Leemos          en El mundo como voluntad y representación: "Lejos de ser          una 
 negación de la voluntad, el suicidio es un fenómeno de la          más 
fuerte afirmación de la voluntad. Pues la esencia de la negación es     
     que no se detesta el sufrimiento, sino los goces de la vida. El 
suicida          quiere la vida y sólo se halla descontento de las 
condiciones en las cuales          se encuentra. Por eso, al destruir el
 fenómeno individual, no renuncia          en modo alguno a la voluntad 
de vivir, sino tan sólo a la vida. Él quiere          la vida, quiere 
una existencia y una afirmación sin trabas del cuerpo,          pero el 
entrelazamiento de las circunstancias no se lo permite y ello          
le origina un enorme sufrimiento" (Schopenhauer 1986, Tomo I, §69,      
    p. 541).
           
Cuando
          la explicación del suicidio se aborda desde la sociología o la
 psicología,          se impone en general el discurso crítico que 
persigue su prevención. La          metafísica de la voluntad de vivir 
no está exenta de aquella tendencia.          Bajo la perspectiva de un 
noúmeno volente, el suicidio no es considerado          señal de querer dejar de vivir, por el contrario,
          resulta ser la manifestación más fehaciente de aceptar y 
afirmar una vida          sin sufrimientos. Sin embargo, cuando las 
circunstancias no permiten gozar          de esa vida o simplemente no 
permiten superar la condición sufriente en          ella, el individuo 
obra, según Schopenhauer, conforme a su naturaleza          como 
"voluntad metafísica", a la cual, al estar fuera del principium          individuationis, le
 es indiferente la permanencia de cada individuo          en particular.
 Esto último nos podría llevar a una aparente contradicción          si 
consideramos que el fin de la voluntad es perpetuarse en el ser, a      
    través de muchos individuos que ayudan a conservar la especie. Sin 
embargo,          tal argumentación es fácilmente refutable si 
consideramos que no todos          los individuos son aptos para la 
especie y, por lo tanto, útiles para          cumplir aquel objetivo de 
la voluntad. Para Schopenhauer, el hecho de          que la voluntad, 
por sobre el fenómeno del nacimiento y la muerte, jamás          deje de
 manifestarse, es argumentación suficiente para condenar el suicidio.   
       Con éste se niega el individuo, precisamente a esto remite la 
raíz latina          sui del íMz'caedere (matar a uno mismo), es 
decir, se destruye          el yo en particular, pero no se niega la 
voluntad ni por lo tanto la especie.          En otras palabras, la 
destrucción voluntaria del cuerpo es la destrucción          aparente y 
fenoménica de la objetivación más directa de la voluntad, mientras      
    que ella, la cosa en sí, al no ser negada, permanece intacta. Al no 
negarse          la voluntad, la nada es ilusoria. "Y él cree arreglar 
su miseria/A          través de la muerte./¡Cómo se ha engañado!/Aquí se
 escondió detrás de          un arbusto/Ahí está solo y desnudo, / Y 
todo lo que aquí le horrorizó          / Está en él prolongado / ¡ Cómo 
se ha engañado!" (Claudius 1974,          p. 624-625).
           
La
          condena de orden moral que surge de la metafísica del noúmeno 
volente          se resume en el hecho de que el suicida no puede dejar 
de querer. El          acto de darse muerte a sí mismo es resultado de afirmar en la adversidad          las ganas de haber llevado una vida más afortunada, sin tormentos,          sin embargo, al no haber podido satisfacer en
 esencia ya "nada"          en ella, el suicida suprime el fenómeno, en 
este tiempo y en este lugar,          dejando la cosa en sí intacta. El 
suicida detesta el sufrimiento, a diferencia          del renunciante 
que detesta los goces de la vida. El primero afirma          la 
voluntad de vivir suprimiendo el fenómeno de la vida. El segundo, en    
      cambio, niega la esencia de ella, es decir, niega el querer vivir.
           
Un
          dolor que se torna intolerable, un sufrimiento que se vivencia
 como lo          absoluto, no puede dejar de generar una necesidad 
imperiosa de descanso          o alivio. Como antítesis del dolor 
ilimitado sobreviene la avidez vital          de la nada. En esta 
situación límite es posible distinguir una avidez          vital de la 
nada como manifestación pura e inmediata del padecimiento          
vivenciado, a diferencia de su aspiración que puede estar mediada por   
       reflexiones abstractas. Podríamos decir que el suicidio es la 
mayor parte          de las veces una conjunción de ambos fenómenos, es 
decir, tanto una desesperación          por dejarse caer en una nada 
subjetiva, como un anhelo por alcanzarla.          Lo que busco 
enfatizar es reconocer el estatus del sufrimiento con que          se 
identifica aquella avidez vital de la nada que puede anteceder un 
suicidio,          ponderando con ello aquella necesidad que 
puede esconderse tras          la "elección" de abandonar la vida. Solo 
el alma sabe cuan tolerable          es este o aquel dolor, y no es uno 
quien "decide" cuando la          necesidad de la nada se ha tornado más
 vital que la vida misma.
           
Muchas
          parecen ser las causas que podemos hipotéticamente suponerle 
al suicidio;          lo cierto es que todas las razones suficientes no 
resultan ser a menudo          fuente veraz de comprensión para quien 
haya sentido alguna vez compasión          por alguien que lo haya 
cometido. Creo que muchos hombres que se figuraron,          antes de 
suicidarse, que el cometer dicho acto podría implicar comenzar          
la existencia de una nueva vida, con más dificultades aún, indiferentes 
         hubieron de pensar en ella, porque fue la propia la que se les 
tornó insoportable.          A raíz de esto, el suicidio es realizado 
sin distinción de credo por personas          que han sido minadas por 
alguna tristeza espiritual, independientemente          de que ésta 
tenga una explicación psicopatológica o no. Este hecho me          hace 
pensar que el acto, en estos casos, puede ser antecedido por una        
  reflexión serena y sensata que en silencio, una y otra vez, se torna 
en          un hábito mental que engendra esta avidez vital de la nada. 
Es verdad          que los hábitos mentales son más fuertes que los 
físicos, pero necesidad          no es siempre indicio de una 
desesperación obvia. Sin embargo, siempre          nos quedamos con esto
 último. No hay maldad en ello, es una sensibilidad          más 
visible, más evidente, pero no por eso menos superficial. ¿Quién no     
     podría anhelar con nostalgia la muerte de alguien al verlo sufrir y
 padecer          un dolor intolerable, si sabemos que dicho lamento es 
irreversible? Eurípides          dij o una vez: Aúoei |í ó Saíficov 
ocútóq, óxccv éyco 6é X o (Dios          me libertará cuando yo lo desee). (Bacchae, 498). Solo veo en ello          que la muerte parece ser aquí la solución al tormento de la vida.
           
Cuando
          se trata, sin embargo, de un sufrimiento de orden espiritual, 
el dolor          muchas veces no alcanza la superficie del lamento; 
quienes rodeamos a          este ser corremos el riesgo de permanecer 
como hipnotizados por aquel          silencio que favorece que dichos 
"Hombres ante el abismo" acaben          con el show de la vida y
 se bajen así repentina y sorpresivamente          del escenario de 
todos los tiempos. Así como una vez hubo un Mario que          fue 
bajado del escenario por un Mago.
          Nadie se suicida solo./Nunca nadie estuvo solo al nacer. / 
Tampoco nadie          está solo al morir" (Artaud 1971, p. 118).
          Lo cierto es que ante un suicidio, lo absurdo cobra sentido, 
los detalles          ínfimos se pueden transformar en variantes 
decisivas. Se precisa un público          de seres indiferentes, cuya 
pasividad pudo haber actuado de estímulo para          acabar con el 
acto final y descender del escenario, donde se vive el show          de
 la vida. Habría que saber si el mismo día que cometió un suicidio,     
     esperaba esa persona una llamada o una carta que no recibió o 
simplemente          un pariente o un amigo le habló con un tono 
indiferente.
           
Schopenhauer
          condena el suicidio a partir de su metafísica, sin considerar 
que quien          padece un dolor tan intenso puede olvidar todo credo o
 proyección de vida          individual y eterna. Perpetuar la vida 
sería prolongar una tortura. Es          precisamente mediante la fe en
 la voluntad de vivir desde donde          se reprueba el suicidio como 
un acto inútil y egoísta, incluso en enfermos          psiquiátricos, 
pese a saber el filósofo qué clase de dolores comporta          la 
locura: "La locura es el Lethe de un dolor enorme"          (Schopenhauer 1990, p. 396),
          pero de un dolor que no es de orden físico. Cuando 
Schopenhauer anula          en estos casos los efectos prácticos e 
inmediatos del suicidio, se aleja          mediante su concatenación 
argumentativa no de la temática concerniente          al dolor, sino que
 lo teoriza hasta transformarlo en una mera abstracción,          y es 
precisamente a partir de ella desde donde legitima su condena. El       
   suicidio no me parece de ningún modo "un acto completamente 
infructuoso          e insensato" en el círculo de enfermedades 
esquizofrénicas, maníaco-depresivas          u otras tantas de la misma 
índole (Schopenhauer 1986, Tomo I, § 69,          p. 542). Casos donde 
la persona destruye un yo, el cual no solo se le          escapa, sin 
poder dominarlo, sino que la mayor parte de las veces se transforma     
     éste en el peor de sus enemigos          (Laing 1988, pp. 155-173).
           
En
          este hecho se reflejaría, según mi opinión, la imagen de la 
contradicción          más patente que sufre la voluntad de vivir 
consigo misma, sería "la          obra maestra de Maja", puesto que 
fuera de esta lucha a todo trance          que se da en la diversidad de
 las objetivaciones, el individuo se declara,          por así decirlo, 
la guerra contra sí mismo.
           
Señalo
          como contraargumento el caso de la locura, considerando la 
ausencia de          condiciones que permitan acceder a un conocimiento 
mejor o a una conciencia          continua que posibilite negar la 
voluntad de vivir. No debemos ignorar          este hecho al ponderar, 
desde la crítica schopenhaueriana, el suicidio          como el equívoco
 que se produce en el modo de enfrentar el dolor, al ser          
anulado con éste el único camino válido donde puede proyectarse un ideal
          de redención: "El sufrimiento le ronda y le abre como tal la 
posibilidad          de negar la voluntad, pero él lo ahuyenta de sí, al
 destruir el fenómeno          de la voluntad, el cuerpo, por lo que la 
voluntad permanece inquebrantable"          (Schopenhauer 1986, Tomo I, §
 69, pp. 542-543). En lo anterior se          realza el hecho de que la 
voluntad no puede ser destruida más que por          el conocimiento o 
la conciencia, y ningún acto de violencia puede aspirar          jamás a
 dicho fin. Solo negándose la voluntad de vivir se puede acabar         
 definitivamente con el dolor que significa el fenómeno de la 
vida,          sin embargo, eliminando el fenómeno no se puede acabar 
con la esencia          de ésta. Producto de ello, Schopenhauer se 
detiene principalmente en las          consecuencias de orden 
ontológico, deslegitimando la eficacia inmediata          del suicidio.
           
He
          aquí, paradójicamente, un "discípulo" de Schopenhauer que si  
        bien pudo ponderar el sentido y el significado de la negación de
 la voluntad          de vivir, fue llevado por dicha conciencia a una 
peligrosa antinomia,          que no podemos dejar pasar por alto. El 
"discípulo" dice: "En          febrero de 1860 llegó el día más grande, 
más significativo de mi vida.          Entré a una librería y le eché un
 vistazo a los libros frescos llegados          desde Leipzig. Ahí 
encontré El mundo como voluntad y representación          de 
Schopenhauer. ¿Schopenhauer? ¿Quién era Schopenhauer? El nombre         
 nunca lo había oído hasta entonces. Hojeo la obra, leo sobre la 
negación          de la voluntad de vivir y me encuentro con numerosas 
citas conocidas en          un texto que me hace preso de sueños" 
(Mainlander 2004, pp. 8-9).
           
En
          1860, Mainlander contaba con diecinueve años. En lo que 
respecta a la          vida de Philipp Batz (su verdadero nombre) 
sabemos que era el menor de          seis hermanos, tres de los cuales 
cometieron después suicidio. Recibió          su formación escolar en la
 Realschule de Offenbach, su ciudad natal, situada          a orillas 
del río Main. De ahí proviene su seudónimo Mainlander (región          
del Main). A partir de 1856 frecuenta la escuela de comercio en Dresden.
          Dos años más tarde viaja por Francia hacia Italia hasta 
Ñapóles, para          ocupar un puesto en una casa de comercio. En este
 significativo "tiempo          napolitano", de aproximadamente cinco 
años, es cuando descubre a          Schopenhauer. A su regreso a 
Offenbach se hace cargo del negocio de su          padre. En 1868 se 
traslada a Berlín donde recibe el nombramiento de "Martin          
Magnus" en una casa de banca. Pasados algunos años vuelve nuevamente    
      a su ciudad natal para redactar parte de su obra principal, pero 
luego          decide entrar voluntariamente como coracero en 
Halberstadt. Finalmente,          en noviembre de 1875 se establece de 
un modo definitivo en Offenbach,          para concluir el segundo tomo 
de su obra principal: La filosofía de          la redención (Die Philosophic der Erlosung).
| La filosofía de la redención no es sólo continuación de las doctrinas de Kant y Schopenhauer, sino también confirmación del budismo y del cristianismo puro. Aquellos sistemas filosóficos son rectificados y completados por ella, reconciliando además estas religiones con la ciencia. La filosofía de la redención fundamenta el ateísmo no en una creencia cualquiera como estas religiones, sino como filosofía en el saber y, por esta razón, queda el ateísmo, gracias a ella, por primera vez fundamentado de un modo científico (Mainlander 1996, Tomo I, p. VIII). | 
Según
          Mainlander, la moral cristiana no es más que un mandamiento de
 suicidio          lento (Mainlander 1996, Tomo II, p. 218), el cual se 
puede lograr tomando          conciencia de la caída y la decadencia 
profetizada como destino del mundo.          Esto queda de manifiesto no
 solo en la vida de Cristo, sino también en          la de Buda. Ambos, 
según el filósofo, habrían expresado el suicidio sensu          allegorico a través de sus vidas.
           
Mainlander
          tiene una visión propia acerca del origen del universo. Dios, 
saturado          de su propio "super-ser", decide de un modo suicida y 
arbitrario          la catástrofe absoluta. Conforme a ella, el universo
 surgió no por un          deseo de creación divina, sino que fue el 
resultado de un agotamiento          de voluntad divina. En un comienzo 
existe una vuelta repentina e inconcebible          de perfección, sin 
tiempo ni espacio, que tiende hacia la nada. Increíblemente          
ésta es en su descarga energética lo que hoy la ciencia llamaría Big 
Bang.          El curso irreversible de esta gran explosión se extiende,
 a través de          su fuerza omnipotente de creación, hasta el 
exterminio de toda su precedencia,          la cual únicamente se 
encuentra aún presente existiendo, pero deviniendo          hacia su extenuación (Mainlander 2004, p. 15).
           
El
          hecho es que para Mainlander la conciencia advierte, a través 
de los tráfagos          de la vida, que la no existencia es mejor que 
la existencia. Este conocimiento          le abre al hombre la 
posibilidad de negar perpetuarse y tender a autoaniquilarse,          
para consumar finalmente el gran ciclo de la redención (Erlósung) del
          ser: todos somos fragmentos de un Dios, que al igual que en el
 "Big          Bang" del principio de todos los tiempos, se destruyó, 
ávido de no          ser: "Esta unidad simple que ha sido, ya no existe 
más. Ella se ha          fragmentado, transformando su esencia absoluta 
en el mundo de la multiplicidad.          Dios ha muerto y su muerte fue
 la vida del mundo. (...) Ya no estamos          más en Dios porque la 
unidad simple se ha destruido y muerto" (Mainlander          1996, Tomo 
I, p. 108).
           
Mainlander,          sin embargo, es consciente de sus límites: existió efectivamente          una unidad simple (einfache Einheit), sin
 embargo no es posible          descifrar en modo alguno lo que ella 
fue. Solo afirma que su ser fue saturado          por su propio 
"super-ser" (Mainlander 1996, Tomo I, p. 320)          y que no se 
asemeja a ningún ser que podamos concebir, porque todo ser          que 
se conoce es, por el contrario, un ser cuya manifestación es movimiento 
         o devenir.
           
Mainlander
          resume sus teorías centrales -la desintegración de la unidad 
en la multiplicidad,          la transición del campo trascendente hacia
 el inmanente, la muerte de          Dios y el origen del mundo- en los 
siguientes puntos (Mainlander 1996,          Tomo I, pp.326-327):
           
1.            Dios quiso el no-ser.    
2. Su esencia fue el obstáculo para la entrada inmediata en el no-ser.
3. La esencia tuvo que desintegrarse en un mundo de la multiplicidad, cuyos individuos tienen todos el afán de no-ser.
4. En este afán se obstaculizan mutuamente, luchan los unos con los otros y debilitan de esta forma su fuerza.
5. La completa esencia de Dios vino hacia el mundo a través de una forma transformada, en una determinada suma de fuerza.
6. El mundo completo, el universo, tiene una meta, el no-ser, y logra ésta mediante el continuo debilitamiento de su suma de fuerzas.
7. Cada individuo llegará a través del agotamiento de su fuerza, en su proceso evolutivo, hasta el punto que su ansia de alcanzar el exterminio pueda llegar a ser cumplida.
           2. Su esencia fue el obstáculo para la entrada inmediata en el no-ser.
3. La esencia tuvo que desintegrarse en un mundo de la multiplicidad, cuyos individuos tienen todos el afán de no-ser.
4. En este afán se obstaculizan mutuamente, luchan los unos con los otros y debilitan de esta forma su fuerza.
5. La completa esencia de Dios vino hacia el mundo a través de una forma transformada, en una determinada suma de fuerza.
6. El mundo completo, el universo, tiene una meta, el no-ser, y logra ésta mediante el continuo debilitamiento de su suma de fuerzas.
7. Cada individuo llegará a través del agotamiento de su fuerza, en su proceso evolutivo, hasta el punto que su ansia de alcanzar el exterminio pueda llegar a ser cumplida.
De
          lo anterior se desprende una cosmovisión que concibe la 
historia universal          como la oscura agonía de los fragmentos que 
correspondieron a un Dios          y que apela, debido a ello, a la 
destrucción del mundo y del yo para acelerar          el proceso de 
destrucción. "La ley del debilitamiento de la fuerza          es la ley 
universal. Para la humanidad esta se llama ley del dolor"          
(Mainlander 1996, Tomo II, p. 510). En consonancia con ello, solo una   
       teleología del exterminio es capaz de aliviar aquel dolor cuyo 
proceso          es un padecer irreversible, por lo que solo se debe 
colaborar con la desintegración          total del mismo: ¿y cómo lograr
 esto? A través de la autodestrucción o          autodesintegración. 
Para Mainlander el dolor noesunSeúxeQog ti X ove,,          sino 
solo parte de un engranaj e que se debe terminar de desintegrar.        
  Por eso Mainlander defiende su propia metafísica: "El verdadero 
significado          metafísico del mundo, el credo de todos los buenos y
 justos, es el desarrollo          del mundo con la humanidad hasta el 
extremo. El mundo es el punto de tránsito,          pero no para un 
estado nuevo, sino para el exterminio, el cual desde luego          se 
encuentra fuera del mundo: ello es metafísico" (Mainlander 1996,        
  Tomo II, p. 509).
           
El
          pesimismo autodestructivo mainlanderiano transmuta el concepto
 de negación          por el de destrucción. Voluntad de muerte (Wille zum Tod) es
 la          conciencia de la vida como medio para alcanzar la 
liberación a través          de la muerte. Bajo esta cosmovisión, toda 
cosa en el mundo es inconscientemente          voluntad de muerte. El 
mundo se mueve "como si" tuviera una          causa final, pero lo que 
en verdad se quiere no es la vida, puesto que          ésta es solo 
apariencia de la voluntad de muerte. Sin embargo la redención          (Erlósung) puede
 comenzar en vida al tomar conciencia de que lo          esencial ya no 
es aquella voluntad que tiene como fin la vida, sino aquella          
que sirve como medio para la muerte. Mainlander nos habla de sí para 
persuadirnos          de aquello: "Quisiera en adelante destruir todos 
los motivos fútiles          que puedan amedrentar a los hombres para 
buscar la noche sosegada de la          muerte, y cuando pueda 
tranquilamente quitarme de encima la existencia,          cuando mi 
nostalgia de la muerte se acreciente sólo un poco más, entonces         
 mi confesión podrá tener la fuerza de apoyar a cualquiera de mis 
semejantes          en su lucha contra la vida" (Mainlander 1996, Tomo 
II, p. 218).
           
Camus
          en la misma línea de la confesión, casi un siglo más tarde 
sostiene: "Matarse,          en cierto sentido, y como en el melodrama, 
es confesar. Es confesar que          se ha sido sobrepasado por la vida
 o que no se la comprende" (Camus          1996, p. 16). Sin embargo, 
ambas confesiones difieren entre sí. El hecho          es que Mainlander
 sí elaboró un tratado de más de mil páginas, donde incluye          una
 minuciosa Teleología del exterminio (Teleologie der Vernichtung).          En
 ella manifiesta su absoluta convicción de haber hallado la redención   
       al problema de la existencia humana. "Finalmente el filósofo 
inmanente          ve en el universo completo sólo la profunda nostalgia
 de un exterminio          absoluto, y esto es oído por él, el llamado 
claro que atraviesa todas          las esferas celestiales: ¡redención! 
¡redención! ¡muerte a nuestra vida!          Y la respuesta consoladora 
dice: todos ustedes encontrarán el exterminio          y serán 
redimidos" (Mainlander 1996, Tomo I, p. 335).
           
El          amor a la muerte de Mainlander apela a la valentía espiritual en su lucha          contra la vida:
| Quien no le teme a la muerte, se precipita en una casa envuelta en llamas; quien no le teme a la muerte, sale sin vacilar en medio de un diluvio; quien no le teme a la muerte, irrumpe en una tupida lluvia de balas; quien no le teme a la muerte, emprende desarmado la lucha contra miles de titanes alzados -con una palabra-, quien no le teme a la muerte, es el único que puede hacer algo por los otros, sangrar por los otros, y recibe al mismo tiempo la felicidad única, el único bien deseable en este mundo: la verdadera paz del corazón (Mainlander 1996, Tomo II, p. 251-252). | 
Cuando
          Camus afirmó: "No hay más que un problema filosófico 
verdaderamente          serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no 
vale la pena vivirla es          responder a la pregunta fundamental de 
la filosofía" (Camus 1996,          p. 9), el existencialista planteó un
 problema que en Schopenhauer no nos          conduciría jamás a la 
autodestrucción, sino a la autonegación. Por muy          pesimista que 
parezca la cosmovisión schopenhaueriana, ella jamás busca          el 
cese inmediato, violento y autodestructivo de la vida, sino, por el     
     contrario, un camino lento de luchas internas, donde se busca negar
 el          querer que produce el fenómeno sufriente de la vida. En 
esta concepción,          el suicidio es antecedido por motivos que 
nacen de un yo volente, marcado          visiblemente por las barreras 
individuales propias del principium individuationis,          pero
 que más allá del fenómeno resultan ser solo una causa infundada.       
   Precisamente porque la voluntad de vivir no vale la pena ser afirmada
          y nos sobrepasa en ella lo inconcebible y lo doloroso, es que 
se debe          negar su esencia y no destruir el fenómeno particular 
de ella, que se          vive y se vivirá siempre en uno. 
Paradójicamente, el apego a la vida suele          ser más fuerte que 
todas las miserias del mundo, y aunque se juzgue que          la vida no
 vale la pena ser vivida, son pocos finalmente los que obran          
según esta premisa. Esto se debe a que el querer la vida no implica          más que el que se la quiera. En
 este hecho radica el que expongamos          hoy su esencialidad. En 
vez de preguntarnos si la vida vale o no vale          la pena ser 
vivida, debemos sobrecogernos simplemente con el hecho de          que 
la vida nunca ha resultado ser vivible para todo ser humano.
           
Camus
          afirma que ve morir a muchas personas porque estimaron que la 
vida no          vale la pena ser vivida, pese a que tuvieron la 
convicción en algún momento          que sí era valioso hacerlo. Sin 
embargo, afirma: "Nunca vi morir          a nadie por el argumento 
ontológico. Galileo, que defendía una verdad          científica 
importante, abjuró de ella con la mayor facilidad del mundo          
cuando puso su vida en peligro" (Camus 1996, p.14). Klaus Thomas,       
   en su libro Hombres ante el abismo, parece ser más cauteloso al          recordar a Hegesias, a quien se le dio el significativo apodo de Peisithánatos,          en
 la medida en que, como lo dice su nombre, era un hombre que 
precisamente          persuadía a matarse, y esto mismo hizo él, porque 
creía que la felicidad          tan frecuentemente ensalzada por los 
hombres era simplemente inasequible          y nunca jamás alcanzada. 
Sin embargo, Klaus Thomas también se manifiesta          algo vacilante:
 "Hay pocos que estarían dispuestos a morir por una          
demostración ontológica" (Thomas 1970, p. 28).
           
¿Puede
          en verdad morir alguien por un argumento ontológico? Volvamos 
al año 1876.          Precisamente el primero de abril, el día de la 
víspera de la impresión          de la Philosophie der Erlósung, Philipp
 Mainlander acabó con su          vida. Con los escritos de su obra 
levantó un cúmulo de papeles que utilizó          como pedestal, como 
base de su redención
          filosófica. Me lo represento colgando la cuerda en la viga y 
rodeando          con el lazo mortífero su cuello. Luego comienza con el
 movimiento de las          piernas.
           
Los
          físicos podrán ponderar hoy y mañana la agudeza de su 
sensibilidad para          expresar vivencial y consecuentemente lo que 
hoy la ciencia llamaría Big          Bang, o también el aumento de la 
entropía, fuera de todos los aportes          que pudo expresar así, 
concernientes a la teoría del caos y los postulados          que dicen 
relación con las leyes de la termodinámica. Sin embargo, me          doy
 cuenta de que el Big Bang o la teoría de la gran explosión matematiza  
        y salda la fantasía mitopoética destructiva del "comienzo-final"
          catastrófico, el cual fue vivenciado por Mainlander como 
suicidio. Este          hecho nos permite reconocer a la par su 
sensibilidad mitopoética como          expresión de su dolor vivenciado y
 teorizado. Ironizar que su suicidio          fue un acto perpetrado 
para enaltecer su obra es un juicio que no concierne          en este 
caso a una reflexión que busca ser consciente de la esencialidad        
  propia de su vivencia. Realzo en ella su sensibilidad mitopoética: 
"más          allá del mundo no hay ni un lugar de paz ni un lugar de 
tormento, sino          sólo la nada. (...) Esto puede generar un nuevo 
contramotivo y un nuevo          motivo: esta verdad puede hacerlo 
retroceder a uno hasta la afirmación          de la voluntad, y a otro 
puede llevarlo poderosamente hasta la muerte"          (Mainlander 1996,
 Tomo I, pp. 350-351).
           
Este
          ensayo sobre el suicidio, a la luz de la voluntad de vivir y 
la voluntad          de morir, fue concebido como intento de profundizar
 y comprender, a partir          de dos teorías antagónicas, una 
argumentación ontológica que lo condena          y otra que lo legitima,
 hasta la radical consecuencia de consumarse en          su praxis. El
 supremo cumplimiento que ha de atreverse a acometer          el suicida
 es la abdicación en pro de la nada, cuyo llegar a ser lo anula         
 él mismo, anulándose a sí mismo como resultado de una avidez vital de  
        la nada que se trasciende a sí misma.
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