El
apego a la vida suele ser más fuerte que todas las miserias
del mundo, y aunque muchos juzguen que la vida no vale la pena
ser vivida, son pocos los que se suicidan. Esto se debe a que
el querer la vida no implica más que el que se la quiera. En este hecho radica el que expongamos y cuestionemos en este artículo la esencialidad del querer, a
la luz de la voluntad de vivir y la voluntad de morir.
¿Aquello que queremos es realmente la vida o simplemente
vivimos para liberarnos de ella?
Leemos en El mundo como voluntad y representación: "Lejos de ser una
negación de la voluntad, el suicidio es un fenómeno de la más
fuerte afirmación de la voluntad. Pues la esencia de la negación es
que no se detesta el sufrimiento, sino los goces de la vida. El
suicida quiere la vida y sólo se halla descontento de las
condiciones en las cuales se encuentra. Por eso, al destruir el
fenómeno individual, no renuncia en modo alguno a la voluntad
de vivir, sino tan sólo a la vida. Él quiere la vida, quiere
una existencia y una afirmación sin trabas del cuerpo, pero el
entrelazamiento de las circunstancias no se lo permite y ello
le origina un enorme sufrimiento" (Schopenhauer 1986, Tomo I, §69,
p. 541).
Cuando
la explicación del suicidio se aborda desde la sociología o la
psicología, se impone en general el discurso crítico que
persigue su prevención. La metafísica de la voluntad de vivir
no está exenta de aquella tendencia. Bajo la perspectiva de un
noúmeno volente, el suicidio no es considerado señal de querer dejar de vivir, por el contrario,
resulta ser la manifestación más fehaciente de aceptar y
afirmar una vida sin sufrimientos. Sin embargo, cuando las
circunstancias no permiten gozar de esa vida o simplemente no
permiten superar la condición sufriente en ella, el individuo
obra, según Schopenhauer, conforme a su naturaleza como
"voluntad metafísica", a la cual, al estar fuera del principium individuationis, le
es indiferente la permanencia de cada individuo en particular.
Esto último nos podría llevar a una aparente contradicción si
consideramos que el fin de la voluntad es perpetuarse en el ser, a
través de muchos individuos que ayudan a conservar la especie. Sin
embargo, tal argumentación es fácilmente refutable si
consideramos que no todos los individuos son aptos para la
especie y, por lo tanto, útiles para cumplir aquel objetivo de
la voluntad. Para Schopenhauer, el hecho de que la voluntad,
por sobre el fenómeno del nacimiento y la muerte, jamás deje de
manifestarse, es argumentación suficiente para condenar el suicidio.
Con éste se niega el individuo, precisamente a esto remite la
raíz latina sui del íMz'caedere (matar a uno mismo), es
decir, se destruye el yo en particular, pero no se niega la
voluntad ni por lo tanto la especie. En otras palabras, la
destrucción voluntaria del cuerpo es la destrucción aparente y
fenoménica de la objetivación más directa de la voluntad, mientras
que ella, la cosa en sí, al no ser negada, permanece intacta. Al no
negarse la voluntad, la nada es ilusoria. "Y él cree arreglar
su miseria/A través de la muerte./¡Cómo se ha engañado!/Aquí se
escondió detrás de un arbusto/Ahí está solo y desnudo, / Y
todo lo que aquí le horrorizó / Está en él prolongado / ¡ Cómo
se ha engañado!" (Claudius 1974, p. 624-625).
La
condena de orden moral que surge de la metafísica del noúmeno
volente se resume en el hecho de que el suicida no puede dejar
de querer. El acto de darse muerte a sí mismo es resultado de afirmar en la adversidad las ganas de haber llevado una vida más afortunada, sin tormentos, sin embargo, al no haber podido satisfacer en
esencia ya "nada" en ella, el suicida suprime el fenómeno, en
este tiempo y en este lugar, dejando la cosa en sí intacta. El
suicida detesta el sufrimiento, a diferencia del renunciante
que detesta los goces de la vida. El primero afirma la
voluntad de vivir suprimiendo el fenómeno de la vida. El segundo, en
cambio, niega la esencia de ella, es decir, niega el querer vivir.
Un
dolor que se torna intolerable, un sufrimiento que se vivencia
como lo absoluto, no puede dejar de generar una necesidad
imperiosa de descanso o alivio. Como antítesis del dolor
ilimitado sobreviene la avidez vital de la nada. En esta
situación límite es posible distinguir una avidez vital de la
nada como manifestación pura e inmediata del padecimiento
vivenciado, a diferencia de su aspiración que puede estar mediada por
reflexiones abstractas. Podríamos decir que el suicidio es la
mayor parte de las veces una conjunción de ambos fenómenos, es
decir, tanto una desesperación por dejarse caer en una nada
subjetiva, como un anhelo por alcanzarla. Lo que busco
enfatizar es reconocer el estatus del sufrimiento con que se
identifica aquella avidez vital de la nada que puede anteceder un
suicidio, ponderando con ello aquella necesidad que
puede esconderse tras la "elección" de abandonar la vida. Solo
el alma sabe cuan tolerable es este o aquel dolor, y no es uno
quien "decide" cuando la necesidad de la nada se ha tornado más
vital que la vida misma.
Muchas
parecen ser las causas que podemos hipotéticamente suponerle
al suicidio; lo cierto es que todas las razones suficientes no
resultan ser a menudo fuente veraz de comprensión para quien
haya sentido alguna vez compasión por alguien que lo haya
cometido. Creo que muchos hombres que se figuraron, antes de
suicidarse, que el cometer dicho acto podría implicar comenzar
la existencia de una nueva vida, con más dificultades aún, indiferentes
hubieron de pensar en ella, porque fue la propia la que se les
tornó insoportable. A raíz de esto, el suicidio es realizado
sin distinción de credo por personas que han sido minadas por
alguna tristeza espiritual, independientemente de que ésta
tenga una explicación psicopatológica o no. Este hecho me hace
pensar que el acto, en estos casos, puede ser antecedido por una
reflexión serena y sensata que en silencio, una y otra vez, se torna
en un hábito mental que engendra esta avidez vital de la nada.
Es verdad que los hábitos mentales son más fuertes que los
físicos, pero necesidad no es siempre indicio de una
desesperación obvia. Sin embargo, siempre nos quedamos con esto
último. No hay maldad en ello, es una sensibilidad más
visible, más evidente, pero no por eso menos superficial. ¿Quién no
podría anhelar con nostalgia la muerte de alguien al verlo sufrir y
padecer un dolor intolerable, si sabemos que dicho lamento es
irreversible? Eurípides dij o una vez: Aúoei |í ó Saíficov
ocútóq, óxccv éyco 6é X o (Dios me libertará cuando yo lo desee). (Bacchae, 498). Solo veo en ello que la muerte parece ser aquí la solución al tormento de la vida.
Cuando
se trata, sin embargo, de un sufrimiento de orden espiritual,
el dolor muchas veces no alcanza la superficie del lamento;
quienes rodeamos a este ser corremos el riesgo de permanecer
como hipnotizados por aquel silencio que favorece que dichos
"Hombres ante el abismo" acaben con el show de la vida y
se bajen así repentina y sorpresivamente del escenario de
todos los tiempos. Así como una vez hubo un Mario que fue
bajado del escenario por un Mago.
Nadie se suicida solo./Nunca nadie estuvo solo al nacer. /
Tampoco nadie está solo al morir" (Artaud 1971, p. 118).
Lo cierto es que ante un suicidio, lo absurdo cobra sentido,
los detalles ínfimos se pueden transformar en variantes
decisivas. Se precisa un público de seres indiferentes, cuya
pasividad pudo haber actuado de estímulo para acabar con el
acto final y descender del escenario, donde se vive el show de
la vida. Habría que saber si el mismo día que cometió un suicidio,
esperaba esa persona una llamada o una carta que no recibió o
simplemente un pariente o un amigo le habló con un tono
indiferente.
Schopenhauer
condena el suicidio a partir de su metafísica, sin considerar
que quien padece un dolor tan intenso puede olvidar todo credo o
proyección de vida individual y eterna. Perpetuar la vida
sería prolongar una tortura. Es precisamente mediante la fe en
la voluntad de vivir desde donde se reprueba el suicidio como
un acto inútil y egoísta, incluso en enfermos psiquiátricos,
pese a saber el filósofo qué clase de dolores comporta la
locura: "La locura es el Lethe de un dolor enorme" (Schopenhauer 1990, p. 396),
pero de un dolor que no es de orden físico. Cuando
Schopenhauer anula en estos casos los efectos prácticos e
inmediatos del suicidio, se aleja mediante su concatenación
argumentativa no de la temática concerniente al dolor, sino que
lo teoriza hasta transformarlo en una mera abstracción, y es
precisamente a partir de ella desde donde legitima su condena. El
suicidio no me parece de ningún modo "un acto completamente
infructuoso e insensato" en el círculo de enfermedades
esquizofrénicas, maníaco-depresivas u otras tantas de la misma
índole (Schopenhauer 1986, Tomo I, § 69, p. 542). Casos donde
la persona destruye un yo, el cual no solo se le escapa, sin
poder dominarlo, sino que la mayor parte de las veces se transforma
éste en el peor de sus enemigos (Laing 1988, pp. 155-173).
En
este hecho se reflejaría, según mi opinión, la imagen de la
contradicción más patente que sufre la voluntad de vivir
consigo misma, sería "la obra maestra de Maja", puesto que
fuera de esta lucha a todo trance que se da en la diversidad de
las objetivaciones, el individuo se declara, por así decirlo,
la guerra contra sí mismo.
Señalo
como contraargumento el caso de la locura, considerando la
ausencia de condiciones que permitan acceder a un conocimiento
mejor o a una conciencia continua que posibilite negar la
voluntad de vivir. No debemos ignorar este hecho al ponderar,
desde la crítica schopenhaueriana, el suicidio como el equívoco
que se produce en el modo de enfrentar el dolor, al ser
anulado con éste el único camino válido donde puede proyectarse un ideal
de redención: "El sufrimiento le ronda y le abre como tal la
posibilidad de negar la voluntad, pero él lo ahuyenta de sí, al
destruir el fenómeno de la voluntad, el cuerpo, por lo que la
voluntad permanece inquebrantable" (Schopenhauer 1986, Tomo I, §
69, pp. 542-543). En lo anterior se realza el hecho de que la
voluntad no puede ser destruida más que por el conocimiento o
la conciencia, y ningún acto de violencia puede aspirar jamás a
dicho fin. Solo negándose la voluntad de vivir se puede acabar
definitivamente con el dolor que significa el fenómeno de la
vida, sin embargo, eliminando el fenómeno no se puede acabar
con la esencia de ésta. Producto de ello, Schopenhauer se
detiene principalmente en las consecuencias de orden
ontológico, deslegitimando la eficacia inmediata del suicidio.
He
aquí, paradójicamente, un "discípulo" de Schopenhauer que si
bien pudo ponderar el sentido y el significado de la negación de
la voluntad de vivir, fue llevado por dicha conciencia a una
peligrosa antinomia, que no podemos dejar pasar por alto. El
"discípulo" dice: "En febrero de 1860 llegó el día más grande,
más significativo de mi vida. Entré a una librería y le eché un
vistazo a los libros frescos llegados desde Leipzig. Ahí
encontré El mundo como voluntad y representación de
Schopenhauer. ¿Schopenhauer? ¿Quién era Schopenhauer? El nombre
nunca lo había oído hasta entonces. Hojeo la obra, leo sobre la
negación de la voluntad de vivir y me encuentro con numerosas
citas conocidas en un texto que me hace preso de sueños"
(Mainlander 2004, pp. 8-9).
En
1860, Mainlander contaba con diecinueve años. En lo que
respecta a la vida de Philipp Batz (su verdadero nombre)
sabemos que era el menor de seis hermanos, tres de los cuales
cometieron después suicidio. Recibió su formación escolar en la
Realschule de Offenbach, su ciudad natal, situada a orillas
del río Main. De ahí proviene su seudónimo Mainlander (región
del Main). A partir de 1856 frecuenta la escuela de comercio en Dresden.
Dos años más tarde viaja por Francia hacia Italia hasta
Ñapóles, para ocupar un puesto en una casa de comercio. En este
significativo "tiempo napolitano", de aproximadamente cinco
años, es cuando descubre a Schopenhauer. A su regreso a
Offenbach se hace cargo del negocio de su padre. En 1868 se
traslada a Berlín donde recibe el nombramiento de "Martin
Magnus" en una casa de banca. Pasados algunos años vuelve nuevamente
a su ciudad natal para redactar parte de su obra principal, pero
luego decide entrar voluntariamente como coracero en
Halberstadt. Finalmente, en noviembre de 1875 se establece de
un modo definitivo en Offenbach, para concluir el segundo tomo
de su obra principal: La filosofía de la redención (Die Philosophic der Erlosung).
La filosofía de la redención no es sólo continuación de las doctrinas de Kant y Schopenhauer, sino también confirmación del budismo y del cristianismo puro. Aquellos sistemas filosóficos son rectificados y completados por ella, reconciliando además estas religiones con la ciencia. La filosofía de la redención fundamenta el ateísmo no en una creencia cualquiera como estas religiones, sino como filosofía en el saber y, por esta razón, queda el ateísmo, gracias a ella, por primera vez fundamentado de un modo científico (Mainlander 1996, Tomo I, p. VIII). |
Según
Mainlander, la moral cristiana no es más que un mandamiento de
suicidio lento (Mainlander 1996, Tomo II, p. 218), el cual se
puede lograr tomando conciencia de la caída y la decadencia
profetizada como destino del mundo. Esto queda de manifiesto no
solo en la vida de Cristo, sino también en la de Buda. Ambos,
según el filósofo, habrían expresado el suicidio sensu allegorico a través de sus vidas.
Mainlander
tiene una visión propia acerca del origen del universo. Dios,
saturado de su propio "super-ser", decide de un modo suicida y
arbitrario la catástrofe absoluta. Conforme a ella, el universo
surgió no por un deseo de creación divina, sino que fue el
resultado de un agotamiento de voluntad divina. En un comienzo
existe una vuelta repentina e inconcebible de perfección, sin
tiempo ni espacio, que tiende hacia la nada. Increíblemente
ésta es en su descarga energética lo que hoy la ciencia llamaría Big
Bang. El curso irreversible de esta gran explosión se extiende,
a través de su fuerza omnipotente de creación, hasta el
exterminio de toda su precedencia, la cual únicamente se
encuentra aún presente existiendo, pero deviniendo hacia su extenuación (Mainlander 2004, p. 15).
El
hecho es que para Mainlander la conciencia advierte, a través
de los tráfagos de la vida, que la no existencia es mejor que
la existencia. Este conocimiento le abre al hombre la
posibilidad de negar perpetuarse y tender a autoaniquilarse,
para consumar finalmente el gran ciclo de la redención (Erlósung) del
ser: todos somos fragmentos de un Dios, que al igual que en el
"Big Bang" del principio de todos los tiempos, se destruyó,
ávido de no ser: "Esta unidad simple que ha sido, ya no existe
más. Ella se ha fragmentado, transformando su esencia absoluta
en el mundo de la multiplicidad. Dios ha muerto y su muerte fue
la vida del mundo. (...) Ya no estamos más en Dios porque la
unidad simple se ha destruido y muerto" (Mainlander 1996, Tomo
I, p. 108).
Mainlander, sin embargo, es consciente de sus límites: existió efectivamente una unidad simple (einfache Einheit), sin
embargo no es posible descifrar en modo alguno lo que ella
fue. Solo afirma que su ser fue saturado por su propio
"super-ser" (Mainlander 1996, Tomo I, p. 320) y que no se
asemeja a ningún ser que podamos concebir, porque todo ser que
se conoce es, por el contrario, un ser cuya manifestación es movimiento
o devenir.
Mainlander
resume sus teorías centrales -la desintegración de la unidad
en la multiplicidad, la transición del campo trascendente hacia
el inmanente, la muerte de Dios y el origen del mundo- en los
siguientes puntos (Mainlander 1996, Tomo I, pp.326-327):
1. Dios quiso el no-ser.
2. Su esencia fue el obstáculo para la entrada inmediata en el no-ser.
3. La esencia tuvo que desintegrarse en un mundo de la multiplicidad, cuyos individuos tienen todos el afán de no-ser.
4. En este afán se obstaculizan mutuamente, luchan los unos con los otros y debilitan de esta forma su fuerza.
5. La completa esencia de Dios vino hacia el mundo a través de una forma transformada, en una determinada suma de fuerza.
6. El mundo completo, el universo, tiene una meta, el no-ser, y logra ésta mediante el continuo debilitamiento de su suma de fuerzas.
7. Cada individuo llegará a través del agotamiento de su fuerza, en su proceso evolutivo, hasta el punto que su ansia de alcanzar el exterminio pueda llegar a ser cumplida.
2. Su esencia fue el obstáculo para la entrada inmediata en el no-ser.
3. La esencia tuvo que desintegrarse en un mundo de la multiplicidad, cuyos individuos tienen todos el afán de no-ser.
4. En este afán se obstaculizan mutuamente, luchan los unos con los otros y debilitan de esta forma su fuerza.
5. La completa esencia de Dios vino hacia el mundo a través de una forma transformada, en una determinada suma de fuerza.
6. El mundo completo, el universo, tiene una meta, el no-ser, y logra ésta mediante el continuo debilitamiento de su suma de fuerzas.
7. Cada individuo llegará a través del agotamiento de su fuerza, en su proceso evolutivo, hasta el punto que su ansia de alcanzar el exterminio pueda llegar a ser cumplida.
De
lo anterior se desprende una cosmovisión que concibe la
historia universal como la oscura agonía de los fragmentos que
correspondieron a un Dios y que apela, debido a ello, a la
destrucción del mundo y del yo para acelerar el proceso de
destrucción. "La ley del debilitamiento de la fuerza es la ley
universal. Para la humanidad esta se llama ley del dolor"
(Mainlander 1996, Tomo II, p. 510). En consonancia con ello, solo una
teleología del exterminio es capaz de aliviar aquel dolor cuyo
proceso es un padecer irreversible, por lo que solo se debe
colaborar con la desintegración total del mismo: ¿y cómo lograr
esto? A través de la autodestrucción o autodesintegración.
Para Mainlander el dolor noesunSeúxeQog ti X ove,, sino
solo parte de un engranaj e que se debe terminar de desintegrar.
Por eso Mainlander defiende su propia metafísica: "El verdadero
significado metafísico del mundo, el credo de todos los buenos y
justos, es el desarrollo del mundo con la humanidad hasta el
extremo. El mundo es el punto de tránsito, pero no para un
estado nuevo, sino para el exterminio, el cual desde luego se
encuentra fuera del mundo: ello es metafísico" (Mainlander 1996,
Tomo II, p. 509).
El
pesimismo autodestructivo mainlanderiano transmuta el concepto
de negación por el de destrucción. Voluntad de muerte (Wille zum Tod) es
la conciencia de la vida como medio para alcanzar la
liberación a través de la muerte. Bajo esta cosmovisión, toda
cosa en el mundo es inconscientemente voluntad de muerte. El
mundo se mueve "como si" tuviera una causa final, pero lo que
en verdad se quiere no es la vida, puesto que ésta es solo
apariencia de la voluntad de muerte. Sin embargo la redención (Erlósung) puede
comenzar en vida al tomar conciencia de que lo esencial ya no
es aquella voluntad que tiene como fin la vida, sino aquella
que sirve como medio para la muerte. Mainlander nos habla de sí para
persuadirnos de aquello: "Quisiera en adelante destruir todos
los motivos fútiles que puedan amedrentar a los hombres para
buscar la noche sosegada de la muerte, y cuando pueda
tranquilamente quitarme de encima la existencia, cuando mi
nostalgia de la muerte se acreciente sólo un poco más, entonces
mi confesión podrá tener la fuerza de apoyar a cualquiera de mis
semejantes en su lucha contra la vida" (Mainlander 1996, Tomo
II, p. 218).
Camus
en la misma línea de la confesión, casi un siglo más tarde
sostiene: "Matarse, en cierto sentido, y como en el melodrama,
es confesar. Es confesar que se ha sido sobrepasado por la vida
o que no se la comprende" (Camus 1996, p. 16). Sin embargo,
ambas confesiones difieren entre sí. El hecho es que Mainlander
sí elaboró un tratado de más de mil páginas, donde incluye una
minuciosa Teleología del exterminio (Teleologie der Vernichtung). En
ella manifiesta su absoluta convicción de haber hallado la redención
al problema de la existencia humana. "Finalmente el filósofo
inmanente ve en el universo completo sólo la profunda nostalgia
de un exterminio absoluto, y esto es oído por él, el llamado
claro que atraviesa todas las esferas celestiales: ¡redención!
¡redención! ¡muerte a nuestra vida! Y la respuesta consoladora
dice: todos ustedes encontrarán el exterminio y serán
redimidos" (Mainlander 1996, Tomo I, p. 335).
El amor a la muerte de Mainlander apela a la valentía espiritual en su lucha contra la vida:
Quien no le teme a la muerte, se precipita en una casa envuelta en llamas; quien no le teme a la muerte, sale sin vacilar en medio de un diluvio; quien no le teme a la muerte, irrumpe en una tupida lluvia de balas; quien no le teme a la muerte, emprende desarmado la lucha contra miles de titanes alzados -con una palabra-, quien no le teme a la muerte, es el único que puede hacer algo por los otros, sangrar por los otros, y recibe al mismo tiempo la felicidad única, el único bien deseable en este mundo: la verdadera paz del corazón (Mainlander 1996, Tomo II, p. 251-252). |
Cuando
Camus afirmó: "No hay más que un problema filosófico
verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no
vale la pena vivirla es responder a la pregunta fundamental de
la filosofía" (Camus 1996, p. 9), el existencialista planteó un
problema que en Schopenhauer no nos conduciría jamás a la
autodestrucción, sino a la autonegación. Por muy pesimista que
parezca la cosmovisión schopenhaueriana, ella jamás busca el
cese inmediato, violento y autodestructivo de la vida, sino, por el
contrario, un camino lento de luchas internas, donde se busca negar
el querer que produce el fenómeno sufriente de la vida. En
esta concepción, el suicidio es antecedido por motivos que
nacen de un yo volente, marcado visiblemente por las barreras
individuales propias del principium individuationis, pero
que más allá del fenómeno resultan ser solo una causa infundada.
Precisamente porque la voluntad de vivir no vale la pena ser afirmada
y nos sobrepasa en ella lo inconcebible y lo doloroso, es que
se debe negar su esencia y no destruir el fenómeno particular
de ella, que se vive y se vivirá siempre en uno.
Paradójicamente, el apego a la vida suele ser más fuerte que
todas las miserias del mundo, y aunque se juzgue que la vida no
vale la pena ser vivida, son pocos finalmente los que obran
según esta premisa. Esto se debe a que el querer la vida no implica más que el que se la quiera. En
este hecho radica el que expongamos hoy su esencialidad. En
vez de preguntarnos si la vida vale o no vale la pena ser
vivida, debemos sobrecogernos simplemente con el hecho de que
la vida nunca ha resultado ser vivible para todo ser humano.
Camus
afirma que ve morir a muchas personas porque estimaron que la
vida no vale la pena ser vivida, pese a que tuvieron la
convicción en algún momento que sí era valioso hacerlo. Sin
embargo, afirma: "Nunca vi morir a nadie por el argumento
ontológico. Galileo, que defendía una verdad científica
importante, abjuró de ella con la mayor facilidad del mundo
cuando puso su vida en peligro" (Camus 1996, p.14). Klaus Thomas,
en su libro Hombres ante el abismo, parece ser más cauteloso al recordar a Hegesias, a quien se le dio el significativo apodo de Peisithánatos, en
la medida en que, como lo dice su nombre, era un hombre que
precisamente persuadía a matarse, y esto mismo hizo él, porque
creía que la felicidad tan frecuentemente ensalzada por los
hombres era simplemente inasequible y nunca jamás alcanzada.
Sin embargo, Klaus Thomas también se manifiesta algo vacilante:
"Hay pocos que estarían dispuestos a morir por una
demostración ontológica" (Thomas 1970, p. 28).
¿Puede
en verdad morir alguien por un argumento ontológico? Volvamos
al año 1876. Precisamente el primero de abril, el día de la
víspera de la impresión de la Philosophie der Erlósung, Philipp
Mainlander acabó con su vida. Con los escritos de su obra
levantó un cúmulo de papeles que utilizó como pedestal, como
base de su redención
filosófica. Me lo represento colgando la cuerda en la viga y
rodeando con el lazo mortífero su cuello. Luego comienza con el
movimiento de las piernas.
Los
físicos podrán ponderar hoy y mañana la agudeza de su
sensibilidad para expresar vivencial y consecuentemente lo que
hoy la ciencia llamaría Big Bang, o también el aumento de la
entropía, fuera de todos los aportes que pudo expresar así,
concernientes a la teoría del caos y los postulados que dicen
relación con las leyes de la termodinámica. Sin embargo, me doy
cuenta de que el Big Bang o la teoría de la gran explosión matematiza
y salda la fantasía mitopoética destructiva del "comienzo-final"
catastrófico, el cual fue vivenciado por Mainlander como
suicidio. Este hecho nos permite reconocer a la par su
sensibilidad mitopoética como expresión de su dolor vivenciado y
teorizado. Ironizar que su suicidio fue un acto perpetrado
para enaltecer su obra es un juicio que no concierne en este
caso a una reflexión que busca ser consciente de la esencialidad
propia de su vivencia. Realzo en ella su sensibilidad mitopoética:
"más allá del mundo no hay ni un lugar de paz ni un lugar de
tormento, sino sólo la nada. (...) Esto puede generar un nuevo
contramotivo y un nuevo motivo: esta verdad puede hacerlo
retroceder a uno hasta la afirmación de la voluntad, y a otro
puede llevarlo poderosamente hasta la muerte" (Mainlander 1996,
Tomo I, pp. 350-351).
Este
ensayo sobre el suicidio, a la luz de la voluntad de vivir y
la voluntad de morir, fue concebido como intento de profundizar
y comprender, a partir de dos teorías antagónicas, una
argumentación ontológica que lo condena y otra que lo legitima,
hasta la radical consecuencia de consumarse en su praxis. El
supremo cumplimiento que ha de atreverse a acometer el suicida
es la abdicación en pro de la nada, cuyo llegar a ser lo anula
él mismo, anulándose a sí mismo como resultado de una avidez vital de
la nada que se trasciende a sí misma.
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