Ética para Amador

¿Sabes cuál es la única obligación que tenemos en esta
vida? Pues no ser imbéciles. La palabra «imbécil» es más sustanciosa de
lo que parece, no te vayas a creer. Viene del latín baculus que
significa «bastón»: el imbécil es el que necesita bastón para caminar.
Que no se enfaden con nosotros los cojos ni los ancianitos, porque el
bastón al que nos referimos no es el que se usa muy legítimamente para
ayudar a sostenerse y dar pasitos a un cuerpo quebrantado por algún
accidente o por la edad. El imbécil puede ser todo lo ágil que se quiera
y dar brincos como una gacela olímpica, no se trata de eso. Si el
imbécil cojea no es de los pies, sino del ánimo: es su espíritu el
debilucho y cojitranco, aunque su cuerpo pegue unas volteretas de
órdago. Hay imbéciles de varios modelos, a elegir:
a) El que cree que no quiere nada, el que dice que todo le da igual, el
que vive en un perpetuo bostezo o en siesta permanente, aunque tenga los
ojos abiertos y no ronque.
b) El que cree que lo quiere todo, lo primero que se le presenta y lo
contrario de lo que se le presenta: marcharse y quedarse, bailar y estar
sentado, masticar ajos y dar besos sublimes, todo a la vez.
c) El que no sabe lo que quiere ni se molesta en averiguarlo. Imita los
quereres de sus vecinos o les lleva la contraria porque sí, todo lo que
hace está dictado por la opinión mayoritaria de los que le rodean: es
conformista sin reflexión o rebelde sin causa.
d) El que sabe que quiere y sabe lo que quiere y, más o menos, sabe por
qué lo quiere pero lo quiere flojito, con miedo o con poca fuerza. A fin
de cuentas, termina siempre haciendo lo que no quiere y dejando lo que
quiere para mañana, a ver si entonces se encuentra más entonado.
e) El que quiere con fuerza y ferocidad, en plan bárbaro, pero se ha
engañado a sí mismo sobre lo que es la realidad, se despista enormemente
y termina confundiendo la buena vida con aquello que va a hacerle
polvo.
Al arte de poner el placer al servicio de la alegría, es
decir, a la virtud que sabe no ir a caer del gusto en el disgusto, se le
suele llamar desde tiempos antiguos templanza.
Se trata de una habilidad fundamental del hombre libre pero hoy no
está muy de moda: se la quiere sustituir por la abstinencia radical o
por la prohibición policíaca. Antes que intentar usar bien algo de lo
que se puede usar mal (es decir, abusar), los que han nacido para robots
prefieren renunciar por completo a ello y, si es posible, que se lo
prohíban desde fuera, para que así su voluntad tenga que hacer menos
ejercicio. Desconfían de todo lo que les gusta; o, aún peor, creen que
les gusta todo aquello de lo que desconfían. « ¡Que no me dejen entrar
en un bingo, porque me lo jugaré todo! ¡Que no me consientan probar un
porro, porque me convertiré en un esclavo babeante de la droga! » Etc.
Son como esa gente que compra una máquina que les da masajes en la
barriga para no tener que hacer flexiones con su propio esfuerzo. Y
claro, cuanto más se privan a la fuerza de las cosas, más locamente les
apetecen, más se entregan a ellas con mala conciencia, dominados por el
más triste de todos los placeres: el placer de sentirse culpables.
Desengáñate: cuando a uno le gusta sentirse «culpable», cuando uno cree
que un placer es más placer auténtico si resulta en cierto modo
«criminal», lo que se está pidiendo a gritos es castigo… El mundo está
lleno de supuestos «rebeldes» que lo único que desean en el fondo es que
les castiguen por ser libres, que algún poder superior de este mundo o
de otro les impida quedarse a solas con sus tentaciones.
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