Parece razonable
afirmar que cada época tiene el espacio y el tiempo que merece. No
indagaremos aquí en el sentido profundo de esta frase, pero sí intentaremos
averiguar a qué hemos hecho méritos los habitantes del mundo actual.
PRIMERA
PARTE: El lugar exorcizado
Otro mundo en el espejo
“¡Ay, gatito, qué bonito sería si pudiéramos
penetrar en la casa del espejo! ¡Estoy segura que ha de tener la mar de cosas
bellas! Juguemos a que existe alguna manera de atravesar el espejo; juguemos
a que el cristal se hace blando como si fuera una gasa de forma que
pudiéramos pasar a través.”
–Alicia, en
A través del espejo
Existe en el ser
humano un cierto límite radical de la representación espacial que podríamos
ilustrar del siguiente modo: es imposible, por medio de un giro en el
espacio, transformar una mano izquierda en una derecha.
Esto es algo que Lewis Carroll tenía
muy presente al escribir sus novelas sobre Alicia y, más recientemente,
algunos divulgadores científicos han descrito métodos gráficos e intuitivos
para apercibirse de nuestros límites tridimensionales. El más célebre de
todos ellos consiste en proyectar sobre un espejo colocado en
ángulo recto el dibujo de una figura asimétrica de un número creciente de
dimensiones: de 1 a 3, y darnos cuenta de cómo, aplicando siempre una
dimensión espacial adicional, podemos voltear el objeto hasta hacerlo
coincidir con su imagen especular. Nada sabemos de una hipotética cuarta
dimensión del espacio, pero este experimento nos lleva a una deducción por
analogía: aplicando esa cuarta dimensión sería posible “girar” una mano
izquierda (en tanto objeto asimétrico de tres dimensiones) hasta hacerla
superponible a una derecha. Ambas se habrían vuelto indistinguibles.
Algunos ilusionistas de finales del
siglo XIX se aprovecharon de la fascinación científica por estos
descubrimientos para cometer célebres engaños. Es sabido que Henry Slade,
famoso médium norteamericano, introducía nudos, caracolas y conchas de
molusco en su sombrero para extraer a continuación la versión idéntica con la
espiral girando hacia el lado opuesto. Según contaba, la cavidad encerraba
una conexión secreta con la cuarta dimensión, lo cual explicaba el insólito
“giro” que experimentaban los cuerpos.
Darnos cuenta de la imposibilidad de
llevar a cabo tales trucos de magia pone al descubierto algo inquietante.
Ciertamente, que existan cuerpos tridimensionales asimétricos tales como
manos izquierdas y derechas o espirales de un sentido u otro delata una
característica algo chocante del espacio. La ciencia moderna nos había hecho
pensar en él como el reino de la indiferencia: una extensión geométrica
compuesta por yuxtaposiciones homogéneas en donde todo era básicamente
materia bruta, infinitamente divisible y repetitiva. Pero el espejo nos hace
observar una cierta preferencia, una cierta irreductibilidad, una cierta
diferencia esencial entre lo que no puede ser volteado sobre sí mismo para
transformarse en su imagen especular. Como si los propios cuerpos extensos
reclamasen su singularidad precisamente negándose a tal giro. La mano
izquierda se niega a ser eliminada, recodificada en el espacio homogéneo que
todo lo iguala y la convierte en su opuesta. Reclama su alteridad espacial
respecto a la derecha, al igual que una espiral respecto a su Otra inversa.
El espejo nos muestra otros mundos dentro de éste, creando un abismo entre lo
que hasta ahora habíamos pensado como idéntico. Como insinúa Alicia a su gato
de un modo casi profético, acaso la leche del espejo no tiene un sabor tan
bueno como la de aquí.
En su excelente obra de divulgación
científica ,Martin Gardner plantea la posibilidad de superar esta
tozudez de los denominados cuerpos enantiomorfos mediante la adición de otra
dimensión: en efecto, es razonable pensar que una vez tuviéramos un espacio
tetradimensional, esos cuerpos se sumergirían dócilmente en el magma de lo
reversible, transformándose unos en otros sin mayor resistencia. Ni más ni
menos que como ya lo hacen las figuras de dos dimensiones en nuestro espacio
de tres (pensemos en dos triángulos irregulares que difieran especularmente;
siempre se podrán girar en la tercera dimensión para hacerlos coincidir y
superponerse). El hombre de la era digital, sin embargo, ha pensado un método
más práctico para eliminar la diferencia: no sumarle, sino restarle una dimensión al mundo al
proyectarlo en sus pantallas planas.
Espejos rotos a cañonazos (de
electrones)
“Seleccione
Imagen > Rotar lienzo y elija uno de los siguientes comandos del submenú:
• Voltear lienzo horizontal
(Photoshop) o Voltear horizontal (ImageReady) para voltear la imagen
horizontalmente a lo largo del eje vertical.
• Voltear lienzo vertical (Photoshop)
o Voltear vertical (ImageReady) para voltear la imagen verticalmente a lo
largo del eje horizontal.”
–Guía del usuario, Adobe Photoshop 7.0
Desde
luego, la imagen plana manipulada digitalmente hace posibles dichos volteos.
La imagen de síntesis es, de este modo, el paraíso de la reversibilidad
espacial. Photoshop y todos sus
derivados hacen ahora las veces de cuarta dimensión, donde una mano izquierda
y una derecha son mutuamente transformables, y no irreductibles como en el
orden de la exterioridad. En este encuadre digital, cualquier objeto
tridimensional es ya superponible a su imagen especular, porque su espejo ha
dejado de serle ajeno. “Es como si las cosas hubieran engullido su espejo y
se hubieran convertido en transparentes para sí mismas”. Ahora
toda imagen lleva incorporado su espejo, como engullido, y “voltearse” es una
propiedad que, naturalmente, le pertenece desde el principio. Basta desplegar
un menú contextual para ver la lista de opciones, una de las cuales es la
reversibilidad punto por punto en el espacio.
Alguien podría, siguiendo el
experimento mental antes planteado, preguntarse ahora por la quinta
dimensión. ¿Cuál sería? ¿Volver lo digital sobre sí mismo? ¿Tiene eso
sentido? ¿Cuál es la imagen especular de lo digital? No parece que eso fuera a
cambiar gran cosa. El mismo concepto de espejo parece que se ha roto,
haciendo imposible imaginar nuevos mundos dentro de éste. Todo se ha vuelto
indiferente. Un objeto y su imagen invertida han dejado de ser
cualitativamente distintos; ya no hace falta un nuevo espacio en donde hacerlos superponibles; la imagen de
síntesis aporta infinitos espacios posibles, todos a la vez, gracias a la
ilimitada flexibilidad de su código. Lástima que dichos espacios, no
obstante, hayan dejado de ser especiales, distintos. La asepsia y la
indiferencia los gobiernan. Ya no es posible atravesar los espejos porque han
sido sellados con inocuas capas de… ¿pintura? El código de barras es la mejor
metáfora para la ausencia de color
en nuestro mundo.
En este nuevo espacio, además,
asistimos a un fenómeno de notable importancia para la Historia de la
Filosofía. Se ha producido, en efecto, una cierta dulcificación del principio de no-contradicción. Dicho principio
(“de nada se puede afirmar que es y no es a la vez y en el mismo sentido”),
que gobierna férreamente la Historia de la Filosofía y la Ciencia
occidentales y que impedía tradicionalmente la convivencia de términos
opuestos, ha mutado en un cierto principio de copresencia. Según éste último,
no hay ya problema alguno en que interpretaciones contradictorias puedan (e
incluso deban) ser todas compatibles a la vez, puesto que han dejado de
referirse a una supuesta “realidad” que las pudiese hacer colisionar. ¿Hay ya
problema en tener varias opiniones de un mismo hecho? ¿Se contradicen
realmente los media por mantener
líneas editoriales opuestas sobre una misma noticia? Los intelectuales y
contertulios mediáticos, ¿discuten realmente sobre las cosas, o más bien
legitiman el simulacro mediático con su cosmético polemizar? En el mundo del
simulacro audiovisual, lo nocivo ya no es tener una opinión radical, ni
siquiera propia o contraria, sobre los acontecimientos informativos. Ninguna postura puede permitirse ya el lujo de
ser una amenaza, igual que ningún producto
puede aspirar a ser subversivo. Lo nocivo es, únicamente, cuestionar el
sistema tratando de captar a la vez el evento y su información. ¿Intenta ya alguien dicha audacia? En
septiembre de 2005, un Airbus con el tren de aterrizaje dañado tuvo que
aterrizar de emergencia en Los Ángeles mientras sus propios pasajeros
presenciaban en directo la retransmisión del incidente ofrecida por las
grandes cadenas. Habría sido interesante comprobar el grado de descreimiento
mediático de esa gente mientras asistía a su virtual catástrofe en primera y
tercera personas, a la vez. Esa doble perspectiva es justamente la que el
sistema no tolera y la que se ha vuelto imposible. Todavía hay quien piensa
que hubo final feliz tan sólo por error: el avión debió estrellarse para no
dejar testigos.
Que los sofistas no se hagan
ilusiones: no es que el principio de no-contradicción haya dejado de regir y
el “mundo como representación” se haya tornado “voluntad”. Lo que ocurre es
que, en los media, todo es
simultáneamente compatible. La necesidad de tener una postura ideológica es aquí un anacronismo felizmente
superado. Y lo que ha quedado obsoleto, evidentemente, es el eslogan “un
ciudadano, un voto”. Quizá asistamos pronto a su reformulación. Pero pasemos
a cosas más serias.
Dios del universo vs. dioses del
lugar
“Destruiréis
enteramente todos los lugares donde las gentes que vosotros heredareis
sirvieron a sus dioses, sobre los montes altos, y sobre los collados, y
debajo de todo árbol espeso: Y derribaréis sus altares, y quebraréis sus
imágenes, y sus bosques consumiréis con fuego: y destruiréis las esculturas
de sus dioses, y extirparéis el nombre de ellas de aquel lugar.”
–Antiguo Testamento
Volvamos a la
igualación espacial de lo que es en esencia Otro. Esa confusión entre los
objetos y su especular imagen invertida es algo que nos recuerda mucho al
proceso de deicidio que tuvo lugar en la tierra con la llegada del
cristianismo. En la Grecia de los dioses olímpicos y en cualquier politeísmo
antiguo, el mundo era una colección de lugares que los dioses se repartían.
Cada dios gobernaba en sus templos, pero también en ciertos dominios
exteriores a los que dotaba de carácter privilegiado. Salir de un templo para
entrar a otro era mucho más que
caminar unos pasos: era cambiar de forma de ver el mundo. En el fondo, era de
hecho cambiar de mundo. Lo mismo
ocurría al llegar a un río, a una cascada, un claro del bosque o una cima:
las sensaciones que dichos lugares inspiraban en el hombre antiguo eran
asociadas a una cierta presencia divina, que a menudo era venerada con
pequeños monumentos. Esta visión del espacio como conjunto de lugares
mágicos, ligados más a lo espiritual que a lo meramente extenso, iba a verse
fatalmente influida con la llegada del monoteísmo. Éste otorgaba toda la
superficie de la tierra a un único y mismo Dios, abstracto y universal, que
acababa con la provincialización del espacio y pasaba a concebirlo como una
extensión uniforme en la que sus poderes regían por igual hasta en el último
rincón. De hecho, no es posible decir que hubiera ya rincones, pues de repente, y bajo la atenta mirada ciclópea del
omniabarcante Dios judeocristiano, el mundo había dejado de tener lugares.
Un
crimen sin huellas no es un crimen
"La conciencia, atormentada por
un insaciable deseo de distinguir, sustituye a la realidad con el símbolo o
no percibe la realidad más que a través del símbolo.”
–Henri Bergson
El nuevo espacio
digital de la copresencia es, asimismo, la prótesis que oculta la existencia
de lugares genuinos, haciéndolos desaparecer. Aunque, como todo buen
simulacro, lo que oculta es, además, dicha desaparición. En primer lugar,
oculta la existencia de lugares porque el espacio ha dejado de tener puntos
privilegiados: todo es ya reductible a código; plano y coordenada son
moldeables al infinito en un programa de edición gráfica, y edición gráfica
será pronto todo cuanto veamos. En segundo lugar, y más sutilmente, oculta
también la desaparición de esos
lugares (lo que equivale a ocultarse a sí mismo), pues no permite que el
vacío dejado por ellos se muestre, sino que lo ocupa con su propia versión de
los mismos: desde la bidimensionalidad de la pantalla es capaz de generar
infinitas dimensiones, infinitos espejos, infinitos lugares virtuales.
Ocultar el ocultamiento es quizá el
mayor logro de la simulación, aunque se trate de un logro criminal una vez se
descubre. En El crimen perfecto,
Jean Baudrillard se ocupa de este nuevo espacio sintetizado y criminal que
los media instituyen. Todo
simulacro es, naturalmente, un crimen, aunque, para decirlo en tono
baudrillardiano, el crimen no es perfecto porque el ocultamiento de “pruebas”
no es por suerte del todo posible; la prueba es que podemos hablar y escribir
acerca de él. Y puesto que al hacerlo se cuestiona el sentido pleno y la
ausencia total de fugas, todo discurso acerca del simulacro devuelve al mundo
a su estado previo de ilusión. En la obra de Baudrillard tal empresa adopta,
de forma quizá inevitable, un proceder nihilista. ¿Qué mejor modo de señalar
el carácter aparente del mundo que negarlo en su totalidad?
En el simulacro, de lo que se trata
es de ocultar la desaparición de las cosas genuinamente distintas entre
sí. En la Oceanía de Orwell, en 1984, se trataba de ocultar que no había guerra, que no había
enfrentamiento global, que no había atención social, socialismo ni familia
por medio de la realidad virtual (aunque no tan virtual como la nuestra) y
del control estricto del lenguaje. El lenguaje era allí parte integral del
simulacro. Hoy en día, el doblepensar no es ya tan burdo, sino sibilino y
sofisticado. En todo caso, las grandes multinacionales se empecinan en
imponer su neolengua global con los programas de traducción simultánea que
utilizan para expandir vertiginosamente sus textos por el mundo. ¿Habrán
leído a Orwell?
Apéndice
1: Objeto atenazado, sujeto tenaz
“No puedo menos que confesar que
sólo confiero una importancia transitoria a esta interpretación [cuántica].
Aún creo que es posible un modelo de la realidad, o sea una teoría que
represente las cosas en sí mismas y no tan sólo la probabilidad de su
aparición.”
–Albert Einstein
Así como el
espacio es máximamente flexible, dado a la inversión y reversible, la
relación sujeto-objeto es férrea, unidireccional y profundamente
irreversible. En la hiperrealidad de la pirotecnia digital, todos somos
principalmente espectadores. Más o menos interactivos; más o menos libres, en
experiencias más o menos abiertas o con controles más o menos intuitivos (irrisorio
es que los creadores de mandos para videoconsolas utilicen la máscara de lo
analógico como reclamo de calidad en un universo plenamente digital). Este
modelo del espectador es, por supuesto, un modelo clásico, arraigado
profundamente en la separación sujeto-objeto. Todo el marketing, toda la
publicidad, todo el tinglado de los mass-media
se construye sobre la idea de un sujeto destino de los mensajes cuya atención
hay que atraer. Más o menos moldeable, más o menos sensible a agujas
hipodérmicas, más o menos líder de opinión; el destinatario del mensaje es
siempre el centro gravitatorio de lo virtual. La comunicación no funciona sin
sujetos que la mantengan ni sin objetos sobre los que aquéllos intercambien
información. La información es ese caldo originario en donde todas las cosas
se igualan y se intercambian, perdiendo automáticamente su diferencia, pero
no funciona sin sujetos-terminales que la emitan y reciban. Igualmente, todas
las cosas son reductibles a código, pero ésta reductibilidad presupone una
irreductibilidad: la del sujeto y el objeto. Es de vital importancia para el
sistema que ambas posiciones se mantengan como diferentes. Soslayar esta
separación sería dinamitar por entero el sistema de la comunicación.
Esto, por supuesto, no afecta al
hecho de que el círculo de la referencia haya volado: hay sujetos y hay
informaciones, lo que ocurre es que esas informaciones ya no se refieren
necesariamente a algo exterior o real en el sentido ingenuo, clásico, de
dichas palabras. Pero un objeto virtual sigue siendo un objeto, y un sujeto
virtual sigue siendo un sujeto. La reversibilidad de estos dos términos lleva
al mundo como ilusión. En mecánica cuántica, frente al revisionismo de Bohr y
la castidad de Einstein, Heisenberg rastrea el camino peligroso de la
indistinción: en un universo en el que no tiene sentido preguntarse por el
objeto “puro”, previo a la operación de medida, ¿qué sentido tiene ya seguir
creyendo en un mundo que no ofrece ningún dato? El mundo real ha caído junto
al mundo aparente. A la ciencia no le interesa lo que tiene lugar “a oscuras”.
SEGUNDA
PARTE: El tiempo perdido
Tiempo genuino y tiempo-real
"La función [de la ciencia
positiva] consiste precisamente en componer un mundo en el que podamos, para
facilidad de la acción, escamotear los efectos del tiempo."
–Henri Bergson
Del mismo modo
que la copresencia oculta la inexistencia de lugares, el tiempo-real
oculta la desaparición de todo tiempo genuino o duración, que es lo contrario
de la simultaneidad. El directo o tiempo-real
es, así, el equivalente temporal de la copresencia espacial.
Antes de todo, cabe hacer un apunte
importante. El tiempo-real es lo
contrario del diferido, no del pasado (aunque en ocasiones diferido y pasado
guarden estrecha relación). Se usa como sinónimo de directo y no de presente.
El tiempo-real capta la información
de un sistema a medida que dicho sistema cambia o reacciona: si se produce un
retraso, la información llega tarde, y para cuando tenemos los datos le hemos
perdido la pista a la fuente. Por eso el lag,
el retraso, el diferido, no es tolerable en este ámbito. Es cierto que el tiempo-real no necesita ser
absolutamente instantáneo, pero la instantaneidad es la tendencia a la que se
haya orientado: la instantaneidad, forma superior del directo.
El abismo del sentido
"…nuestra concepción ordinaria
de la vida tiende a una invasión
gradual del espacio en el dominio de la
conciencia pura."
–Henri Bergson
Hoy, más que
nunca, el tiempo ha dejado de tener sentido. Para aflorar, todo sentido
necesita de un cierto sobredistanciamiento, que no es más que un diferido o
un lapsus; por decirlo de algún
modo, el tiempo necesario para interpretar un acontecimiento dado y
“apoderarnos” de él. La ciencia matematizada y la tecnología, sin embargo,
parecen seguir otro camino: el de lo instantáneo, lo abstracto, lo discreto,
lo intemporal, lo anexo, lo indistanciado, lo digital. Este camino prefiere
la adyacencia a la distancia, y su forma superior, la copresencia, se opone
radicalmente a la forma superior de la distancia: el abismo.
El sentido es, pues, el tiempo del
pensamiento, el tiempo de la conciencia, el tiempo de la duración. Éste es
precisamente el tiempo que hemos perdido.
La instantaneidad está devorando el
sentido. Y lo más extremo de todo es pensar cómo el propio sentido se ha
tornado información cuantificada: ahora se mide en bit y bytes. Con esta
transformación del sentido en información, ha dejado de serle necesario
cualquier lapso de tiempo, tiempo del que, de cualquier modo, le resultaría
imposible disponer. Bienvenidos al mundo de la espera cero: el tiempo-real es la saturación absoluta
en cero segundos. Un sentido absorbido por un tiempo instantáneo, inmediato.
Un sentido pleno, todo de una vez. Ésta es la verdadera consecución
tecnológica del mundo actual.
Con la aparición de la escritura y
de las grandes bibliotecas almacenadoras de saber, este proceso estaba ya en
cierta forma iniciado: todo el saber en un volumen, de una vez, en 30 cm3,
era una fórmula harto peligrosa, puesto que en ella el sentido de un libro
corría el riesgo de perderse entre las páginas de un volumen o su número de
caracteres. De todos modos, un libro se cogía de golpe, de una vez, con las
manos, pero su lectura seguía llevando tiempo;
era necesario aún tomarse la molestia de leerlo, actividad que creaba las
condiciones necesarias para que el sentido aflorase.
Actualmente, con Internet y las
nuevas tecnologías de transmisión de datos, pronto será posible entender las
cosas en tiempo-real, los libros
incluso, gracias a los nuevos avances en inteligencia artificial y
pensamiento simulado. Dentro de poco, los textos serán escritos para poder
ser procesados y comprendidos al instante, tal y como hoy lo son ya para su
traducción mediante programas informáticos. La clave, el truco, es que por el
camino nos hemos dejado algo merced a un pequeño despiste: el propio sentido
ha desaparecido, exiliado y aterrorizado por los destellos de lo instantáneo.
En la hiperpositividad del presente,
todo se da como sentido, de golpe, digerido, pensado. No hay ya lugar para la
búsqueda, pues no hay lugares por descubrir o colonizar: todo se da alumbrado
a la vez en un destello de luminosidad significativa. En un contexto como
éste, naturalmente, lo que sobra es el tiempo: ha dejado de sernos necesario.
La simultaneidad es la máxima expresión del tiempo-real, y la “tiempo-realidad” es, precisamente, la ausencia
de duración, de tiempo. La cuestión es: ¿puede el sentido ser captado de
forma simultánea, transparente, de golpe? En realidad, dicha pregunta no es
susceptible de ser planteada, pues ella en sí plantea una laguna en el
sentido, laguna que ha dejado de ser posible y pensable. De poder
responderla, de todas formas, habría que apelar a una completa
inverosimilitud de tal propuesta.
Apéndice
2: Como gotas de agua
“El castigo a la perfección es la
reproducción”
–Jean Baudrillard, El crimen perfecto.
Vivimos en la era
de la reproducción vírica de la información. La reproducción es ahora la
duplicación homogénea de lo perfecto; se entiende, de lo perfectamente
codificado y digitalizado, y por tanto impecable en su determinismo y
eternamente clonable. La perfección es tremendamente transparente en sus
conexiones causales; es clara y cristalina, y por eso se deja copiar;
podríamos decir que la esencia misma de la perfección es ser reproducida
eternamente, e inversamente, la esencia misma de la copia es la perfección y
la transparencia. Lo perfecto nunca es único o singular, sino múltiple,
infinito, plural, precisamente porque su perfección garantiza su perfecta
homogeneidad.
Al contrario, lo imperfecto, lo
finito, es siempre singular. Singular e irreproductible: irrepetible. Y en
tanto irrepetible, no puede ser objeto de la ciencia, del lenguaje ni, en
general, de ninguna forma de espacialización o exterioridad. La repetición y
la preexistencia nos sitúan en el dominio de lo abstracto, universal y
perfecto: el espacio. La diferencia y la novedad, en el de lo singular,
particular, irrepetible: el tiempo. Esta forma de presentar el problema nos
hace ver nuestro mundo como el escenario de una victoria total: la del
espacio sobre el tiempo.
Apéndice
3: Reversible, irresponsable, esclavo
“Criar un animal al que le sea
lícito hacer promesas –– ¿no es precisamente esta misma paradójica tarea la
que la naturaleza se ha propuesto con respecto al hombre? ¿No es éste el
auténtico problema del hombre?...”
–Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral.
La historia de
Occidente es también la de una progresiva transformación de lo irreversible
en reversible que coincide punto por punto con la absorción del tiempo por
parte del espacio. Podemos distinguir aquí dos etapas fundamentales:
a) En un primer momento tenemos el
tiempo moderno, a partir de la
invención del reloj mecánico (aunque es perfectamente posible rastrearlo ya
en la clepsidra o el reloj solar). Es éste un tiempo plenamente espacializado
y lineal, que mide la duración dividiéndola en arcos de la circunferencia. No
obstante, el tiempo sigue siendo irreversible a efectos prácticos, pues no se
puede corregir lo ya hecho y no se puede retroceder en él; sigue siendo por
tanto una flecha rígida y unidireccional.
Teóricamente, sin embargo, se puede
hablar ya de una reversibilidad en la visión mecanicista del universo: puesto
que todo efecto tiene una causa y el mundo es perfectamente determinado, a
Dios y al filósofo racionalista les es posible recorrer las cadenas causales
sin limitación alguna; pasado y futuro no difieren esencialmente; son sólo
posiciones distintas de dichas cadenas de causas y efectos.
El sueño científico de la máquina
del tiempo viene a reflejar el deseo de llevar a la práctica esta fantasía
teórica: si el tiempo puede pensarse como un recorrido reversible, ha de ser
posible moverse en ambas direcciones con total libertad; más aún, ha de ser
posible dar saltos al lugar de la cadena causal que deseemos, ya que dicha
cadena se nos presenta con total claridad. En todo caso, los viajes en el
tiempo expresan, al mismo tiempo, la frustración por que esa omnipotencia
teórica no pueda traducirse en la práctica: son el anhelo filosófico de una
época. Lo que se anhela es, de algún modo, la irresponsabilidad: no tener que
cargar con el peso de las acciones ya hechas y poder corregirlas volviendo
atrás. Mientras dicha irresponsabilidad sea imposible, se hace necesario
hacer del hombre un ser “adulto”, capaz de cumplir sus promesas y aceptar los
actos realizados.
b) En la era del simulacro digital,
el tiempo espacializado pierde su rigidez y se vuelve reversible, casi
indiferente, como el espacio que le corresponde. La flecha de tiempo ya no
tiene una única dirección, y lo que mejor simboliza esto es la función
“Deshacer” (CTRL+Z) que incorpora la práctica totalidad de aplicaciones
informáticas: la acción realizada se anula; volvemos al momento anterior a
haberla realizado, que había quedado convenientemente salvado. Esto genera de hecho una irresponsabilidad, una falta de
gravedad respecto a las acciones que coincide con la infantilización del
sujeto: siempre podemos volver a un estado anterior; “todo tiene remedio”.
Las promesas dejan de tener valor en un tiempo tan isótropo e indiferente
como el espacio del que de cualquier forma era calco.
La fantasía de la máquina del tiempo
pierde su atractivo con este tiempo reversible, y es sustituida por visiones
distópicas en las que los héroes buscan la verdadera realidad frente a un mundo ilusorio creado artificialmente
(The Matrix, Truman’s Show). Dicha búsqueda, por supuesto, ha dejado de ser
posible en un universo perfectamente hermético donde el simulacro gobierna
sin fisuras. Neo y Truman no son más que propaganda: permiten creer
ingenuamente que también nosotros seríamos capaces de atisbar que vivimos en
un mundo virtual absorbente y pesadillesco. Ésta es su contribución al
simulacro.
RECAPITULACIÓN:
Sobre la triple raíz del hartazgo de una época.
“A lo largo de toda la historia de
la filosofía, tiempo y espacio fueron colocados en el mismo rango y tratados
como cosas del mismo género. […] La teoría del espacio y la del tiempo se
hacen así juego. Para pasar de una a otra ha bastado con cambiar una palabra:
se ha reemplazado "yuxtaposición" por "sucesión"....”
–Henri Bergson
Por una parte,
hay superposición. La contradicción se ha vuelto mucho más laxa en el
espacio. El concepto de lo excluyente ha desaparecido porque los objetos se han
vuelto evanescentes con lo digital y ya no se oponen entre sí. Las posiciones
ya no son exclusivas o privilegiadas; el espacio ya no es heterogéneo. Todo
convive a la vez. Todo es código, y el código no discrimina entre contrarios.
La espacialización de los espejos es una metáfora de la espacialización de
los lugares. No se puede decir que lo que un verdadero espejo refleja sea
espacio, pues no es transitable ni es extenso. Es un espacio como apariencia;
una visión, un espejismo de espacio. Con la imagen de síntesis, hemos
igualado los objetos a sus reflejos, sombras, proyecciones. Hemos arrebatado
así al mundo su carácter ilusorio. Al mismo tiempo, hemos exorcizado también
los lugares, pues ya no toleramos su singularidad ni somos capaces de
pensarlos más que estando en ellos,
como un mero decorado de fondo fácilmente intercambiable. El mundo es hoy,
más que nunca, una comedia representada. Pero además es también retransmitida.
Por otra parte, sujeto y objeto
siguen estando claramente distinguidos y no pueden confundirse. El marketing
y todas las ciencias de la comunicación son los adalides de esta dicotomía:
ante todo hay consumidores y hay productos. En esto seguimos siendo
profundamente clásicos, probablemente porque, a fin de cuentas, la producción
de información sigue siendo producción
industrial, y como tal vive de la
mística occidental que opone el hombre a la naturaleza. Se trata, después de
todo, de hacer llegar opiáceos de silicio a sus agorafóbicos demandantes,
aunque sobre la supuesta agorafobia del mundo actual habría aún mucho que
decir.
En tercer lugar, y de la mano del
espacio de la superposición, está el tiempo del directo y la instantaneidad.
Su realización técnica no supone ningún problema, pues las autopistas de la
información tienen capacidad para transferir muchos más datos de los que
genera el mundo. En cualquier caso, ¿es ya el mundo quien genera datos?
Asistimos aquí a un proceso de isomorfismo por el cual la información ha
producido un mundo acorde a las necesidades del sistema mundial de la
comunicación. Del mismo modo que los textos de marketing se escriben para
poder ser traducidos por los programas informáticos, descartando como nocivo
todo giro propio e intraducible de una lengua, el mundo ha sido enclaustrado
en el corsé comunicativo: todos hemos hecho de él la materia prima de nuestra
extracción masiva de datos, descartando como impurezas sobrantes todas
aquellas partes que no son directamente traducibles, no sólo a bit y bytes, sino también, de un modo más trivial, a las plantillas y
modelos de “evento informativo” que han impuesto los mass-media.
Además, en términos informáticos la
duración no existe, y si creemos percibir el movimiento o el cambio es sólo
merced a una representación adaptada a las vicisitudes de la vista y el oído.
Un vídeo digital se ve segundo a segundo como un continuo, pero el ordenador
lo capta de golpe; lo carga en memoria y lo reproduce para nosotros. Esa
reproducción está reglada y medida (metáfora de la barra que se va
consumiendo). Toda representación temporal en la información está
espacializada, lo cual quiere decir que sólo es tiempo desde un punto de
vista superficial; el ordenador la procesa como un bloque de puros datos homogéneos.
La conclusión de todo lo anterior es
que no sólo el tiempo auténtico reclamado por Bergson, sino también los
lugares genuinos han desaparecido. Cuando pensamos en un lugar en tanto
espacio heterogéneo, privilegiado y cualitativo, lo único que nos queda ya es
acudir a la literatura, los recuerdos o incluso los sueños (debido a que son
esencialmente memoria, pues sólo existen en tanto recordados). En todos ellos
observamos lugares fuertemente vinculados a la identidad de un personaje o,
si se quiere, a un estado de conciencia que hace de puente entre este mundo representado
y otro mundo previo a la representación. Lugar e identidad son aquí
indiscernibles. No es que se esté en un
lugar y se pase a otros. Cualquiera que recuerde un sueño o una experiencia
algo alejada en el tiempo verá lo difícil que resulta separar personajes de
lugares. No son siquiera cosas integradas, sino básicamente indiscernibles.
Tanto en un sueño como en un recuerdo borroso, cambiar de lugar supone
cambiar de estado: a menudo los mismos personajes que componen la escena se
alteran por este cambio, personajes que de cualquier manera no suelen estar
claramente dibujados. Cambiar de lugar es replantear la situación, volver a
empezar; si se quiere, tirar de nuevo los dados y generar una escena
completamente nueva.
El tiempo y el espacio de la era de
la información hacen imposible no sólo el tiempo genuino, algo ya sabido
desde la era de los relojes mecánicos, sino también los lugares genuinos. Lo
virtual es el no-lugar: el vacío isótropo de los atomistas. Saber dónde
estamos es ahora saber las coordenadas espaciales, del mismo modo que saber
cuándo estamos es, desde hace varios siglos, remitirnos al reloj.
Bergson propuso recuperar el tiempo
genuino de la conciencia, la duración,
por medio de la intuición, ajena al dominio de la materia. Si acaso, habría
que proponerse también una recuperación del lugar genuino, heterogéneo,
privilegiado, el lugar que hace de puente a ese estado diferente que Bergson
llamaba el “yo profundo”, y que más bien se asemeja a una ausencia total de yo (por lo menos en tanto sujeto). Alicia descubrió ese puente
en el espejo, pero por desgracia hoy los espejos no reflejan ya otros mundos.
La indistinción cuántica entre
sujeto y objeto es un foco de ansiedad para la tradición científica encarnada
en Einstein. Algo similar ocurre con el estado originario, bergsoniano, de
conciencia en que uno se funde con el lugar y con el tiempo y no es posible
discriminar claramente quién soy de dónde y cuándo lo soy. Esta unidad
inquebrantable que el hombre ha roto creando los conceptos de “sujeto”,
“espacio” y “tiempo” es lo que vislumbramos en cierta literatura, en los
recuerdos y en los sueños. Su escisión analítica y su sometimiento a los
criterios de la exterioridad digital han de crear necesariamente al hombre
una incomodidad vital difícil de soportar: el exceso de sujeto abstracto, los
lugares prostituidos como productos aislados e intercambiables (valga el
ejemplo de las revistas de viajes) y el tiempo espacializado son las tres
aristas cortantes de esta angustia analítica propia de nuestros días.
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