricos, proveniente de China, cuenta la historia de un pintor que llegó a viejo después de dedicar toda su vida a un único cuadro. Una vez que lo hubo terminado, invitó a los amigos que aún le quedaban para mostrarles su obra: en ella se veía un parque, y entre los prados un estrecho camino que conducía a una casa situada en un alto. Cuando los amigos, listos para dar su opinión, se giraron hacia el pintor, éste ya no se encontraba junto a ellos. Miraron de nuevo hacia el cuadro: allí estaba él, recorriendo la suave pendiente del camino; abrió la puerta de la casa, se paró un momento, se volvió, sonrió, les dio nuevamente la espalda y cuidadosamente cerró tras de sí la puerta dibujada.

El pintor entra en el cuadro como si de su verdadero hogar se tratara, lo que supone alejarse de los demás. Para los que han quedado atrás esta desaparición equivale a la muerte, aunque la historia relata más bien una llegada, una vuelta a casa, momento feliz del que no se explica una palabra a los que quedan fuera del cuadro. Como mucho, se podría observar la pintura y decirles: ahí, en el cuadro, encontraréis expresado ese gozo.

Podríamos acentuar el motivo de lo indecible en el relato: una vez que desaparece el pintor en su obra, tendría que desaparecer también el cuadro, quedando un vacío, una perfecta ausencia. Si pudiéramos dar marcha atrás al proceso completo, de tal manera que de la nada surgiera el cuadro y del cuadro pudiera salir nuevamente el pintor, ¿qué nos podría contar de lo de ahí dentro?

Estas historias prometen una plenitud, y sin embargo nos dejan sumidos en el vacío. Susurran el misterio de lo más profundo del ser y provocan la sugestión de la verdad de la vida, como si esa verdad fuera inefable, y como si justamente esa inefabilidad fuera superior a todo lo que se puede decir de ella. Es esa oscura y desbordante pérdida del mundo, que a su vez parece provenir de sus propias entrañas, lo que las hace tan seductoras.

Ha llegado el momento de que, de la mano de sus verdaderos y bien conocidos autores, nos adentremos en esa subida al cielo o descenso a los infiernos que supone el viaje al interior del propio cuadro.

La vocación por la sabiduría es un sentimiento íntimo

Ya nadie cree que la sabiduría puede ser aprendida. En todo caso, la búsqueda de la razón y los matices de todo aquello que nos sucede no es otra cosa que un entrenamiento permanente. Hoy existen demasiadas trampas que nos llevan a ser escépticos de todo y de todos. Vivimos en una cultura infacionaria en la que se nos hace difícil separar el grano de la paja. Sabemos que el acto de pensar es lo más parecido a un vicio solitario. El pensamiento ya no es únicamente el resultado del esfuerzo, porque tal vez todos estamos un tanto fatigados. Más vale comprender que creer. Y así como la credulidad dogmática ha dejado de servirnos, la mera comprensión exige tener la mirada limpia, las palabras justas y una noble voluntad de berbiquí para llegar al fondo de las cosas. El filósofo contemporáneo debe ser hoy el faro antiniebla de un paisaje sin contornos fijos que solo se puede recorrer por carreteras secundarias.
Cuentan que, en las pocas librerías que nos quedan, se asiste a una pequeña eclosión de los libros de ensayo y, más en concreto, de la filosofía seria. Es cierto que en los últimos años han aparecido numerosos títulos rayanos en los libros de autoayuda que nos abren las puertas de la felicidad espiritual de la misma manera que los libros de dietas prometen una saludable mejora del cuerpo. Pero la filosofía noble había desaparecido últimamente de las estanterías. Algunas veces a causa del abstruso lenguaje usado por sus autores. En otras ocasiones por una acomodaticia tendencia lectora a la ficción propia de sociedades opulentas y aburridas. Ha sido con la incertidumbre de la crisis cuando ha florecido el debate impreso de las ideas. En décadas anteriores, el filósofo estaba necesitado de la letra impresa para que le sirviera de espejo ante la sociedad. Pero ahora el espejo ya no es el de la madrastra de Blancanieves que le recordaba en todo momento que él era el más elegante y el más sabio del reino. La imprenta sirvió para contrastarse y ahora, mire usted por dónde, aquella misma imprenta le ha acabado devorando. Los grandes titulares de la prensa pesan más que un corpus teórico. Y los 140 caracteres del Twitter de un iletrado valen tanto como los miles de horas necesarias para experimentar el amor a la sabiduría.
Y a pesar de ello la filosofía renace. Ya no se trata de una filosofía basada en los grandes ideales sino en la mera explicación de las cosas que no comprendemos. Los ideales nos llevaron a los ismos en tiempos en los que los políticos se veían tentados por la filosofía. De ahí vinieron algunos totalitarismos que más vale olvidar. Hoy, en cambio, la filosofía ya no dicta lo que hay que pensar, sino que nos lanza un salvavidas para sobrevivir. Algunos consideran que los filósofos de hoy no hacen otra cosa que pergeñar ideas de temporada. Pero en realidad están defendiéndonos de una perplejidad castradora en la que el ser humano ya no sabe qué hacer consigo mismo ni mucho menos cuánto tiempo habrá de esperar para recuperar un hálito de esperanza. Nos ayudan a comprender sin la necesidad de resignarnos a creer.
Esa efímera filosofia vulgata -o como dice Javier Gomá «filosofía mundana»- es hoy una práctica necesaria para la comprensión de un mundo que está pasando por un conjunto de hechos las más de las veces incomprensibles. Hasta ahora estábamos convencidos que para ser un buen filósofo era preciso morir, porque solo los muertos son capaces de proporcionar la credibilidad de lo inalcanzable. Pero el filósofo mundano nos es hoy más necesario que nunca. Si vive él, viviremos todos. Tal vez no sabe hacia dónde hay que ir, pero sin duda nos advierte de hacia dónde no deberíamos ir jamás. Que ya es mucho.

La flecha en el aire

Imaginen que una adolescente llega un día y les dice: “Yo no pedí permiso para nacer, luego no tengo ninguna obligación”. ¿Qué responder? En este y en otros trances parecidos se ha visto el escritor Ismael Grasa (Huesca, 1968) quien desde hace seis años decidió compaginar su actividad literaria con un puesto de profesor de Filosofía de bachillerato en un colegio privado de Zaragoza. Grasa, autor de varias novelas, libros de viajes y de relatos, vuelve a las librerías con La flecha en el aire (Debate), una obra peculiar (entre el diario íntimo y el manual de ética) en la que cuenta esta experiencia pedagógica y personal. “De pronto me he visto en el trance de enfrentarme a la Filosofía. Ha sido un redescubrimiento de lo que estudié, y también con los chicos en la clase”, afirma Grasa en un reciente viaje relámpago a Madrid.
Un libro breve y ágil con cuya lectura se van a sentir aludidos no solo adolescentes y profesores, también cualquier persona interesada por lo que le rodea. La patria, la inmigración, los Derechos Humanos y la homosexualidad son algunas de las cuestiones, siempre de actualidad, que surgen en el aula de Grasa y también en estas páginas en las que el autor no da recetas mágicas y, en cambio, sí logra que el lector se ponga a filosofar.
El autor defiende una noción de progreso alejada de las modas recientes (critica por ejemplo el planteamiento de la asignatura de Educación para la Ciudadanía) y cuestiona el relativismo que, afirma, va aflorando en los nuevos manuales de Filosofía escolar: “El relativismo cultural se ha vendido durante mucho tiempo como una muestra de progreso y eso no tiene por qué ser así. Si nuestro sistema democrático es bueno, tiene que ser bueno para todos. Otra cosa es que tengamos criterios de prudencia a la hora de intentar exportarlo. La idea de que todo depende de cada cultura, de cada siglo, es muy debilitadora”.
También defiende sin complejos los ideales típicamente europeos, pese a las críticas más o menos fundamentadas que llueven desde sectores que se dicen multiculturales: “Estoy contra el adanismo, ese pensar que la inocencia de la juventud lo es todo y que los saberes antiguos son reaccionarios, hay que explicar por qué esa tradición es importante. Los Derechos Humanos, por ejemplo, no son menos valiosos por ser eurocéntricos. Lo importante es la semilla liberadora que el pensamiento occidental contiene. Lo estudiamos no porque sea europeo, eso da igual. Pero un exceso de autocrítica o de pasarnos de listos los europeos en esa autocrítica, nos sitúa ante dos peligros: uno, pasarle a Estados Unidos el relevo de la acción práctica y de la defensa de esos ideales. El otro peligro es el de debilitarnos, y en este periodo de crisis europea hay que mantenerse firmes en lo esencial. Abogo por la idea de una Europa transfronteriza que defienda toda una tradición”.
Individuo y comunidad
Las páginas de La flecha en el aire trasmiten además un liberalismo “bien entendido”. Grasa se explica: “El libro defiende la tradición liberal del individuo, entendido como la unidad básica de la sociedad; pero por otra parte es aristotélico en el sentido de la defensa de la virtud y de que nacemos en una comunidad. El concepto del liberalismo nos defiende de las agresiones a nuestra libertad, es algo pasivo. Luego está la parte activa, que depende de nosotros: es nuestro ejercicio de la virtud, del compromiso”.
El objetivo último de Grasa es, con toda modestia, contribuir a mejorar la sociedad y esa contribución se hace desde las aulas: “A lo mejor me equivoco y soy un ingenuo, pero un sistema de personas formadas y libres va a tender, creo, a ser autocorrector con las injusticias. Cualquier otro modelo puede derivar hacia formas que restringen las libertades o hacia el extremo totalitario”.
La flecha en el aire a la que se refiere el título es una metáfora de cada individuo y constituye la respuesta que Grasa le brinda a la despreocupada adolescente antes citada. Somos como flechas en el aire y en nuestras vidas nos toca orientar el rumbo mediante decisiones éticas y compromisos morales: “Esas obligaciones, como la flecha que ya está disparada, quieras o no, ya las has adquirido y no te puedes librar de tomar partido”.
Además Grasa ofrece una idea, muy alejada de la corrección política que hoy se estila, de cómo debe ser la pedagogía. Defiende que entre docentes y estudiantes se establezca una clara distancia y una relación de subordinación, y lo defiende precisamente por el bien de los alumnos. “Aunque parezca contradictorio, esa distancia dogmática es una muestra de respeto hacia el alumno, y viene a ser el trasunto de otra paradoja clásica: educar es dar los instrumentos para que el alumno pueda liberarse de su educación y de su cultura, y ganar un juicio propio”, apunta el autor en un pasaje del libro.
Así, con su corbata y su bata blanca, Grasa se enfrenta a la tarea de contribuir a la emancipación intelectual de sus estudiantes, extrayéndoles los prejuicios a los que están sujetos: “La mayoría de los alumnos son muy conservadores porque en el fondo han visto muy poco mundo. Se rigen mucho por estereotipos y, al fin y al cabo, para lo que estudian es para liberarse de su propia educación”.