viernes, 4 de octubre de 2013

Sexualidad y soledad

Debemos agradecer a Michel Foucault su maestría en el humor gélido. No sólo evita toda aparatosidad sino que sostiene una distancia respecto de cualquier efecto fácil. No se tienta por la comicidad evidente. La exposición fracasa si decae en la opereta o en el melodrama. El francés típico es cartesiano hasta cuando va al baño. ¿O la escucharon aullar de placer a Catherine Deneuve? No, su seducción consiste en la frialdad casi despectiva. Dejemos por el momento el extraño caso del señor Depardieu más afecto a la línea ideativa de Rabelais.
En el año 1982 Foucault lleva a cabo una disertación académica con el nombre de Sexualidad y soledad, en un simposio al que es invitado junto a Richard Sennet. Su público es inglés y la exposición será editada por la London Review of Books. Los ingleses también tienen lo suyo en materia de humor. El talento en la conversación sajona se basa en la velocidad con la que interviene la ironía. Es una cuestión de aceleración y de compostura. Mantenerse serio mientras se dice algo picante es una muestra de la capacidad de ingenio. La respuesta de un buen contertulio no es la risotada ni el bofetón en la espalda –los ingleses no van al circo de los hermanos Capuzotto– sino la réplica breve de quien ha entendido y lo expresa con un mínimo agregado.
Foucault evoca a un filósofo que respeta poco como Habermas, para enumerar las tres principales técnicas que el alemán distingue para producir, transformar y manipular las cosas, los signos y las conductas de los individuos. Es decir las técnicas de producción, las de comunicación y las de dominación. A estas Foucault agrega una cuarta que le preocupa especialmente, aquella que permite a los individuos realizar una serie de operaciones sobre ellos mismos, sobre sus cuerpos, pensamientos, sobre sus almas y comportamientos, para producir en ellos mismos una modificación, una transformación, para llegar a un cierto estado de perfección, de felicidad, de beatitud, o de poder sobrenatural. A este tipo de técnicas las denomina “técnicas de sí”, o, en otras ocasiones, “tecnologías del Yo”.
Estas técnicas de sí implican una serie de obligaciones que tienen que ver con el valor de Verdad. Las llama también terapias de verdad. La confesión cristiana, por ejemplo, es una de ellas, la parrehesía cínica y lo que denomina “escritura de sí” de los estoicos romanos desplegada en epístolas y diarios personales, es otra.
En lo que concierne al tema de la sexualidad que le interesa en aquella época, se pregunta por la razón por la que existe un vínculo entre sexualidad, subjetividad y obligación con la verdad. También inquiere por la razón que determina en la cultura cristiana una sexualidad convertida en el “sismógrafo” de nuestra identidad.
Foucault responde a estas preguntas rescatando de la historia dos modelos de conducta referidos a la sexualidad. Por este procedimiento se dispone a poner en tela de juicio ciertas ideas que nos hacemos de la cuestión.
El primero es el modelo de Artemidoro, autor de una interpretación de los sueños, para quien la penetración simboliza algo más que un acto sexual, ya que se refiere a la vida social del sujeto cívico. Penetrar o ser penetrado es la polaridad grecorromana, es decir no la identidad biológica de la pareja, no se trata de hétero ni de homosexualidad, sino el hecho de ser activo o pasivo en la relación sexual. La virilidad se define por el penetrar, y el ser penetrado es signo de molicie, afeminamiento, y en último término de esclavitud. Amo o esclavo en todos los órdenes es lo que inquieta a la ética antigua.
Sólo el joven ciudadano, discípulo de un prestigioso y cuidadoso maestro o patricio, puede convertir su ser penetrado en un acto iniciático socialmente aceptable, pero el varón adulto debe penetrar.
Las relaciones sexuales, entonces, son para Artemidoro, valores referidos a la jerarquía social, y deben ser descifrados según este código interpretativo cuando aparecen en los sueños.
Mientras en San Agustín, lo vimos, el modelo sexual originario, antes de la caída, era el de la indiferencia fecundadora, una mecánica muscular sin libido, y luego de la expulsión del paraíso, el desvío se manifiesta en la epilepsia del miembro erecto desobediente que actúa por sí mismo, humillando de este modo el poder de la voluntad y el logos del hombre.
La sexualidad para Agustín ya no será una preocupación social, sino un desafío para una hermenéutica de sí mismo, con el fin de controlar sin pausa nuestros pensamientos más ocultos y restaurar nuestra dignidad perdida.

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