Mitos
y cuentos de hadas responden a las eternas preguntas: “¿A qué se parece
verdaderamente el mundo? ¿Cómo viviré en él? ¿Cómo hacer para ser de
verdad yo mismo?”. Los mitos ofrecen respuestas precisas, mientras que
los cuentos de hadas se limitan a sugerir: sus mensajes pueden suponer
algunas soluciones, pero éstas nunca se expresan claramente. Los cuentos
de hadas dejan que la imaginación del niño decida si (y cómo) puede
aplicarse a sí mismo lo que la historia narrada revela acerca de la vida
y de la naturaleza humana.
El
cuento de hadas procede de una manera por completo adaptada a la forma
en que el niño concibe y experimenta el mundo, y por esta razón le
parece tan convincente el cuento. Puede obtener mucho más alivio del
cuento de hadas que de todas las ideas y todos los razonamientos con los
que el adulto intenta tranquilizarlo. El niño confía en lo que le
cuenta el cuento de hadas porque ambos tienen la misma manera de
concebir el mundo.
Cualquiera
que sea la edad que tengamos, sólo puede convencernos una historia que
sea conforme a los principios en los que se basan nuestros pensamientos.
Si así le sucede al adulto, que ha aprendido a admitir que dispone de
más de un marco de referencia para entender el mundo –aunque en realidad
resulte difícil, si no imposible, pensar en un mundo diferente al
nuestro-, para el niño es particularmente verdadero: su pensamiento es
animista…. Si acaricia los objetos es porque está convencido de que
también a éstos les gusta que los acaricien; y castiga la puerta porque
está seguro de que se ha cerrado adrede, por pura maldad.
Como
mostró Piaget, el pensamiento del niño sigue siendo animista hasta la
edad de la pubertad. Sus padres y sus maestros le dicen que las cosas no
pueden ni sentir ni actuar, y, aunque dé la impresión de que se lo cree
para complacer a los adultos o para no hacer el ridículo, en su fondo
sabe a qué atenerse. Sometido a la enseñanza racional de los demás, el
niño entierra profundamente sus “verdaderos conocimientos” en su
espíritu, protegiéndolos de la racionalidad; pero puede ser formado e
informado por lo que tienen que decirle los cuentos de hadas.
Por
no citar más que ejemplos del propio Piaget, para el niño de ocho años
el sol está vivo porque da luz (y podemos añadir que la da con total
agrado). Para el espíritu animista del niño, la piedra está viva porque
es capaz de moverse cuando, por ejemplo, cae rodando por la ladera de
una colina. Incluso con doce años pasados, el niño está convencido de
que un torrente está vivo y dotado de voluntad porque sus aguas fluyen.
El sol, la piedra y el agua están habitados, según cree el niño, por
unos espíritus que se parecen mucho a los seres humanos y que sienten y
actúan como éstos.
En
el niño no existe una línea nítida de demarcación entre lo que está
inanimado y lo que está vivo; y lo que vive tiene una vida muy cercana a
la nuestra […]
Cuando
los niños, lo mismo que los grandes filósofos, buscan dar respuesta a
todas estas preguntas: “¿Quién soy yo? ¿Qué debo hacer ante los
problemas que plantea la vida? ¿Qué voy a llegar a ser?”, lo hacen
basándose en su pensamiento animista. Pero, como el niño no sabe muy
bien en qué consiste la existencia, la pregunta que ante todo se plantea
es la de “¿Quién soy yo?”.
En
cuanto el niño empieza a desplazarse y a explorar, se interroga acerca
de su identidad. Cuando espía su imagen en un espejo, se pregunta si lo
que ve es realmente él, o un niño que se le parece y que se encuentra al
otro lado del espejo. Intenta descubrir la verdad indagando si ese niño
se le parece de verdad en todos los aspectos: hace muecas, se da la
vuelta a la derecha y a la izquierda, se aleja del espejo y regresa de
un salto delante de él; todo ello, para ver si el otro se ha ido o sigue
estando ahí. Desde los tres años, el niño afronta ya el difícil
problema de la identidad personal.
Se
pregunta: “¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Cómo se ha creado el mundo?
¿Quién ha creado al hombre y a los animales? ¿Cuál es el objetivo de la
vida?” A decir verdad, sobre estas cuestiones vitales se interroga,
pero no de modo abstracto, sino porque le conciernen. No le preocupa
saber si existe justicia para cada ser particular, sino si él será
tratado de manera equitativa. Se pregunta quién o qué le hunde en la
adversidad y quiere saber qué es lo que podría protegerle. ¿Hay poderes
tutelares además de los padres? ¿Cómo debe formarse, y por qué? ¿Puede
tener esperanza, a pesar de lo que haya podido hacer mal? ¿Cuáles serán
las consecuencias de ello en el futuro? Los cuentos de hadas ofrecen
respuestas a todas estas cuestiones agobiantes y el niño va adquiriendo
conciencia de todas ellas a medida que evoluciona la historia narrada.
Si
adoptamos el punto de vista del adulto y los términos de la ciencia
moderna, las respuestas que los cuentos de hadas suministran resultan
ser más fantásticas que reales. Como cabía suponer, esas soluciones
parecen tan incongruentes a los ojos de numerosos adultos (que se han
vuelto ajenos a los medios con los que el niño experimenta el mundo) que
se niegan a transmitirle al niño unas informaciones tan “falsas”. Sin
embargo, las explicaciones realistas por lo general resultan
incomprensibles al niño, que carece de la facultad de abstracción, la
única que puede darles algún sentido. Cuando el adulto da una
explicación científicamente justa, cree que al niño le clarifica las
cosas, cuando en realidad lo que esas explicaciones hacen es dejarlo
desamparado, desbordado e intelectualmente vencido. El niño no puede
lograr un sentimiento de seguridad más que si tiene la certeza de haber
comprendido lo que, antes, le desconcertaba; y evidentemente no puede
obtener el mismo resultado si se le ofrecen hechos que generan nuevas incertidumbres.
Incluso si acepta una respuesta de ese tipo, el niño llega a
preguntarse si ha planteado la pregunta correcta: puesto que la
explicación no significa nada para él, será que corresponde a algún
problema desconocido, y no al que él ha enunciado.
Así
que es muy importante no olvidar que al niño únicamente le pueden
convencer las afirmaciones que puede entender en los términos propios de
los conocimientos que posee en ese momento y en los de sus
preocupaciones efectivas. Si al niño se le ha dicho que la tierra flota
en el espacio según las leyes de la atracción universal, con el
movimiento que describe alrededor del sol, pero que la tierra no cae en
el sol como él, el niño, se cae al suelo, atraído por la gravedad,
forzosamente se le está desorientando mucho. El niño sabe por propia
experiencia que todo debe reposar sobre alguna cosa, o ser sostenido
por algo. Únicamente una explicación fundada en esta certeza puede
hacerle sentir que entiende mejor el movimiento de la tierra en el
espacio. Y algo más importante aún: para sentirse seguro sobre la
tierra, el niño necesita saber que nuestro mundo está sólidamente
anclado en su sitio. Así, pues, encuentra una mejor explicación en un
mito que le cuenta que la tierra reposa sobre la espalda de una tortuga,
o que es un gigante quien lo sostiene.
Si
el niño acepta como verdadero lo que le cuentan sus padres, a saber:
que la tierra es un planeta al que la gravitación mantiene sólidamente
en su órbita, puede en rigor imaginarse entonces que esa famosa
gravitación es un tipo de cuerda. Con lo que la explicación de los
padres no habrá conseguido una mejor comprensión, igual que no logró
generar en él un sentimiento de seguridad. Se necesita una madurez
intelectual considerable para creer que nuestra propia vida puede
mantenerse estable cuando el suelo sobre el que caminamos (que es lo más
sólido que hay alrededor nuestro, sobre lo que reposan todas las cosas)
gira a una velocidad increíble sobre un eje invisible; que además la
tierra gira alrededor del sol; y que es propulsada a través del espacio
con el conjunto del sistema solar. Nunca he encontrado un niño prepúber
que pudiera entender la combinación de todos esos movimientos, pero sí
que he conocido muchos capaces de recitar todas esas informaciones: lo
que hacen es repetir como loros unas explicaciones que, según la
experiencia que ellos tienen del mundo, son unas mentiras, pero que han
de tener por verdaderas porque es un adulto quien se las ha dicho. Al
final, lo que se deriva de ello es que estos niños acaban dudando de sus
propias experiencias y, por tanto, de sí mismos y de lo que su espíritu
puede hacer por ellos.
Durante
el otoño de 1973, el cometa Kohutek fue pasto de la actualidad. En esa
época, un profesor de ciencias muy competente explicó qué era un cometa a
un pequeño grupo de niños de entre siete y nueve años especialmente
inteligentes. Cada niño había recortado cuidadosamente un círculo de
papel y, sobre él, había dibujado la trayectoria de los planetas
alrededor del sol; una elipse de papel encajada en una hendidura
practicada en el círculo representaba la trayectoria del cometa. Los
niños me mostraron el cometa, que se desplazaba según un ángulo
determinado con respecto a los planetas. A propósito de una pregunta que
les hice, los niños me respondieron que lo que tenían en la mano era el
planeta, y me mostraron la elipse. Y cuando les pregunté cómo era
posible que eso que tenían en la mano pudiera estar al mismo tiempo en
el cielo, se quedaron perplejos.
Cuando
más confusos estaban, se volvieron hacia su maestro, quien les explicó
con el mayor de los cuidados que lo que tenían en la mano, y que habían
hecho con tanto esmero, no era más que una representación de los
planetas y del cometa. Todos los niños coincidieron en que lo habían
entendido y, si se les hubiera preguntado, habrían sido capaces de
repetirlo todo. Pero, eso sí, mientras que un poco antes habían mirado
con orgullo el conjunto círculo-elipse que sostenían en sus manos, ahora
el objeto ya no les ofrecía ningún interés. Algunos hicieron con ello
una pelota, otros tiraron la maqueta a la papelera. Mientras los
pedazos de papel habían sido para ellos unos cometas, desearon
llevárselos a sus casas para enseñárselos a sus padres; en cambio, ahora
habían perdido para ellos toda significación.
Cuando
los padres se empeñan en que el niño acepte explicaciones
científicamente correctas, no tienen de ningún modo en cuenta los
descubrimientos que se han hecho sobre los procesos mentales del niño.
Estas investigaciones, y en particular las de Piaget, prueban
convincentemente que el pequeño es incapaz de entender los dos conceptos
abstractos esenciales de “permanencia de la cantidad” y de
“reversibilidad”: no entienden, por ejemplo, que una misma cantidad de
agua pueda alcanzar un nivel más alto en un recipiente estrecho que en
otro más ancho; igualmente, no entienden que la resta es el proceso
inverso de la suma. Mientras sea incapaz de asimilar conceptos
abstractos de esta índole, el niño no podrá tener del mundo más que una
experiencia subjetiva.
Las
explicaciones científicas exigen un pensamiento objetivo. La
investigación teórica y la exploración experimental han mostrado que
ningún niño de edad preescolar es verdaderamente capaz de captar esos
dos conceptos sin los cuales es imposible cualquier comprensión
abstracta. Durante sus primeros años, hasta la edad de ocho o diez años,
el niño sólo es capaz de formarse conceptos altamente personalizados a
partir de lo que él mismo experimenta. Así, puesto que las plantas que
crecen en la tierra le alimentan como hacía su madre con el pecho, le
parece natural considerar a la tierra como una madre o como una
diosa-madre o, al menos, como la morada de esa diosa.
El
niño, incluso muy pequeño, sabe que fue engendrado por sus padres; así
que le parece lógico pensar que, igual que él, todos los seres humanos
junto con el marco natural en el que viven han sido creados por
personajes sobrehumanos no muy diferentes de sus padres: algún dios,
algún hombre o alguna mujer. El niño que, en casa, sabe que sus padres
velan por él y atienden sus necesidades, llega con total naturalidad a
creer que algo semejante a ellos, pero mucho más poderoso, más
inteligente y seguro –un ángel de la guarda- desempeñará la misma
función en el mundo…
Es
verdad que… ni las proyecciones infantiles ni la intervención de
protectores imaginarios (un ángel de la guarda, por ejemplo, que vigila
al niño mientras duerme cuando su madre está ausente) ofrecen una
verdadera seguridad; pero, mientras no sea posible obtener de uno mismo
una seguridad completa, los fantasmas y las proyecciones son, con mucho,
preferibles a la falta de seguridad. Precisamente es esta seguridad –en
parte imaginaria- la que le permite al niño, si éste la ha
experimentado durante suficiente tiempo, desarrollar ese sentimiento de
confianza en la vida que necesita para tener confianza en sí mismo;
confianza, ésta, indispensable para que aprenda a resolver con sus
propias capacidades racionales ya desarrolladas los problemas que le
planteará la vida. Al final, el niño reconoce que lo que él
consideraba como la verdad –la tierra madre- no es más que un símbolo…
Conocí
muchos casos en los que, en particular durante la última etapa de la
adolescencia, fue necesario recurrir a los años de creencia en lo
mágico para compensar el hecho de que el individuo hubiera sido privado
de ello prematuramente en su infancia, después de haber intentado
imponerle en vano la estricta realidad. Lo que sucede es que estos
jóvenes sienten que aún cuentan con una última oportunidad de compensar
una grave deficiencia en su experiencia de la vida, o que, a falta de
haber creído en lo mágico durante cierto período, serán incapaces de
enfrentarse a los rigores de la vida adulta. En nuestros días, muchos
jóvenes se lanzan de pronto a buscar la evasión en los sueños que les
procura la droga, reclaman ser iniciados por un gurú, creen en la
astrología, se entregan a la “magia negra” o, de otra manera, huyen de
la realidad refugiándose despiertos a sueños relativos a experiencias
mágicas que se supone mejorarán su vida; estos jóvenes, a menudo, se han
visto forzados prematuramente a conocer la realidad de modo adulto. El
hecho de que intenten escapar de la realidad por esas diferentes vías
arraiga hondamente en las experiencias formadoras precoces que les han
impedido convencerse personalmente de que la vida debe ser dominada de
manera realista…
Durante
mucho tiempo, esas explicaciones les procuraron a los hombres un
sentimiento de seguridad. Después, lentamente, por su propio progreso
social, científico y tecnológico, se liberaron del temor que
despertaba en ellos su propia existencia. Al sentirse más seguros en
el mundo, y también en su interior, podían empezar a preguntarse sobre
la validez de las imágenes que habían utilizado antes como
herramientas de exploración. A partir de entonces, las proyecciones
‘pueriles’ del hombre se disiparon y fueron sustituidas por
explicaciones más racionales. Sin embargo, este proceso no es
siempre tan estricto. En épocas de tensión y escasez, el hombre busca
de nuevo la seguridad y la calma refugiándose en la noción ‘pueril’
de que él mismo, y su lugar natural, están en el centro del universo.
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