Al final del abrazo, Ariana me dio un tamborcito de hilo. Era grande y
brillante. Mis dedos se hundían como garras en esa superficie verde y
generosa, en ese ovillo de cordel hecho de hebritas milimétricas,
infinitesimales. Tardé en escapar de la fascinación del hilo, de su vértigo
concéntrico, para volver al rostro lejano de Ariana, a la luz de sus
párpados, a su plácido gesto, a las fuerzas en reposo de su cuerpo.
«Ariana», dije con voz tan baja que no supe si abrír mi boca. Era una
hora incierta de la noche y, en el silencio, los pensamientos se
escuchaban como voces. Ariana no abrió los ojos. Permaneció con su rostro vuelto hacia la
ventana, recibiendo una débil claridad, abandonada a los últimos y más
remotos acordes. «Ve a buscarlo», me dijo, sin alterar el gesto, sin querer destruir
el decorado de su ensueño. «Dile todo lo que tengas que decirle y luego
escúchalo, míralo, acaricia su pelo de fiera enternecida y pregúntale
cómo ha sido la muerte, cuáles son sus nostalgias de la vida». «Ve a buscarlo», me dijo. «Debe estar en su ciudad».
Até el hilo a un extremo de la cama y me alejé. Antes de salir del
cuarto volví a mirar a Ariana envuelta en su placidez, espectral, casi
fosforescente. Traté de grabarme esa imagen, cada tono de negro y de
azul, cada flujo de aire. Sin saber cómo y por qué, pensé que el
recuerdo de Ariana sería mi aliento.
Cuando estuve debajo de la noche empecé a preguntarme cómo haría para
ir a la ciudad, a «su» ciudad, la ciudad que había erigido en los
parajes del sueño. Caminé varias horas en medio de un paisaje que no era el que buscaba.
Vi el ovillo decrecer, vacilar, brincar como un cachorro en mis manos y
bullir quedamente. Caminé y caminé hasta perder la esperanza,
repitiendo como una plegaria el nombre de Ariana. Cuando el último extremo del hilo escapó de mis manos, levanté la
mirada y allí estaba el canal, su quietud taciturna y pesada, sus navíos
enormes sin mástiles; allí estaban los rieles de un viejo tranvía, una
ruta olvidada; allí estaba el mercado, sus portales y tiendas repletos
de frutas. Caminé entre los puestos de frutas, tomé luego por la calle que
serpea, llegué hasta el lugar donde están las pescaderas y les pregunté
por él a sus ojos que no miran. Pero no hubo respuesta.
Caminé entre el olor nauseabundo hasta un ascensor. Emprendí un raro
viaje en zigzag, horizontal y vertical, a través de ese hotel construido
con trozos de hoteles distintos. Vi decorados tropicales con
ventiladores de techo y muebles de mimbre; vi sobrias y neblinosas
austeridades, camas solemnes y pulcramente tendidas; vi el Hotel
Cervantes con su puerta condenada y escuché el llanto afónico; vi
fragmentos de hoteles de Calcuta y de Lituania; sentí finalmente el
peculiar olor a musgo del Hotel Rey de Hungría y supe que estaba cerca,
que podría encontrarlo. Esta vez no hubo sigilo en las escalas. Caminé directamente hasta la habitación y abrí suavemente la puerta entornada. Adentro estaba oscuro y olía a pino. El cuarto tenía aspecto de popa
de barco. Junto a la ventana, estático y pensativo, estaba él,
recibiendo de afuera una oscuridad menor que la del cuarto. Abajo se
veían los navíos del canal. «Extraño tanto el agua», dijo, sin volverse a mirar, sin haber dado señal de sentir mi llegada. «¿Viniste a matarme?»
No lo sé. Tal vez hace tiempo lo hice. Su silueta respiraba
lentamente. Su voz regresaba, cavernosa, musical, ronroneante, daba
tumbos en el cuarto con hueca sonoridad. «La vida era mejor, pero ya no me quejo. Vivo ahora en mis sueños.
Tengo tiempo y valor para ir hasta el centro de ellos. Extraño la tinta
sobre el papel, el lento desangre de la pluma, la obediente canción del
teclado. Lo otro, las palabras, me acompaña todo el tiempo. Las dibujo
mentalmente en las paredes. Nacen y mueren al pensarlas, terminan frases
cuyo inicio fue olvidado. Extraño el ahogo del beso, las citas no
pactadas, las caricias transgresoras, el olor a mar y algas. Extraño el
sonido de la risa y la ingenuidad del miedo».
Hablaba sin volverse, fijando la mirada en la cubierta de los barcos,
pausado, cansado. Su mano gigante y pecosa salió de las sombras y
señaló hacia arriba en la ventana.
«Extraño los crepúsculos, la luna sobre los charcos, el inaudible estruendo de las estrellas».
«Aunque tengo la música, extraño la vital imperfección de los
conciertos, la ansiedad de la platea, sus éxtasis y lágrimas, su jadeo
de animal agazapado».
«Extraño aquellos tiempos en que no tenía tiempo, las multitudes
sonrientes, las cartas que llegaban de los sitios más insólitos».
«Extraño también la caricia del fuego».
Sonrió. Dejó de mirar la ventana y se volvió a mirarme. Sentí que caía en sus pozos azules y negros.
«Extraño el abrazo de Ariana, mi Ariana, Ariana la inalcanzable, la
que suaviza mi espera, la que envía mensajeros con cordeles que no
alcanzan, mensajeros que al final deben quedarse, que alegran mi ciudad
deambulando por sus calles, que viajan en tranvía y se tropiezan con
todos mis personajes, que intentan escapar, inútilmente, en un barco sin
agua, sin vientos y sin mástil.
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