A nosotros nos corresponde ir a los lugares más
altos, a las horas extremas, donde viven y se alzan las verdades más
elevadas, las más profundas. Los lugares del pensamiento son las zonas
tropicales, frecuentadas por el hombre tropical. No las zonas templadas, ni
el hombre moral, metódico o moderado.
Deleuze, Gilles, Nietzsche y la
filosofía
Cada filosofía y cada
pensamiento tienen su lugar. Y, a la inversa, cada lugar tiene la filosofía
que merece. En Atenas, desde Sócrates, floreció la filosofía del ágora, pero
el ágora no es el único lugar para el pensamiento. Schopenhauer no piensa en
el ágora, sino en lo alto de la montaña: de ahí lo intempestivo
de su filosofía. Artaud piensa la vida subido a un escenario, sin que ello
signifique que su filosofía haya de ser exclusivamente teatral. Ambos son a
la vez claustro-fóbicos y agora-fóbicos. Nietzsche sabía bien la importancia
locativa del pensamiento: hay que estar en los lugares más elevados a las
horas extremas. Zaratustra parte de la montaña; su pensamiento es un pensamiento de las alturas.
La filosofía del ágora es la
filosofía del dialéctico, que aplica al lógos
muchas de las características de la geometría. Sócrates adopta la máscara
del “cualquier otro”, ese poderoso animal que logra hacerse desaparecer tras
sus argumentos. Es, en gran medida, la máscara de toda la ciencia occidental.
De ahí que su sueño, su culminación final, sea desaparecer y ocultarse tras
los objetos. El voyeurismo parece ser siempre la meta de la voluntad de
verdad, que parece aspirar a mimetizarse con el Dios único que contempla el
mundo desde una ausencia omnisciente.
¿Es el mundo actual
agorafóbico, como algunas voces parecen insinuar? Puede que los ordenadores
animen a recluirse en casa y que el fenómeno Hikikomori haga
pensar en el fin del espacio común, pero no hay que dejarse llevar tan pronto
hacia conclusiones precipitadas. La agorafobia es tristemente descrita por
los psicólogos como mera fobia a los espacios abiertos y concurridos, y
siempre va acompañada de aislamiento físico. Esta definición, sin embargo,
parte de una profunda ignorancia hacia las características originarias del
ágora, y lleva a un completo malentendido del problema. La pareja claustrofobia-agorafobia,
tal y como se presenta en los manuales de psicología moderna, es un error que
debe ser denunciado desde la filosofía. En realidad, somos menos agorafóbicos
que nunca, pues pasamos la mayor parte de nuestro tiempo en el lugar virtual de
la información. Independientemente de las condiciones de reclusión física en
las que tenga lugar la conexión, éste es el ágora por excelencia: el lugar
privado de ropajes espirituales o mágicos, desposeído de todo privilegio
divino, carente de mirada: el lugar ciego.
Schopenhauer está entre los
más agorafóbicos filósofos, lo cual le ha hecho arrastrar desde siempre un
enorme desprestigio académico. Criticar el pensamiento del ágora suele ser
sinónimo de convertirse automáticamente en enemigo de la filosofía, algo que
indica una profunda ignorancia, propia especialmente de ámbitos académicos,
acerca de la importancia del lugar en el pensamiento. Al contrario de lo que
dice la visión oficial, afirmamos que no es posible separar un pensamiento
del lugar en que acontece. Lo que ocurre es que el ágora, desde que
irrumpiera en ella su paladín Sócrates, lleva la máscara más ruin de todas:
la máscara transparente; la única que puede ser camuflada tras conceptos y
argumentaciones dando con ello una apariencia de objetividad. O quizá
Sócrates podía ocultarla fácilmente porque todos evitaban mirarle. Tal era su
fealdad.
De camino al
éter: evoluciones del espacio vacío
Hablando en broma, y, además, a la manera
homérica: ¿qué otra cosa es el Sócrates platónico sino [Platón por delante,
Platón por detrás, y en medio la Quimera]?
F. Nietzsche, Más allá del Bien
y del Mal
En su inigualable homenaje a
Sócrates, Platón nos hizo creer que ágora y filosofía eran nociones indisociables;
que la filosofía no sobreviviría fuera de allí; que el verdadero filósofo se
quedaría sin aire en cuanto se aventurase más allá de ese espacio vacío en el medio. Hay que
pensar que la plaza pública tiene un doble uso: es a la vez mercado y ágora
de filósofos. Sócrates acusaba a los sofistas de filodoxia, de intercambio
gratuito e igualador de palabras, de reducción de unas a otras, del mismo
modo en que los mercaderes reducen sus productos a la abstracción del dinero,
que todo lo iguala. Más allá de la agudeza de esta acusación socrática, hemos
de pensar que quizá ágora y mercado no son usos contrarios después de todo;
que quizá la de Sócrates es una filosofía del mercado, pese a que Platón
pusiera todos los medios a su alcance por ofrecer una figura mucho más
dignificada de su maestro.
Hay pensamientos que no
pueden darse en el ágora. Es éste un lugar concurrido, ruidoso, de
intercambio de opiniones y conceptos, donde en cierto modo nadie es nadie,
puesto que la ley que allí rige es la de una cierta geometría del
intercambio. Mercancía por dinero, conceptos por conceptos, opiniones por
opiniones o lógoi por lógoi. El ágora no es lugar para
afirmar identidades o confesar secretos, y desde luego tampoco para tener revelaciones
o alcanzar grandes verdades. Hay allí demasiado ruido, demasiado trajín de
gentes, demasiados instrumentos y demasiada locuacidad.
El aula universitaria es la
continuación natural del ágora: los conceptos liberados de esas otras
impurezas que le eran congénitas pero molestas. Platón dio el primer paso
fundando la Academia, donde los argumentos se liberaron del ruido
ensordecedor del dinero en el mercado y consiguieron operar en un espacio más
limpio, más purificado, más abstracto, más vacío… ¡qué lejos quedaba ya su
origen enigmático! La
historia de la filosofía está llena de intentos por continuar independizando
ese decir, que ha ido dejando por el camino un detritus derivado nada despreciable: toda la ciencia occidental.
Por supuesto, este penoso
camino de la filosofía en busca de su independencia se deja explicar a la
perfección bajo el molde hegeliano de la aufhebung.
Después de todo, cada fenómeno tiene la explicación que merece, y la historia
de la filosofía ha hecho méritos sobrados para adaptarse a una teoría de este
tipo ya desde el famoso libro Alpha (I) de la Metafísica, donde vemos al joven Aristóteles prefigurando al
viejo Hegel. La aufhebung, como
Hegel advirtió sorprendentemente bien, va dejando un rastro de cadáveres que
se convierten en el “patrimonio” de la conciencia natural en su camino hacia
la ciencia. Del origen, del
pasado mítico, sólo puede haber ruinas,
en virtud del tiránico “proceder retrógrado de lo verdadero” (para usar una
expresión de Bergson). Éstas son las ruinas tematizadas por la razón, que no parará hasta
verse “afincada” en el único escenario acorde a sus pretensiones científicas:
el vacío absoluto de la Lógica, que Hegel llama metafóricamente “éter”.
Pero la Historia del
Pensamiento no agota el pensamiento: hay autores que sacan a la filosofía del
ágora y la retrotraen a un estado más originario; son éstos los filósofos de
la agorafobia. La filosofía, en su origen enigmático, prefigurada en los
oráculos de la vieja Grecia,
padece agorafobia, y sólo se libera de ella en un estado muy posterior, muy
avanzado y muy decadente: Sócrates.
Platón contribuyó al
ennoblecimiento filosófico del ágora y consiguió para ella la licencia
exclusiva del pensamiento. En Platón, toda agorafobia es identificada con el
absolutismo político y la tiranía. Democracia y ágora se vuelven así
congénitas e indisociables, siendo la república de Platón la forma superior
de esta unión. Aquí se esconde un truco: lo-otro-que-el-ágora sólo se
contempla desde el punto de vista político. No hay en Platón o Aristóteles un
reflejo justo de un pensamiento extra o intramuros. ¿Qué son los sofistas?
Algunos, como Calicles, son
sometidos con el yugo de la dialéctica socrática sin apenas otorgarles la
palabra y confiando en la generosidad interpretativa del lector de Platón. La
mayor parte del resto son sólo fantasmas de la razón, como en Aristóteles,
que necesitaba inventar oponentes imaginarios con los que discutir sus tesis
sobre el Principio de No Contradicción. Pero esto son sólo apariencias de
discusión, simulacros, pues el ganador está señalado desde el principio por
la diosa razón (ésa que aparentemente se avergüenza de ser un dios entre dioses). En Platón, los
sofistas agorafóbicos, como Protágoras, filosofan en grandes mansiones y
están al servicio de los tiranos. El único personaje políticamente limpio en
los Diálogos es Sócrates, y éste es
precisamente el gran engaño: los argumentos de Sócrates son los más fuertes
sólo porque son los que menos manchados están por el interés político.
Toda la historia de la
literatura filosófica está llena de monstruos engendrados: sofistas ficticios
que los autores utilizan para sostener posturas inverosímiles. Son los
rivales imaginarios que necesitan crear para legitimar su pensamiento porque
no se atreven a llamar a la batalla a los verdaderos rivales: los pensadores
ajenos al ágora. El Zaratustra de Nietzsche es el primer pensador
legítimamente ajeno al ágora que toma la palabra en esta literatura.
Evidentemente, al hacerlo necesitó también cambiar sustancialmente su estilo
de expresión. Genuino agorafóbico pero también claustrofóbico, pues, al
contrario de lo que nos han hecho creer, una cosa no excluye la otra.
La tradición filosófica
occidental pasó del ágora a la universidad, que es la institucionalización de
aquélla, y en la que empezaba a mostrar ya una tendencia al recogimiento. Se
mantuvo así el espíritu socrático de la dialéctica en Hegel. Si Sócrates
había sido el paladín del ágora, Hegel lo era ahora del aula. Paradójicamente,
con el declive actual de la filosofía, que ha dejado de ser necesaria porque
la ciencia parece haberla relevado en sus funciones, asistimos a la
decadencia de esas instituciones. No faltan los que contemplan este declive
filosófico, esta clausura del aula,
como una suerte de tragedia irreparable para Occidente. No nos sorprende,
pues la sombra de Hegel es alargada. Pero sin duda hay otra forma de
contemplar la cuestión que trataremos de exponer.
Que el aula filosófica sea
abandonada ha de ser contemplado como un movimiento adicional de la voluntad
de verdad, siempre a la búsqueda de espacios más vacíos y adecuados a la
transmisión de conceptos. Tras la fase de crisálida, la mariposa abandona el
cascarón. Y ese cascarón abandonado se vuelve de pronto valioso para el
pensamiento. Es precisamente en el aula decadente, en el aula polvorienta y
decrépita, donde se hace posible una filosofía genuinamente nueva: el
amanecer de un nuevo pensamiento agorafóbico y aulafóbico. El aula decadente,
la filosofía como enseñanza maldita, desligada de la vigilancia oficial y
disfrutando de los privilegios que le supone ser ignorada, da así de nuevo la
posibilidad de un pensamiento libre, enemigo del ágora y sus derivados
académicos. Esta nueva situación tomará la forma del resentimiento en los que
se sienten celosos del poder perdido e irrecuperable, pero será sana libertad
en los que disfrutan del lugar desocupado y de que la filosofía haya dejado,
finalmente, de servir a un Estado agorafílico.
Con el fin de la complicidad
entre la filosofía del aula y el poder, con el fin de la era hegeliana, es
posible al fin una inversión del sentido de ese aula: liberado de todas las
formas de protocolo, de toda repetición en el vacío, el pensamiento podrá
sentirse de nuevo intempestivo en un aula que será por vez primera lugar de
acogida. La esperanza de la filosofía está, de una forma que escapa a toda
dialéctica, en su misma decadencia.
Radiografía
del ágora
Latina es la necesidad de emplear palabras para
expresar ideas claras. Para mí las ideas claras, en el teatro como en todas
partes, son ideas acabadas y muertas.
Antonin Artaud, El teatro y su
doble.
El ágora: un lugar que impone
sus propias categorías, basadas en la deslocalización más absoluta. Cuando
uno es capaz de hacer abstracción de la tierra que pisa, del paisaje que
contempla; en definitiva, de quién es, la claridad de los conceptos se pone a
funcionar.
El concepto siempre opera en
un terreno previamente allanado y libre de anfractuosidades: un cierto
espacio vacío en donde es fácil establecer una sucesión ordenada y mediada de
causas y efectos. En este espacio lógico, cada paso está perfectamente
justificado. En el polo opuesto tenemos la inmediatez, archienemigo del
concepto y de la argumentación. Al contrario que ellos, la inmediatez se
mueve en un terreno abrupto, montañoso, donde es preciso operar “a saltos”
intuitivos que no admiten justificación. Espacio taquicárdico, frenético y
profundamente alógico.
Si se piensa, la facultad de
construir conceptos tiene una afinidad natural con la deslocalización. Los
conceptos se llevan bien con el espacio vacío, probablemente porque lo
necesitan para propagarse; porque no pueden comunicarse sin pérdida en un
espacio lleno: un espacio lleno produce errores de traducción; pasar de un lugar a otro siempre implica que
algo se pierde por el camino. Los conceptos no pueden estar sometidos a este
déficit sistemático; necesitan no ser sensibles al movimiento; más aún,
necesitan viajar sin moverse; casi teletransportarse: ésa es su única forma
conocida de localidad. El teletransporte es un moverse sin movimiento; un
desplazamiento sin cambio de lugar, pues ni al principio ni al final están en
lugar alguno. Un espacio de la
teletransportación constante es el ideal para los conceptos: ésa es la lógica
que postula Hegel: el éter. El éter es el elemento de fondo que llena de
vacío el no-lugar, un mundo donde el espacio es por doquier homogéneo e
indiferente.
Indiferencia es la palabra
clave para describir el espacio que habitan los conceptos, que disfrutan así
de su perfecta publicidad, de su impoluta comunicación, en un espacio de rozamiento cero.
Una intuición es
incomunicable, al contrario que un concepto. Pero la comunicación
transparente y cristalina, la traducción perfecta, presupone necesariamente
un espacio a través del cual no se pierda nada; un espacio que no reste nada
al mensaje que lo atraviesa; un espacio que no trate de apoderarse del
mensaje para perturbarlo. Ahora bien, ¿qué es tal espacio? Asumámoslo sin
tapujos: un espacio tal es la Nada misma. Y una comunicación tal es la misma
transparencia, la misma reproducibilidad perfecta, la misma clonación; una
comunicación transparente: tal es el lenguaje que impone la ciencia. Único y
universal: sin necesidad de ser traducido, conocedor de que toda traducción
implica una relación entre singularidades y, por tanto, una cierta pérdida,
un cierto robo, en donde el ladrón es siempre el ruido de fondo del lugar
donde se habla, lugar que exige así su peaje.
La ciencia vive de la visión
ciclópea del Dios cristiano: un único mundo, vacío de lugares privilegiados,
vacío de cuerpos tendenciosos, vacío de diferencias, vacío de escapes; un
mundo transparente, perfectamente enhebrado en la causalidad y donde reina el
más fantasmal de los silencios. El soporte de la causalidad cognoscible es
siempre la Nada (la Nada de espacio, la Nada de tiempo, la Nada de ruido).
Isotropía, instantaneidad y silencio: las tres exigencias de una comunicación
perfecta; la triple cara de la Nada.
Apéndice 1:
Internet como el nuevo ágora
Los adolescentes han perdido la capacidad de
hablar cara a cara […] Ya no pasamos tanto tiempo hablando cara a cara con
nuestros amigos, padres, compañeros o vecinos. El entretenimiento y la
diversión instantáneas reemplazan la clase de experiencia humana a la que la
gente estaba acostumbrada. […] Comunicarse a través de un teléfono u
ordenador es más cómodo para ellos, porque estas máquinas son totalmente
previsibles y les evitan la angustia del cara a cara.
Mariko Fujiwara, en Japan:
The missing million
Hay que transmutar el
concepto de agorafobia. No es que Internet produzca agorafobia; al revés: Internet
vive de la agorafilia. Hay que darle la vuelta a todas esas
seudo-apocalípticas teorías tecnocráticas que denuncian la soledad
comunicativa de Internet. Al revés: ¡Internet es la saturación comunicativa!
Cierto es que se ha perdido al Otro, pero hay que ser muy hipócrita para
denunciar esto ahora, en pleno siglo XXI, después de todo el proceso
ilustrado. ¿Qué le preocupa a la razón el
otro? Esa oscura categoría quedó desterrada al rincón del mal desde que
los griegos de Atenas descubrieron su poderoso espacio vacío en el medio. Internet es la forma superior del
ágora.
La era actual es la forma
superior de las anteriores; esto lo sabe cualquier aprendiz de boticario de
la Historia, pues la Historia funciona fagocitando el pasado de ese modo. Lo
que no les resulta tan evidente es que lo que ellos señalan como vicios
antimodernos del mundo actual, casi catástrofes que dan al traste
irreversiblemente con el espíritu ilustrado, no son más que lo que ese
espíritu ilustrado buscaba desde el principio, aunque lo ocultaba con la
máscara de un supuesto culto a nociones como las de sabiduría, filosofía,
gobierno de los individuos cualificados o ensalzamiento de la inteligencia.
Toda la Historia de Occidente no es más que la persecución de un tipo
característico de Nada: el vacío
isótropo, la ausencia de lugar y de duración; la indiferencia más absoluta.
Esta indiferencia final es la que ha hecho verter tanta sangre en la historia
europea; los que no quieran aceptarlo que sigan tapándose ojos y oídos.
¿Agorafobia tecnológica,
agorafobia virtual? Dichos términos son un puro oxímoron. ¡Agorafilia de lo
virtual, más bien, es el proceso al que asistimos! El fenómeno Hikikomori, en Japón, es el cúlmen de
la agorafilia: jóvenes que ansían renunciar a la interacción por puro miedo
no sólo al Otro exterior, sino al Otro interior; en suma, a lo que no puede
ser ni mediado ni puesto en relación con un concepto (eso que Kierkegaard
llamaba el Particular). Miedo a un mundo extra-ágora: claustrofilia y
agorafilia se dan un abrazo final, demostrando que, a fin de cuentas, eran
dos expresiones de la misma patología occidental de la que tan sublime
descripción ofreció Leibniz con las mónadas. Pero lo actual ha superado
incluso eso: las mónadas han abierto ventanas; podríamos decir incluso que no son más que ventanas.
Apéndice 2:
Un paseo por la plaza
"[…] el racionalismo, al hacer del yo el
lugar donde los estados se alojan, está en presencia de un espacio vacío, que
no tiene ninguna razón para detenerse aquí mejor que allá, que pasa
cualquiera de los límites sucesivos que se pretende asignarle, va siempre
alargándose y tiende a perderse, no ya en Cero, sino en el Infinito."
Henri Bergson, Introducción a la
Metafísica
Cualquier plaza pública digna
de ser tenida por un ágora, en cualquier ciudad del mundo, ofrece a la
sensibilidad humana un espectáculo digno de consideración. Los sentidos, y
especialmente la apreciación de las distancias, parecen allí nublarse. En San
Pedro del Vaticano, por ejemplo, es muy difícil orientarse. Uno se siente
como mareado ante la aparente falta de referencias. Imposible apreciar el
tamaño, la posición, la velocidad o la distancia a la que nos movemos cuando
caminamos por el centro. El ágora produce una deslocalización que es, ante
todo, visual. Es lo más parecido a ser un átomo y flotar por el vacío. Vacío
prístino y ordenado. Lejano y distante a la vez. Como un pálido desierto sin
rastro alguno de espejismos, rincones o nada que recuerde a un lugar.
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