jueves, 8 de agosto de 2013

Ágora

A nosotros nos corresponde ir a los lugares más altos, a las horas extremas, donde viven y se alzan las verdades más elevadas, las más profundas. Los lugares del pensamiento son las zonas tropicales, frecuentadas por el hombre tropical. No las zonas templadas, ni el hombre moral, metódico o moderado.
Deleuze, Gilles, Nietzsche y la filosofía 

Cada filosofía y cada pensamiento tienen su lugar. Y, a la inversa, cada lugar tiene la filosofía que merece. En Atenas, desde Sócrates, floreció la filosofía del ágora, pero el ágora no es el único lugar para el pensamiento. Schopenhauer no piensa en el ágora, sino en lo alto de la montaña: de ahí lo intempestivo de su filosofía. Artaud piensa la vida subido a un escenario, sin que ello signifique que su filosofía haya de ser exclusivamente teatral. Ambos son a la vez claustro-fóbicos y agora-fóbicos. Nietzsche sabía bien la importancia locativa del pensamiento: hay que estar en los lugares más elevados a las horas extremas. Zaratustra parte de la montaña; su pensamiento es un pensamiento de las alturas.
La filosofía del ágora es la filosofía del dialéctico, que aplica al lógos muchas de las características de la geometría. Sócrates adopta la máscara del “cualquier otro”, ese poderoso animal que logra hacerse desaparecer tras sus argumentos. Es, en gran medida, la máscara de toda la ciencia occidental. De ahí que su sueño, su culminación final, sea desaparecer y ocultarse tras los objetos. El voyeurismo parece ser siempre la meta de la voluntad de verdad, que parece aspirar a mimetizarse con el Dios único que contempla el mundo desde una ausencia omnisciente.
¿Es el mundo actual agorafóbico, como algunas voces parecen insinuar? Puede que los ordenadores animen a recluirse en casa y que el fenómeno Hikikomori haga pensar en el fin del espacio común, pero no hay que dejarse llevar tan pronto hacia conclusiones precipitadas. La agorafobia es tristemente descrita por los psicólogos como mera fobia a los espacios abiertos y concurridos, y siempre va acompañada de aislamiento físico. Esta definición, sin embargo, parte de una profunda ignorancia hacia las características originarias del ágora, y lleva a un completo malentendido del problema. La pareja claustrofobia-agorafobia, tal y como se presenta en los manuales de psicología moderna, es un error que debe ser denunciado desde la filosofía. En realidad, somos menos agorafóbicos que nunca, pues pasamos la mayor parte de nuestro tiempo en el lugar virtual de la información. Independientemente de las condiciones de reclusión física en las que tenga lugar la conexión, éste es el ágora por excelencia: el lugar privado de ropajes espirituales o mágicos, desposeído de todo privilegio divino, carente de mirada: el lugar ciego.
Schopenhauer está entre los más agorafóbicos filósofos, lo cual le ha hecho arrastrar desde siempre un enorme desprestigio académico. Criticar el pensamiento del ágora suele ser sinónimo de convertirse automáticamente en enemigo de la filosofía, algo que indica una profunda ignorancia, propia especialmente de ámbitos académicos, acerca de la importancia del lugar en el pensamiento. Al contrario de lo que dice la visión oficial, afirmamos que no es posible separar un pensamiento del lugar en que acontece. Lo que ocurre es que el ágora, desde que irrumpiera en ella su paladín Sócrates, lleva la máscara más ruin de todas: la máscara transparente; la única que puede ser camuflada tras conceptos y argumentaciones dando con ello una apariencia de objetividad. O quizá Sócrates podía ocultarla fácilmente porque todos evitaban mirarle. Tal era su fealdad.

De camino al éter: evoluciones del espacio vacío

Hablando en broma, y, además, a la manera homérica: ¿qué otra cosa es el Sócrates platónico sino [Platón por delante, Platón por detrás, y en medio la Quimera]?
F. Nietzsche, Más allá del Bien y del Mal

En su inigualable homenaje a Sócrates, Platón nos hizo creer que ágora y filosofía eran nociones indisociables; que la filosofía no sobreviviría fuera de allí; que el verdadero filósofo se quedaría sin aire en cuanto se aventurase más allá de ese espacio vacío en el medio. Hay que pensar que la plaza pública tiene un doble uso: es a la vez mercado y ágora de filósofos. Sócrates acusaba a los sofistas de filodoxia, de intercambio gratuito e igualador de palabras, de reducción de unas a otras, del mismo modo en que los mercaderes reducen sus productos a la abstracción del dinero, que todo lo iguala. Más allá de la agudeza de esta acusación socrática, hemos de pensar que quizá ágora y mercado no son usos contrarios después de todo; que quizá la de Sócrates es una filosofía del mercado, pese a que Platón pusiera todos los medios a su alcance por ofrecer una figura mucho más dignificada de su maestro.
Hay pensamientos que no pueden darse en el ágora. Es éste un lugar concurrido, ruidoso, de intercambio de opiniones y conceptos, donde en cierto modo nadie es nadie, puesto que la ley que allí rige es la de una cierta geometría del intercambio. Mercancía por dinero, conceptos por conceptos, opiniones por opiniones o lógoi por lógoi. El ágora no es lugar para afirmar identidades o confesar secretos, y desde luego tampoco para tener revelaciones o alcanzar grandes verdades. Hay allí demasiado ruido, demasiado trajín de gentes, demasiados instrumentos y demasiada locuacidad.
El aula universitaria es la continuación natural del ágora: los conceptos liberados de esas otras impurezas que le eran congénitas pero molestas. Platón dio el primer paso fundando la Academia, donde los argumentos se liberaron del ruido ensordecedor del dinero en el mercado y consiguieron operar en un espacio más limpio, más purificado, más abstracto, más vacío… ¡qué lejos quedaba ya su origen enigmático! La historia de la filosofía está llena de intentos por continuar independizando ese decir, que ha ido dejando por el camino un detritus derivado nada despreciable: toda la ciencia occidental.
Por supuesto, este penoso camino de la filosofía en busca de su independencia se deja explicar a la perfección bajo el molde hegeliano de la aufhebung. Después de todo, cada fenómeno tiene la explicación que merece, y la historia de la filosofía ha hecho méritos sobrados para adaptarse a una teoría de este tipo ya desde el famoso libro Alpha (I) de la Metafísica, donde vemos al joven Aristóteles prefigurando al viejo Hegel. La aufhebung, como Hegel advirtió sorprendentemente bien, va dejando un rastro de cadáveres que se convierten en el “patrimonio” de la conciencia natural en su camino hacia la ciencia. Del origen, del pasado mítico, sólo puede haber ruinas, en virtud del tiránico “proceder retrógrado de lo verdadero” (para usar una expresión de Bergson). Éstas son las ruinas tematizadas por la razón, que no parará hasta verse “afincada” en el único escenario acorde a sus pretensiones científicas: el vacío absoluto de la Lógica, que Hegel llama metafóricamente “éter”.
Pero la Historia del Pensamiento no agota el pensamiento: hay autores que sacan a la filosofía del ágora y la retrotraen a un estado más originario; son éstos los filósofos de la agorafobia. La filosofía, en su origen enigmático, prefigurada en los oráculos de la vieja Grecia, padece agorafobia, y sólo se libera de ella en un estado muy posterior, muy avanzado y muy decadente: Sócrates.
Platón contribuyó al ennoblecimiento filosófico del ágora y consiguió para ella la licencia exclusiva del pensamiento. En Platón, toda agorafobia es identificada con el absolutismo político y la tiranía. Democracia y ágora se vuelven así congénitas e indisociables, siendo la república de Platón la forma superior de esta unión. Aquí se esconde un truco: lo-otro-que-el-ágora sólo se contempla desde el punto de vista político. No hay en Platón o Aristóteles un reflejo justo de un pensamiento extra o intramuros. ¿Qué son los sofistas? Algunos, como Calicles, son sometidos con el yugo de la dialéctica socrática sin apenas otorgarles la palabra y confiando en la generosidad interpretativa del lector de Platón. La mayor parte del resto son sólo fantasmas de la razón, como en Aristóteles, que necesitaba inventar oponentes imaginarios con los que discutir sus tesis sobre el Principio de No Contradicción. Pero esto son sólo apariencias de discusión, simulacros, pues el ganador está señalado desde el principio por la diosa razón (ésa que aparentemente se avergüenza de ser un dios entre dioses). En Platón, los sofistas agorafóbicos, como Protágoras, filosofan en grandes mansiones y están al servicio de los tiranos. El único personaje políticamente limpio en los Diálogos es Sócrates, y éste es precisamente el gran engaño: los argumentos de Sócrates son los más fuertes sólo porque son los que menos manchados están por el interés político.
Toda la historia de la literatura filosófica está llena de monstruos engendrados: sofistas ficticios que los autores utilizan para sostener posturas inverosímiles. Son los rivales imaginarios que necesitan crear para legitimar su pensamiento porque no se atreven a llamar a la batalla a los verdaderos rivales: los pensadores ajenos al ágora. El Zaratustra de Nietzsche es el primer pensador legítimamente ajeno al ágora que toma la palabra en esta literatura. Evidentemente, al hacerlo necesitó también cambiar sustancialmente su estilo de expresión. Genuino agorafóbico pero también claustrofóbico, pues, al contrario de lo que nos han hecho creer, una cosa no excluye la otra.
La tradición filosófica occidental pasó del ágora a la universidad, que es la institucionalización de aquélla, y en la que empezaba a mostrar ya una tendencia al recogimiento. Se mantuvo así el espíritu socrático de la dialéctica en Hegel. Si Sócrates había sido el paladín del ágora, Hegel lo era ahora del aula. Paradójicamente, con el declive actual de la filosofía, que ha dejado de ser necesaria porque la ciencia parece haberla relevado en sus funciones, asistimos a la decadencia de esas instituciones. No faltan los que contemplan este declive filosófico, esta clausura del aula, como una suerte de tragedia irreparable para Occidente. No nos sorprende, pues la sombra de Hegel es alargada. Pero sin duda hay otra forma de contemplar la cuestión que trataremos de exponer.
Que el aula filosófica sea abandonada ha de ser contemplado como un movimiento adicional de la voluntad de verdad, siempre a la búsqueda de espacios más vacíos y adecuados a la transmisión de conceptos. Tras la fase de crisálida, la mariposa abandona el cascarón. Y ese cascarón abandonado se vuelve de pronto valioso para el pensamiento. Es precisamente en el aula decadente, en el aula polvorienta y decrépita, donde se hace posible una filosofía genuinamente nueva: el amanecer de un nuevo pensamiento agorafóbico y aulafóbico. El aula decadente, la filosofía como enseñanza maldita, desligada de la vigilancia oficial y disfrutando de los privilegios que le supone ser ignorada, da así de nuevo la posibilidad de un pensamiento libre, enemigo del ágora y sus derivados académicos. Esta nueva situación tomará la forma del resentimiento en los que se sienten celosos del poder perdido e irrecuperable, pero será sana libertad en los que disfrutan del lugar desocupado y de que la filosofía haya dejado, finalmente, de servir a un Estado agorafílico.
Con el fin de la complicidad entre la filosofía del aula y el poder, con el fin de la era hegeliana, es posible al fin una inversión del sentido de ese aula: liberado de todas las formas de protocolo, de toda repetición en el vacío, el pensamiento podrá sentirse de nuevo intempestivo en un aula que será por vez primera lugar de acogida. La esperanza de la filosofía está, de una forma que escapa a toda dialéctica, en su misma decadencia.

Radiografía del ágora
Latina es la necesidad de emplear palabras para expresar ideas claras. Para mí las ideas claras, en el teatro como en todas partes, son ideas acabadas y muertas.
Antonin Artaud, El teatro y su doble.

El ágora: un lugar que impone sus propias categorías, basadas en la deslocalización más absoluta. Cuando uno es capaz de hacer abstracción de la tierra que pisa, del paisaje que contempla; en definitiva, de quién es, la claridad de los conceptos se pone a funcionar.
El concepto siempre opera en un terreno previamente allanado y libre de anfractuosidades: un cierto espacio vacío en donde es fácil establecer una sucesión ordenada y mediada de causas y efectos. En este espacio lógico, cada paso está perfectamente justificado. En el polo opuesto tenemos la inmediatez, archienemigo del concepto y de la argumentación. Al contrario que ellos, la inmediatez se mueve en un terreno abrupto, montañoso, donde es preciso operar “a saltos” intuitivos que no admiten justificación. Espacio taquicárdico, frenético y profundamente alógico.
Si se piensa, la facultad de construir conceptos tiene una afinidad natural con la deslocalización. Los conceptos se llevan bien con el espacio vacío, probablemente porque lo necesitan para propagarse; porque no pueden comunicarse sin pérdida en un espacio lleno: un espacio lleno produce errores de traducción; pasar de un lugar a otro siempre implica que algo se pierde por el camino. Los conceptos no pueden estar sometidos a este déficit sistemático; necesitan no ser sensibles al movimiento; más aún, necesitan viajar sin moverse; casi teletransportarse: ésa es su única forma conocida de localidad. El teletransporte es un moverse sin movimiento; un desplazamiento sin cambio de lugar, pues ni al principio ni al final están en lugar alguno. Un espacio de la teletransportación constante es el ideal para los conceptos: ésa es la lógica que postula Hegel: el éter. El éter es el elemento de fondo que llena de vacío el no-lugar, un mundo donde el espacio es por doquier homogéneo e indiferente.
Indiferencia es la palabra clave para describir el espacio que habitan los conceptos, que disfrutan así de su perfecta publicidad, de su impoluta comunicación, en un espacio de rozamiento cero.
Una intuición es incomunicable, al contrario que un concepto. Pero la comunicación transparente y cristalina, la traducción perfecta, presupone necesariamente un espacio a través del cual no se pierda nada; un espacio que no reste nada al mensaje que lo atraviesa; un espacio que no trate de apoderarse del mensaje para perturbarlo. Ahora bien, ¿qué es tal espacio? Asumámoslo sin tapujos: un espacio tal es la Nada misma. Y una comunicación tal es la misma transparencia, la misma reproducibilidad perfecta, la misma clonación; una comunicación transparente: tal es el lenguaje que impone la ciencia. Único y universal: sin necesidad de ser traducido, conocedor de que toda traducción implica una relación entre singularidades y, por tanto, una cierta pérdida, un cierto robo, en donde el ladrón es siempre el ruido de fondo del lugar donde se habla, lugar que exige así su peaje.
La ciencia vive de la visión ciclópea del Dios cristiano: un único mundo, vacío de lugares privilegiados, vacío de cuerpos tendenciosos, vacío de diferencias, vacío de escapes; un mundo transparente, perfectamente enhebrado en la causalidad y donde reina el más fantasmal de los silencios. El soporte de la causalidad cognoscible es siempre la Nada (la Nada de espacio, la Nada de tiempo, la Nada de ruido). Isotropía, instantaneidad y silencio: las tres exigencias de una comunicación perfecta; la triple cara de la Nada.

Apéndice 1: Internet como el nuevo ágora
Los adolescentes han perdido la capacidad de hablar cara a cara […] Ya no pasamos tanto tiempo hablando cara a cara con nuestros amigos, padres, compañeros o vecinos. El entretenimiento y la diversión instantáneas reemplazan la clase de experiencia humana a la que la gente estaba acostumbrada. […] Comunicarse a través de un teléfono u ordenador es más cómodo para ellos, porque estas máquinas son totalmente previsibles y les evitan la angustia del cara a cara.
Mariko Fujiwara,  en Japan: The missing million 

Hay que transmutar el concepto de agorafobia. No es que Internet produzca agorafobia; al revés: Internet vive de la agorafilia. Hay que darle la vuelta a todas esas seudo-apocalípticas teorías tecnocráticas que denuncian la soledad comunicativa de Internet. Al revés: ¡Internet es la saturación comunicativa! Cierto es que se ha perdido al Otro, pero hay que ser muy hipócrita para denunciar esto ahora, en pleno siglo XXI, después de todo el proceso ilustrado. ¿Qué le preocupa a la razón el otro? Esa oscura categoría quedó desterrada al rincón del mal desde que los griegos de Atenas descubrieron su poderoso espacio vacío en el medio. Internet es la forma superior del ágora.
La era actual es la forma superior de las anteriores; esto lo sabe cualquier aprendiz de boticario de la Historia, pues la Historia funciona fagocitando el pasado de ese modo. Lo que no les resulta tan evidente es que lo que ellos señalan como vicios antimodernos del mundo actual, casi catástrofes que dan al traste irreversiblemente con el espíritu ilustrado, no son más que lo que ese espíritu ilustrado buscaba desde el principio, aunque lo ocultaba con la máscara de un supuesto culto a nociones como las de sabiduría, filosofía, gobierno de los individuos cualificados o ensalzamiento de la inteligencia. Toda la Historia de Occidente no es más que la persecución de un tipo característico de Nada: el vacío isótropo, la ausencia de lugar y de duración; la indiferencia más absoluta. Esta indiferencia final es la que ha hecho verter tanta sangre en la historia europea; los que no quieran aceptarlo que sigan tapándose ojos y oídos.
¿Agorafobia tecnológica, agorafobia virtual? Dichos términos son un puro oxímoron. ¡Agorafilia de lo virtual, más bien, es el proceso al que asistimos! El fenómeno Hikikomori, en Japón, es el cúlmen de la agorafilia: jóvenes que ansían renunciar a la interacción por puro miedo no sólo al Otro exterior, sino al Otro interior; en suma, a lo que no puede ser ni mediado ni puesto en relación con un concepto (eso que Kierkegaard llamaba el Particular). Miedo a un mundo extra-ágora: claustrofilia y agorafilia se dan un abrazo final, demostrando que, a fin de cuentas, eran dos expresiones de la misma patología occidental de la que tan sublime descripción ofreció Leibniz con las mónadas. Pero lo actual ha superado incluso eso: las mónadas han abierto ventanas; podríamos decir incluso que no son más que ventanas.

Apéndice 2: Un paseo por la plaza
"[…] el racionalismo, al hacer del yo el lugar donde los estados se alojan, está en presencia de un espacio vacío, que no tiene ninguna razón para detenerse aquí mejor que allá, que pasa cualquiera de los límites sucesivos que se pretende asignarle, va siempre alargándose y tiende a perderse, no ya en Cero, sino en el Infinito."
Henri Bergson, Introducción a la Metafísica 

Cualquier plaza pública digna de ser tenida por un ágora, en cualquier ciudad del mundo, ofrece a la sensibilidad humana un espectáculo digno de consideración. Los sentidos, y especialmente la apreciación de las distancias, parecen allí nublarse. En San Pedro del Vaticano, por ejemplo, es muy difícil orientarse. Uno se siente como mareado ante la aparente falta de referencias. Imposible apreciar el tamaño, la posición, la velocidad o la distancia a la que nos movemos cuando caminamos por el centro. El ágora produce una deslocalización que es, ante todo, visual. Es lo más parecido a ser un átomo y flotar por el vacío. Vacío prístino y ordenado. Lejano y distante a la vez. Como un pálido desierto sin rastro alguno de espejismos, rincones o nada que recuerde a un lugar.

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