lunes, 15 de julio de 2013

¿Cuál es la ilusión de la caverna?

La celebérrima imagen de Platón señala una constante en el pensamiento occidental: la sensación de encerramiento, de engaño, de mera ilusión, y la necesidad de salir de allí. Según esta idea, el pensamiento es liberador, porque la reflexión permite dar ese paso atrás que nos hace caer en la cuenta de presupuestos impensados. Con cada reflexión, nos alejamos del fondo de la caverna, nos separamos de esa ilusión trascendental que ejercen los presupuestos no pensados en nuestra propia idea del mundo. Occidente es de todo menos ingenuo. Hay en esta concepción, que desborda lo platónico para ser algo griego y europeo, muchos proyectos encerrados: el proyecto del saber científico, el proyecto de la liberación política, el proyecto casi místico de la liberación personal, el proyecto educativo y, cómo no, el proyecto filosófico.
Como se sabe, la contralectura nietzscheana planteará que el símil mismo de la caverna es una ilusión ("¿No teméis volver a encontrar en la caverna de todo conocimiento a vuestro propio fantasma como la impostura fantástica de que se ha disfrazado la verdad ante vosotros? ¿No es una pésima comedia, en la que tan sin dudarlo queréis participar?" Nietzsche: Aurora, § 539; Werke, Hg. Schlechta, Bd. 1, p. 1260). Sin embargo, está claro que también podemos aplicar a Nietzsche la imagen de la caverna, siendo ésta la filosofía platónico-cristiana, y el pensamiento nietzscheano el liberador de tal estado. Con lo cual vemos, una vez más, que Nietzsche no consigue zafarse de los moldes de una cultura que quiere superar (lo cual no invalida, por supuesto, su crítica).
La pregunta, pues, es: ¿cuál es la ilusión? ¿La que describe Platón, o la que describe Nietzsche (y toda la crítica cultural subsiguiente)? El punto clave es que hoy se nos dice que la realidad se ha evaporado: todo son símiles, mundos virtuales. ¿No es esto, a su vez, la enésima ilusión? Así piensa Saramago, y la forma de todas sus novelas está dictada por la subversión de una voz que él deja oír, la voz de la tierra. Una voz subversiva por su rebeldía hecha de insistencia, imposible de erradicar por mucho que se intente. Una voz que se oye siempre por debajo -sub- de la versión oficial (siempre hay una versión oficial, a veces es el silencio). Una voz hecha del sentido común que brota ante la realidad inclasificable de la vida. Pues hoy -no nos engañemos- nuestra propia vida es un desecho irreciclable, algo con lo que no se sabe qué hacer. Hemos conseguido formar una vida de consumidor en el más amplio sentido (consumidor de energía, de medios de comunicación de masas, de alimentos y medicamentos, etc.), mientras que poco a poco se nos tambalea la vida de trabajador (precariedad, paro, caducidad de la formación laboral). La vida política es exangüe, y lo mismo podríamos decir de casi todas las demás vidas que ha forjado Occidente. La vida de consumidor es la que se mantiene, por ahora, con buena salud, aunque hay indicios preocupantes (como el sida, el síndrome del Golfo y los Balcanes, la enfermedad de las vacas locas). Los demás modelos están de capa caída. Por debajo de todos ellos hay algo que no se deja asimilar, que no se deja integrar en un modelo de vida prefabricado, más aún, que no quiere ningún modelo, aunque carece de fuerza para imponerse, para alzar la voz. Pues bien, a esa muda impotencia es a la que Saramago le presta la voz, que es prestarle todo. Y lo que nos habla desde ese fondo inclasificable, desechado e irreciclable de la vida es la trivialidad, la presencia mostrenca de ella misma, ese "soy yo" con el que estúpidamente nos damos a conocer ante un portero automático. Es esa simpleza, ese simplemente estar ahí, lo que escapa a toda asimilación, a toda caverna, a toda ilusión. No es la reflexión autoconsciente de la conciencia, no es ningún pienso luego existo, sino que es la primera autoafirmación, aún frágil, temblorosa: yo. (Un yo incapaz de separarse estrictamente de un no-yo, como pondrá de manifiesto el amor, dicho sea para evitar interpretaciones fichteanas). Esa realidad mostrenca de la vida, de nuestra propia vida, se pone especialmente de manifiesto en el dolor. En todas las novelas de Saramago, la tortura, la enfermedad, pero sobre todo el esfuerzo físico -con el cansancio y sufrimiento que conlleva-, son los que tienen la palabra. Y si bien la literatura digna deja oir la voz del dolor, sin la cual todo nos parecería frío e insustancial, en Saramago esto se convierte en un presupuesto metafísico y metaliterario; no un simple punto de partida, no una asunción implícita de la que el autor puede ser más o menos consciente, sino algo conscientemente irrenunciable, verdadero punto de partida y de llegada, en definitiva: la forma misma de su obra. Y de ahí la sensación de actualidad, de "estar a la altura del tiempo" que le produjo al lector del inicio. Pues es esta vida nuestra deshauciada, expulsada también del ámbito de lo virtual, esta vida que tenemos como resto inajenable, quizá completamente inaprovechable, esta vida que hoy luce más que nunca porque nunca estuvo tan desnuda en su presencia ruda, burda e inútil, esta vida nuestra es la que hoy cobra protagonismo. No es con la ciencia dialéctica con la que se sale de la caverna, sino con la convicción de que hay que vivir según nuestra propia ley, que es la ley de la tierra. Hay una cosa que se llama la ley de la tierra, por la que todos vivimos y morimos de manera irrepetible y única. Las sociedades modernas la han arrinconado y minimizado, pero ella sigue allí en lo hondo de nuestro ya antiguo abismo. Y de ella habla Saramago. Que sea por mucho tiempo.

Luis Fernández-Castañeda

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