Este 
prestigio social de la iconoclastia y la transgresión, que nos hace 
pensar en Nietzsche, procede del terreno del arte y, más concretamente, 
de la intersección entre revolución industrial y revolución estética 
que, desde el siglo XIX (pensemos en Rimbaud, Flaubert o Baudelaire, 
condenados en su época por “inmoralidad”), identifica al “autor” con una
 fuerza fáustica, demiúrgica, que arranca chispas de luz de la 
gelatinosa moral burguesa. Pero este concepto de “autor”, a su vez, está
 ligado al mito griego por excelencia, el de Prometeo, de cuya 
transgresión habría nacido la cultura humana en su conjunto. El 
capitalismo -digámoslo así- se apoya en la audacia de la estética, 
matriz de objetividad mundana, para reivindicar la audacia contra los 
límites -morales y materiales- como el contenido mismo de la felicidad y
 la civilización humanas. 
 
 Pero esto es lo que yo llamaría una 
“trenza de sentidos”: para anclar en la cultura griega esta “audacia 
contra los códigos” hay que deformar y enredar mucho el espíritu 
original. Los griegos mantenían una relación muy ambigua con las grandes
 gestas de los héroes; admiraban y reconocían su contribución individual
 al bienestar de los hombres, pero también las temían y trataban de 
impedirlas o, al menos, de no estimular su imitación. En el mundo de 
hoy, en el que internet hace girar millones de fotos y vídeos de amantes
 desnudos, la audacia de Callagan y Weston aparece como un acto pionero 
individual muy modesto a la luz del tsunami que liberó. Había que 
“romper esos códigos morales” una primera vez para que esa “ruptura” se 
incorporase a la naturaleza cotidiana de la “libertad humana” junto a la
 mini-falda y el divorcio . Pero para los griegos la audacia de Callagan
 y Weston era todo lo contrario de un progreso. De hecho, Heródoto 
cuenta la historia de Candaules, rey de Lidia, quien estaba tan 
enamorado de la belleza de su mujer que quiso mostrársela desnuda a 
Giges, el primero de sus lanceros, acción que fue la causa de que 
perdiera al mismo tiempo su esposa y su reino. Los lectores de Heródoto 
extraían de esta historia una lección que hoy consideraríamos puritana y
 moralista: la de que “romper los códigos morales” entraña un castigo 
casi automático y, lejos de aumentar la libertad de la humanidad, 
destruye la existencia y la fortuna del atrevido. 
 
 En cuanto a 
Prometeo, su famosísimo mito da fe de esta ambigüedad de la cultura 
griega. Hollywood es el molde promueven 
identificaciones y alineaciones netas: héroes y villanos, buenos y 
malos. Pero para los griegos Prometeo no era exactamente el “bueno” cuyo
 destino el lector seguía sin aliento, indignado por la injusticia de 
los “malos” que lo castigaban por su audacia. Los griegos no querían ser
 Prometeo, como hoy queremos ser Superman o Indiana Jones. Los griegos, 
que agradecían a Prometeo su regalo, contemplaban al héroe con 
desconfianza y reticencia. Les parecía peligroso. Su historia no era un 
cuento de buenos y malos en el que Prometeo, abnegado y heroico, nos 
entregó la civilización y los malvados dioses lo encadenaron y 
torturaron por ello. Para los griegos, si era positivo que Prometeo 
robara el fuego, era justo que se le castigara por ladrón. Los griegos 
no tomaban partido por uno de los dos (Prometeo o Zeus) sino por los dos
 al mismo tiempo. Los dos gestos eran necesarios; y agradecían a los 
dioses que contuvieran y eventualmente castigaran esas iniciativas 
individuales “excesivas” o transgresoras, incluso si beneficiaban a los 
seres humanos. De algún modo percibían que en el fuego de la cocina 
estaba ya el cañón, Hiroshima y los hornos del Holocausto. Y -por 
supuesto- que no se puede enseñar a los hijos a robar. 
 
 Esto es 
lo que no se comprende desde el mercado capitalista: que lo que da valor
 al robo de Prometeo no es que robara sino que robara el fuego. La 
belleza y el bien estaban en el fuego, no en el gesto. Se nos olvida que
 no admiramos a Prometeo por ladrón sino por benefactor; y se nos olvida
 que igualmente benefactores eran los dioses que lo castigaron por 
romper, como Callahan y Weston, “los códigos morales”. El mito de 
Prometeo, releído desde la tecnología y el capitalismo, alimenta y 
legitima la ilusión de una correspondencia estricta entre los avances de
 la ciencias -contra los límites de la oscuridad- y la “superación” de 
todos los límites, sociales o morales, por parte de las multinacionales y
 los individuos: la “moral” es una superstición, como la “generación 
espontánea” o la “autocombustión”. Cada vez que sentimos que no debemos 
hacer una cosa (desnudar en público a nuestro amante o derretir un 
glaciar) lo hacemos con la certeza de que ese “sentimiento moral” es un 
residuo evolutivo y esa infracción la garantía de que nuestro gesto es 
bueno, bello y verdadero. Prometeo robó el fuego; pero el verdadero 
progreso será el de incendiar la tierra entera. Dejemos a un lado los 
prejuicios morales y atrevámonos. Todo lo que es “vistoso”, todo lo que 
“suena”, es hermoso. 
 
 En términos estéticos, podemos decir que 
el misterio del arte desaparece con esta interpretación “burguesa” del 
mito. A veces la belleza -como el bien- exigían cometer una infracción, 
pero la infracción no dejaba de serlo por eso, ni la belleza residía en 
ella. Hoy creemos haber descubierto el mecanismo de todos los progresos y
 lo aplicamos conscientemente, con independencia del contenido: creemos 
que basta cometer una infracción para que el resultado sea bello o bueno
 y, por lo tanto, para que la infracción deje de serlo. Todo lo que 
quiebra un límite es liberador, ya se trate de una cremallera o de una 
montaña. Pero no. Es exactamente al revés: no hay belleza -ni bien ni 
liberación- sin límites: los cuerpos y el horizonte enmarcan todo el 
bien y la belleza del universo. Y si a veces hay que desobedecer las 
leyes -hacer, por ejemplo, una revolución- es precisamente porque nos 
preocupan los contenidos. No tengo nada contra una democracia formal, 
porque las formas también cuentan; lo que no debemos aceptar de ningún 
modo es una permanente revolución formal y precisamente porque destruye,
 junto con las sustancias, todos los moldes. El mercado capitalista, que
 desprecia los bosques y las manos, no permite conservar ni siquiera las
 formas. Esa es la verdadera tarea del héroe: dar a cada mano su guante,
 a cada rostro su molde. 
 
 Y en cuanto a robar, sólo a los dioses... o a los bancos.
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