Hace unos meses, para presentar la exposición fotográfica de dos de los
más grandes fotógrafos estadounidenses del siglo XX, un periódico
español utilizaba un titular que, de algún modo, revela los engranajes
mentales más profundos de nuestra época: “Harry Callahan y Edward Weston
rompieron códigos morales: fotografiaron a sus esposas y amantes
desnudas”. La elección y el tono de la frase, junto al -digamos- marco
social de la recepción, llevan al lector a aceptar inmediatamente, como
lo más natural y asumido del mundo, que “romper códigos morales”
constituye siempre un acto de valentía y progreso e, incluso, de forma
paradójica, un acto de “coraje moral”. Aún más: nuestra época, que es la
combinación de un modelo de producción y consumo y de una tecnología
determinadas, considera esta “superación de los límites” como la fuente
misma de la belleza, la verdad y el valor objetivo de las cosas. Todo el
que se atreve a “romper códigos morales” está introduciendo un mayor
bien y una mayor libertad en el mundo, y esto a partir de la convicción
rutinaria de que la “moral” es un obstáculo para el progreso de la
humanidad, como el canibalismo o los “crímenes de honor”.
Este
prestigio social de la iconoclastia y la transgresión, que nos hace
pensar en Nietzsche, procede del terreno del arte y, más concretamente,
de la intersección entre revolución industrial y revolución estética
que, desde el siglo XIX (pensemos en Rimbaud, Flaubert o Baudelaire,
condenados en su época por “inmoralidad”), identifica al “autor” con una
fuerza fáustica, demiúrgica, que arranca chispas de luz de la
gelatinosa moral burguesa. Pero este concepto de “autor”, a su vez, está
ligado al mito griego por excelencia, el de Prometeo, de cuya
transgresión habría nacido la cultura humana en su conjunto. El
capitalismo -digámoslo así- se apoya en la audacia de la estética,
matriz de objetividad mundana, para reivindicar la audacia contra los
límites -morales y materiales- como el contenido mismo de la felicidad y
la civilización humanas.
Pero esto es lo que yo llamaría una
“trenza de sentidos”: para anclar en la cultura griega esta “audacia
contra los códigos” hay que deformar y enredar mucho el espíritu
original. Los griegos mantenían una relación muy ambigua con las grandes
gestas de los héroes; admiraban y reconocían su contribución individual
al bienestar de los hombres, pero también las temían y trataban de
impedirlas o, al menos, de no estimular su imitación. En el mundo de
hoy, en el que internet hace girar millones de fotos y vídeos de amantes
desnudos, la audacia de Callagan y Weston aparece como un acto pionero
individual muy modesto a la luz del tsunami que liberó. Había que
“romper esos códigos morales” una primera vez para que esa “ruptura” se
incorporase a la naturaleza cotidiana de la “libertad humana” junto a la
mini-falda y el divorcio . Pero para los griegos la audacia de Callagan
y Weston era todo lo contrario de un progreso. De hecho, Heródoto
cuenta la historia de Candaules, rey de Lidia, quien estaba tan
enamorado de la belleza de su mujer que quiso mostrársela desnuda a
Giges, el primero de sus lanceros, acción que fue la causa de que
perdiera al mismo tiempo su esposa y su reino. Los lectores de Heródoto
extraían de esta historia una lección que hoy consideraríamos puritana y
moralista: la de que “romper los códigos morales” entraña un castigo
casi automático y, lejos de aumentar la libertad de la humanidad,
destruye la existencia y la fortuna del atrevido.
En cuanto a
Prometeo, su famosísimo mito da fe de esta ambigüedad de la cultura
griega. Hollywood es el molde promueven
identificaciones y alineaciones netas: héroes y villanos, buenos y
malos. Pero para los griegos Prometeo no era exactamente el “bueno” cuyo
destino el lector seguía sin aliento, indignado por la injusticia de
los “malos” que lo castigaban por su audacia. Los griegos no querían ser
Prometeo, como hoy queremos ser Superman o Indiana Jones. Los griegos,
que agradecían a Prometeo su regalo, contemplaban al héroe con
desconfianza y reticencia. Les parecía peligroso. Su historia no era un
cuento de buenos y malos en el que Prometeo, abnegado y heroico, nos
entregó la civilización y los malvados dioses lo encadenaron y
torturaron por ello. Para los griegos, si era positivo que Prometeo
robara el fuego, era justo que se le castigara por ladrón. Los griegos
no tomaban partido por uno de los dos (Prometeo o Zeus) sino por los dos
al mismo tiempo. Los dos gestos eran necesarios; y agradecían a los
dioses que contuvieran y eventualmente castigaran esas iniciativas
individuales “excesivas” o transgresoras, incluso si beneficiaban a los
seres humanos. De algún modo percibían que en el fuego de la cocina
estaba ya el cañón, Hiroshima y los hornos del Holocausto. Y -por
supuesto- que no se puede enseñar a los hijos a robar.
Esto es
lo que no se comprende desde el mercado capitalista: que lo que da valor
al robo de Prometeo no es que robara sino que robara el fuego. La
belleza y el bien estaban en el fuego, no en el gesto. Se nos olvida que
no admiramos a Prometeo por ladrón sino por benefactor; y se nos olvida
que igualmente benefactores eran los dioses que lo castigaron por
romper, como Callahan y Weston, “los códigos morales”. El mito de
Prometeo, releído desde la tecnología y el capitalismo, alimenta y
legitima la ilusión de una correspondencia estricta entre los avances de
la ciencias -contra los límites de la oscuridad- y la “superación” de
todos los límites, sociales o morales, por parte de las multinacionales y
los individuos: la “moral” es una superstición, como la “generación
espontánea” o la “autocombustión”. Cada vez que sentimos que no debemos
hacer una cosa (desnudar en público a nuestro amante o derretir un
glaciar) lo hacemos con la certeza de que ese “sentimiento moral” es un
residuo evolutivo y esa infracción la garantía de que nuestro gesto es
bueno, bello y verdadero. Prometeo robó el fuego; pero el verdadero
progreso será el de incendiar la tierra entera. Dejemos a un lado los
prejuicios morales y atrevámonos. Todo lo que es “vistoso”, todo lo que
“suena”, es hermoso.
En términos estéticos, podemos decir que
el misterio del arte desaparece con esta interpretación “burguesa” del
mito. A veces la belleza -como el bien- exigían cometer una infracción,
pero la infracción no dejaba de serlo por eso, ni la belleza residía en
ella. Hoy creemos haber descubierto el mecanismo de todos los progresos y
lo aplicamos conscientemente, con independencia del contenido: creemos
que basta cometer una infracción para que el resultado sea bello o bueno
y, por lo tanto, para que la infracción deje de serlo. Todo lo que
quiebra un límite es liberador, ya se trate de una cremallera o de una
montaña. Pero no. Es exactamente al revés: no hay belleza -ni bien ni
liberación- sin límites: los cuerpos y el horizonte enmarcan todo el
bien y la belleza del universo. Y si a veces hay que desobedecer las
leyes -hacer, por ejemplo, una revolución- es precisamente porque nos
preocupan los contenidos. No tengo nada contra una democracia formal,
porque las formas también cuentan; lo que no debemos aceptar de ningún
modo es una permanente revolución formal y precisamente porque destruye,
junto con las sustancias, todos los moldes. El mercado capitalista, que
desprecia los bosques y las manos, no permite conservar ni siquiera las
formas. Esa es la verdadera tarea del héroe: dar a cada mano su guante,
a cada rostro su molde.
Y en cuanto a robar, sólo a los dioses... o a los bancos.
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