Cuando
hablamos
de
la
memoria,
¿de
qué
hablamos
en
realidad?
Para
empezar
a
poner
un
parámetro
en
relación
con
este
tema,
reseñaremos
parcialmente
la
obra
de
Günter
Grass:
Pelando
la
cebolla,
redactado
en
una
escritura
muy
singular,
es
decir,
al
modo
de
su
producción
artística,
que
en
su
amplitud
y
variedad
parte
de
la
escultura,
pasando
por
la
pintura
y
la
música
y
terminando
en
la
poesía
y
la
prosa,
en
el
modo,
decíamos,
muy
personal
de
crear
sus
“bellezas
tristes”.
Para
realizar
una
mejor
epistemología
de
la
memoria
y
de
la
ética
del
perdón
citaremos
textualmente
las
palabras
de
Grass:
“Al
recuerdo
le
gusta
jugar
al
escondite
como
los
niños.
Se
oculta,
tiende
a
adornar
y
embellecer,
a
menudo
sin
necesidad.
Contradice
a
la
memoria,
que
se
muestra
demasiado
meticulosa
y,
pendencieramente
quiere
tener
razón.”
En
Günter
Grass
existe
la
distinción
hábil
entre
recuerdo
y
memoria.
Para
él,
aparentemente,
y
con
sobrada
razón,
no
es
lo
mismo
la
función
cognitiva
de
la
memoria
que
su
resultado
práctico.
Puesto
que
el
producto
se
muestra
a
sí
mismo
rebelde
y
autónomo
cuando
así
lo
requiere:
“El
tiempo
se
va
depositando
capa
a
capa.
Lo
que
cubre
se
distingue
a
lo
sumo
por
alguna
grieta".
La relación entre la memoria y el
tiempo es la esencia del tema. En su definición más simple, la
memoria es únicamente el testigo pasivo e impotente del paso del
tiempo, sin embargo a contrapelo de esta opinión, Sigmund Freud ya
hizo ver en su época que la memoria es en realidad muy creativa;
como todo proceso psíquico. Al respecto, en la obra “Pelando la
cebolla”, Grass acota haciendo ver que no hay modo alguno de
abreviar la materia en cuestión:
“Después
es
siempre
antes.
Lo
que
llamamos
presente.
Ese
fugaz
ahoraahoraahora,
está
vigilado
siempre
por
un
ahorapasado,
de
forma
que
también
el
camino
de
huida
hacia
delante,
llamado
futuro,
sólo
puede
recorrerse
con
suelas
de
plomo”.
Hasta aquí hemos visto algunos
ejemplos de las diferentes maneras que tiene la memoria de presentar
sus caprichos a la conciencia, de tal suerte que no sólo se muestra
como una función fuertemente selectiva, sino también como
incesantemente creativa, dejando de ser, de este modo, una función
meramente replicativa. Cabe añadir que, la realidad de la memoria
se fundamenta tanto en la innegabilidad de la huella mnémica, como
en la fantasía y su necesidad de búsqueda de placer. De todas
formas, asentiremos que el pasado, gracias a la memoria, participa
del presente, es decir, su grado de realidad se apoya en esa facultad
de hacer existir en la actualidad lo que ya no existe temporalmente.
Así pues, el pretérito vive gracias a la memoria en la facticidad
de la hora actual. En palabras de Günter Grass, como ya lo vimos,
el ahora pasado se transforma en el “ahora ahora ahora”.
No
obstante,
la
complejidad
de
la
memoria
la
visualiza
Sigmund
Freud
de
un
modo
que
triunfa
en
su
translucidez;
en
un
texto
corto
titulado
La
pizarra
mágica,
hace
ver
que
tenemos
buenas
razones
para
desconfiar
del
servicio
que
nos
presta
nuestro
sistema
mnémico.
En
efecto,
normalmente,
nos
vemos
obligados
a
buscar
instrumentos
externos
que
nos
ayuden
a
luchar
contra
una
fuerza
muy
grande,
y
a
encontrar
técnicas
astutas,
que
nos
sirvan
medianamente,
para
contrarrestar
una
tendencia
intensa
que
vive
en
el
centro
del
sistema
mnémico:
el
empuje
hacia
el
olvido.
Así es que la represión, a través
de la amnesia, o bien el olvido común y corriente, tiene la función
psicológica de hacernos tomar distancia, mediante cierto uso del
tiempo, de las huellas mnémicas que indisolubles nos recuerdan
momentos y situaciones ansiógenas de nuestra historia de vida. De
esta forma, el olvido, tendrá una tarea terapéutica muy extendida,
la de hacer aminorar, con la ayuda del reloj de arena, la sonoridad
de los estímulos excesivos del trauma. De modo que, yendo más
lejos, Milan Kundera dirá que:
“Todo
será
olvidado
y
nada
será
reparado.
El
rol
de
la
reparación
(por
la
venganza
y
por
el
perdón)
será
tenido
por
el
olvido.
Nadie
reparará
los
daños
cometidos,
pero
todos
los
daños
serán
olvidados”.
Sin embargo, no es verdad, lo olvidado
retorna mediante muchos caminos; así en el dormir mediante las
pesadillas, o bien, en la vida cotidiana mediante los fallos de la
memoria, a veces, en el cuerpo mediante la vergüenza y las
somatizaciones, o simplemente en la actividad y el trabajo impedido
por obra de la inhibición, o tal vez, en el curso de la
sintomatología más dura de la histeria y la obsesión.
Al respecto, Freud hace ver que hay
una dimensión de la verdad que está en un plano de inscripción más
allá de la memoria y del olvido, con ello se refiere al registro de
lo inconsciente, es decir, una dimensión en la que no hay
representaciones, ideas, nociones, si no, simplemente marcas, huellas
ilegibles por sí mismas, pero que siempre fijan un sentido, una
dirección. En consecuencia, la posibilidad de renovar el sentido de
dichas huellas es lo que brinda las condiciones de posibilidad de
cualquier intervención terapéutica. Así pues, el significado de
las marcas se puede leer de diferente forma, pero, su indelebilidad
está fuera de toda duda; las huellas son permanentes.
No está de más, hacer ver que
cierta falacia cínica de la psiquiatría y de las psicologías
conductuales y cognitivas, desarrolladas en los años cincuenta, han
intentado encubrir la verdad de los Campos de Concentración de
Europa Central y de Rusia. En esa época el sentido del debate era
planteado en líneas generales con fórmulas simplistas del tipo: “De
acuerdo, han habido traumas, pero la ciencia de las psicoterapias
químicas y verbales las pueden curar”. Entonces, problematizados
así, de mala forma, la banalización del daño y la verdad del
trauma, se piensa que, se podrían borrar mediante ciertos
medicamentos y determinadas psicoterapias estandarizadas y
cuantificadas. De este modo, el tema ético fue puesto de lado por
una segunda vez. En la primera ocasión en la ejecución de crímenes
horrendos y en la siguiente a través del intento de la
trivialización de sus secuelas. Justamente, en otro contexto no muy
lejano, que nosotros nos permitimos extrapolar aquí, Lévinas señala
que las huellas son imborrables, además, de que incluso el intento
de deshacer o bien de ocultar las huellas deja su trazo permanente.
Sin embargo, el juego del olvido,
actúa no solamente en dirección del pasado, si no del futuro.
Rüdiger Safranski nos hace ver que el olvido de la hora de la
muerte tiene una función vital. El sentido de dicha expresión no es
el de la futilidad de saber con exactitud meridiana el cálculo
médico del último instante de la vida. Más bien, su sentido es
radical, habla de la necesidad de la muerte. De modo que, como todo
el mundo lo sabe, todo recién nacido tiene una deuda con la
naturaleza, le debe una muerte, la suya propia. No obstante, como es
obvio, para vivir, y sobre todo para vivir bien, con proyecciones
para el avenir, esperando el mañana con ilusión, es importante
aprender a olvidar nuestro futuro instante de la muerte.
En
éste
punto
límite,
es
conveniente
incluir
una
evocación
referida
al
mito
de
Prometeo,
puesto
que
éste
mito,
mediante
la
palabra
relatada,
presenta
al
ser
humano
la
importancia
de
la
amnesia
de
la
hora
de
la
muerte,
la
propia
y
la
ajena.
En
efecto,
al
no
haber
olvido,
sino
plena
presencia
en
nuestra
conciencia
de
la
muerte,
se
hace
imposible
la
vida.
De
ahí
el
sentido
del
regalo
de
Prometeo,
el
don
del
trabajo.
El
trabajo,
entonces,
ya
no
es
sólo
la
simple
lucha
por
la
existencia,
la
cual
ya
no
tendría
ningún
motivo
para
ser,
puesto
que
la
lucidez
sobre
la
hora
de
la
muerte,
condenaría
al
sujeto
a
la
simple
espera
del
destino
fatal.
Tampoco
es
un
camino
para
matar
el
tiempo,
puesto
que
no
podemos
matar
algo
que
no
poseemos,
ya
que
vivimos
y
morimos
en
el
tiempo;
en
todo
caso
diríamos
con
el
filósofo
del
“Ser
y
tiempo”,que
la
temporalidad
nos
tiene.
En
este
sentido,
el
trabajo
es
la
salida
a
la
pasividad.
Es
decir,
es
la
transición
de
la
determinación
a
la
autodeterminación.
Entonces,
el
regalo
sagrado
del
fuego
condensa
bien
la
imagen
de
la
faena
humana,
al
registrarla,
necesariamente,
como
un
instrumento
de
transformación
de
la
naturaleza
y
de
la
sociedad.
De
esta
forma,
el
ser
hacia
la
muerte
sólo
se
puede
sostener
en
la
obligada
amnesia
de
la
hora
de
la
muerte.Pues
éste
es
un
requisito
psíquico
inherente
del
paso
de
la
determinación
divina,
en
esencia
inmortal,
a
la
finitud
humana
y
mortal.
En
cambio,
yendo
mucho
más
lejos,
la
condición
del
olvido
generalizado
en
la
vida
cotidiana,
es
lo
que
el
psicoanálisis
llamó
el
mecanismo
de
la
represión.
Vale
decir,
que
en
éste
último
caso
se
trata
del
uso
indiscriminado
del
olvido
para
empobrecer
la
vida,
dando
lugar
al
obstáculo
epistemológico,
que
es
en
definitiva
el
deseo
de
no
saber.
Es
decir,
el
tiempo
de
la
muerte
futura,
que
siempre
es
un
instante,
debe
en
esencia
yacer
en
lo
profundo
del
inconsciente.
A
ello,
no
está
de
más
agregar,
que
en
el
lenguaje
psicoanalítico
francés,
éste
necesario
desconocimiento
de
dicho
límite
es,
psíquicamente,
una
presencia
de
la
indicación
de
lo
real.
Puesto que, si fuera al contrario, es
decir, si tuviéramos consciencia omnipresente de nuestro final
inexorable, no podríamos encarar con entusiasmo nuestra
posterioridad. En fin, se puede resumir, que esta omisión es un don
divino de los entes inmortales para hacer grata y llevadera la vida
de los seres finitos y terrenales.
No
obstante,
desde
luego,
ésta
rememoración
del
instante
final
retorna
muchas
veces
en
la
vida
del
sujeto,
como
cualquier
otra
formación
de
lo
reprimido,
o
bien
en
momentos
existenciales
vitales
como,
por
ejemplo,
el
duelo
de
un
ser
querido
o
más
aún,
en
las
representaciones
involuntarias
del
traumatizado.
En
cualquier
caso,
la
vida
humana
la
construimos
alrededor
de
este
obsequio
celestial.
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