lunes, 17 de junio de 2013

Memoria y olvido


Cuando hablamos de la memoria, ¿de qué hablamos en realidad? Para empezar a poner un parámetro en relación con este tema, reseñaremos parcialmente la obra de Günter Grass: Pelando la cebolla, redactado en una escritura muy singular, es decir, al modo de su producción artística, que en su amplitud y variedad parte de la escultura, pasando por la pintura y la música y terminando en la poesía y la prosa, en el modo, decíamos, muy personal de crear sus “bellezas tristes”. Para realizar una mejor epistemología de la memoria y de la ética del perdón citaremos textualmente las palabras de Grass:
“Al recuerdo le gusta jugar al escondite como los niños. Se oculta, tiende a adornar y embellecer, a menudo sin necesidad. Contradice a la memoria, que se muestra demasiado meticulosa y, pendencieramente quiere tener razón.”
En Günter Grass existe la distinción hábil entre recuerdo y memoria. Para él, aparentemente, y con sobrada razón, no es lo mismo la función cognitiva de la memoria que su resultado práctico. Puesto que el producto se muestra a sí mismo rebelde y autónomo cuando así lo requiere: “El tiempo se va depositando capa a capa. Lo que cubre se distingue a lo sumo por alguna grieta".
La relación entre la memoria y el tiempo es la esencia del tema. En su definición más simple, la memoria es únicamente el testigo pasivo e impotente del paso del tiempo, sin embargo a contrapelo de esta opinión, Sigmund Freud ya hizo ver en su época que la memoria es en realidad muy creativa; como todo proceso psíquico. Al respecto, en la obra “Pelando la cebolla”, Grass acota haciendo ver que no hay modo alguno de abreviar la materia en cuestión:
“Después es siempre antes. Lo que llamamos presente. Ese fugaz ahoraahoraahora, está vigilado siempre por un ahorapasado, de forma que también el camino de huida hacia delante, llamado futuro, sólo puede recorrerse con suelas de plomo”. 
Hasta aquí hemos visto algunos ejemplos de las diferentes maneras que tiene la memoria de presentar sus caprichos a la conciencia, de tal suerte que no sólo se muestra como una función fuertemente selectiva, sino también como incesantemente creativa, dejando de ser, de este modo, una función meramente replicativa. Cabe añadir que, la realidad de la memoria se fundamenta tanto en la innegabilidad de la huella mnémica, como en la fantasía y su necesidad de búsqueda de placer. De todas formas, asentiremos que el pasado, gracias a la memoria, participa del presente, es decir, su grado de realidad se apoya en esa facultad de hacer existir en la actualidad lo que ya no existe temporalmente. Así pues, el pretérito vive gracias a la memoria en la facticidad de la hora actual. En palabras de Günter Grass, como ya lo vimos, el ahora pasado se transforma en el “ahora ahora ahora”.
No obstante, la complejidad de la memoria la visualiza Sigmund Freud de un modo que triunfa en su translucidez; en un texto corto titulado La pizarra mágica, hace ver que tenemos buenas razones para desconfiar del servicio que nos presta nuestro sistema mnémico. En efecto, normalmente, nos vemos obligados a buscar instrumentos externos que nos ayuden a luchar contra una fuerza muy grande, y a encontrar técnicas astutas, que nos sirvan medianamente, para contrarrestar una tendencia intensa que vive en el centro del sistema mnémico: el empuje hacia el olvido.
Así es que la represión, a través de la amnesia, o bien el olvido común y corriente, tiene la función psicológica de hacernos tomar distancia, mediante cierto uso del tiempo, de las huellas mnémicas que indisolubles nos recuerdan momentos y situaciones ansiógenas de nuestra historia de vida. De esta forma, el olvido, tendrá una tarea terapéutica muy extendida, la de hacer aminorar, con la ayuda del reloj de arena, la sonoridad de los estímulos excesivos del trauma. De modo que, yendo más lejos, Milan Kundera dirá que:
“Todo será olvidado y nada será reparado. El rol de la reparación (por la venganza y por el perdón) será tenido por el olvido. Nadie reparará los daños cometidos, pero todos los daños serán olvidados”. 
Sin embargo, no es verdad, lo olvidado retorna mediante muchos caminos; así en el dormir mediante las pesadillas, o bien, en la vida cotidiana mediante los fallos de la memoria, a veces, en el cuerpo mediante la vergüenza y las somatizaciones, o simplemente en la actividad y el trabajo impedido por obra de la inhibición, o tal vez, en el curso de la sintomatología más dura de la histeria y la obsesión.
Al respecto, Freud hace ver que hay una dimensión de la verdad que está en un plano de inscripción más allá de la memoria y del olvido, con ello se refiere al registro de lo inconsciente, es decir, una dimensión en la que no hay representaciones, ideas, nociones, si no, simplemente marcas, huellas ilegibles por sí mismas, pero que siempre fijan un sentido, una dirección. En consecuencia, la posibilidad de renovar el sentido de dichas huellas es lo que brinda las condiciones de posibilidad de cualquier intervención terapéutica. Así pues, el significado de las marcas se puede leer de diferente forma, pero, su indelebilidad está fuera de toda duda; las huellas son permanentes.
No está de más, hacer ver que cierta falacia cínica de la psiquiatría y de las psicologías conductuales y cognitivas, desarrolladas en los años cincuenta, han intentado encubrir la verdad de los Campos de Concentración de Europa Central y de Rusia. En esa época el sentido del debate era planteado en líneas generales con fórmulas simplistas del tipo: “De acuerdo, han habido traumas, pero la ciencia de las psicoterapias químicas y verbales las pueden curar”. Entonces, problematizados así, de mala forma, la banalización del daño y la verdad del trauma, se piensa que, se podrían borrar mediante ciertos medicamentos y determinadas psicoterapias estandarizadas y cuantificadas. De este modo, el tema ético fue puesto de lado por una segunda vez. En la primera ocasión en la ejecución de crímenes horrendos y en la siguiente a través del intento de la trivialización de sus secuelas. Justamente, en otro contexto no muy lejano, que nosotros nos permitimos extrapolar aquí, Lévinas señala que las huellas son imborrables, además, de que incluso el intento de deshacer o bien de ocultar las huellas deja su trazo permanente.
Sin embargo, el juego del olvido, actúa no solamente en dirección del pasado, si no del futuro. Rüdiger Safranski nos hace ver que el olvido de la hora de la muerte tiene una función vital. El sentido de dicha expresión no es el de la futilidad de saber con exactitud meridiana el cálculo médico del último instante de la vida. Más bien, su sentido es radical, habla de la necesidad de la muerte. De modo que, como todo el mundo lo sabe, todo recién nacido tiene una deuda con la naturaleza, le debe una muerte, la suya propia. No obstante, como es obvio, para vivir, y sobre todo para vivir bien, con proyecciones para el avenir, esperando el mañana con ilusión, es importante aprender a olvidar nuestro futuro instante de la muerte.
En éste punto límite, es conveniente incluir una evocación referida al mito de Prometeo, puesto que éste mito, mediante la palabra relatada, presenta al ser humano la importancia de la amnesia de la hora de la muerte, la propia y la ajena. En efecto, al no haber olvido, sino plena presencia en nuestra conciencia de la muerte, se hace imposible la vida. De ahí el sentido del regalo de Prometeo, el don del trabajo. El trabajo, entonces, ya no es sólo la simple lucha por la existencia, la cual ya no tendría ningún motivo para ser, puesto que la lucidez sobre la hora de la muerte, condenaría al sujeto a la simple espera del destino fatal. Tampoco es un camino para matar el tiempo, puesto que no podemos matar algo que no poseemos, ya que vivimos y morimos en el tiempo; en todo caso diríamos con el filósofo del “Ser y tiempo”,que la temporalidad nos tiene. En este sentido, el trabajo es la salida a la pasividad. Es decir, es la transición de la determinación a la autodeterminación. Entonces, el regalo sagrado del fuego condensa bien la imagen de la faena humana, al registrarla, necesariamente, como un instrumento de transformación de la naturaleza y de la sociedad. 
De esta forma, el ser hacia la muerte sólo se puede sostener en la obligada amnesia de la hora de la muerte.Pues éste es un requisito psíquico inherente del paso de la determinación divina, en esencia inmortal, a la finitud humana y mortal. En cambio, yendo mucho más lejos, la condición del olvido generalizado en la vida cotidiana, es lo que el psicoanálisis llamó el mecanismo de la represión. Vale decir, que en éste último caso se trata del uso indiscriminado del olvido para empobrecer la vida, dando lugar al obstáculo epistemológico, que es en definitiva el deseo de no saber. Es decir, el tiempo de la muerte futura, que siempre es un instante, debe en esencia yacer en lo profundo del inconsciente. A ello, no está de más agregar, que en el lenguaje psicoanalítico francés, éste necesario desconocimiento de dicho límite es, psíquicamente, una presencia de la indicación de lo real.
Puesto que, si fuera al contrario, es decir, si tuviéramos consciencia omnipresente de nuestro final inexorable, no podríamos encarar con entusiasmo nuestra posterioridad. En fin, se puede resumir, que esta omisión es un don divino de los entes inmortales para hacer grata y llevadera la vida de los seres finitos y terrenales.
No obstante, desde luego, ésta rememoración del instante final retorna muchas veces en la vida del sujeto, como cualquier otra formación de lo reprimido, o bien en momentos existenciales vitales como, por ejemplo, el duelo de un ser querido o más aún, en las representaciones involuntarias del traumatizado. En cualquier caso, la vida humana la construimos alrededor de este obsequio celestial.

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