lunes, 17 de junio de 2013

Humano, demasiado humano



El pino parece escuchar, el abeto esperar;
y ambos sin impaciencia:
no piensan en el hombrecillo a sus pies,
devorado por su impaciencia y su curiosidad.


Fr. Nietzsche, Humano, demasiado humano
El hombre, ¿tiene alguna esencia? ¿Lo definen sus "facultades", sus poderes, sus fuerzas, sus capacidades, sus potencias? "El hombre", declara Zaratustra, "es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre —una cuerda sobre un abismo". ¿Podría retornar al estado animal, al estado de naturaleza? Podría, quizás, pero ese no es el sentido de la tierra. Es que el sentido es un paso, no una sustancia, y ni siquiera una meta. Paso "peligroso", advierte el filósofo. ¿De dónde hacia dónde?
Del desprecio a la alegría: es preciso aprender a decaer, es decir, a amar nuestro ser mortales. Es aprender a seguir viviendo —y a dejar de seguir viviendo. Es el secreto de la prodigalidad, de la generosidad, de la magnanimidad —incluso (o más que nunca) en medio de la pobreza. Es despreciar la "buena suerte", cumplir más de lo prometido, despreciar el poder del presente para dar lugar a quienes han muerto y a quienes aún no han nacido.
El hombre es la lluvia que precede al relámpago. Ni más, ni menos.
¿Quién es pues "el último hombre"? El animal conformado. Él no desea ya nada por encima de sí, es el animal que todo lo empequeñece, el que quiere lo mismo que todos los demás, el hombre de la inteligencia y la sensatez, el hombre-masa: el hombre totalizado. ¿Es posible salir de allí? Seguramente; el problema es que ya nadie desea salir de allí. El hombre totalizado ha devenido habitante de una colmena o de un termitero; mas lo decisivo es despojarse de la ilusión de que alguien o algo vendrá a salvarlo. Ser verdaderamente humanos es querer ser lo otro de lo humano. Dejar atrás a lo humano no es "superarlo", no es atreverse a dar un salto hacia adelante —desde la muerte de Dios no hay manera de saber dónde habría un delante y un detrás— sino hacia afuera de lo humano —a ese afuera interior que abre la sensibilidad y que guarda el pensamiento.
El último hombre ya ni siquiera se queja. Lo han hecho todos, a excepción del primero. Y a partir de esa queja han edificado su religión.
Aquella noción del pensamiento como guarda es, creo, la principal membrana de contacto entre Nietzsche y Heidegger. Pensar no es entender, pues la inteligencia se contenta y conforma pronto con las cosas que comprende; basta con que obedezcan y sean predecibles. Pensar no se confunde con la sensación, pero no le pierde el paso. Pensar tampoco es razonar, pues la razón siempre persigue sus propias metas. Pensar es guardarse de entenderlo todo, de razonarlo todo; pensar es no pensarlo todo, estar prevenido para el cierre del todo, confiar en los dientes que faltan en la cremallera de nuestro uniforme antropo-lógico.
El superhombre, volvemos a lo mismo, no es el hombre (o la raza) superior, no es la bestia rubia de la imbecilidad de la propaganda nazi, sino el no-hombre, o el casi-no-nada-más-hombre. ¿El ciberántropo de Edgar Morin o de Peter Sloterdijk? Escasamente. ¿El alter ego del Dr. Jekyll, el Hulk del Dr. Banner? Tampoco. Si en alguien hace pensar, es en el Minotauro de la mitología griega.
Aunque en cierto Minotauro. En su breve relato "La casa de Asterión" —que es en realidad un monólogo del monstruo—, Jorge Luis Borges, en un lenguaje sobrio y concentrado, adornado con un epígrafe erudito y una dedicatoria final, sugiere que el Minotauro no espera liberación alguna, pues su deseo es habitar el laberinto y nunca escapar de él. "Que entre el que quiera", proclama el hombre-toro, entre indiferente y soberbio. El Minotauro no es un prisionero en espera de salvación. Menos aún una víctima. Hay un toque profundamente aristocrático en su presencia: "Por lo demás", nos informa, "algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta". Asterión es modesto, pero no puede confundirse con el vulgo.
Es palmario que Borges se atiene desde el inicio al formato trágico. En sus salidas vespertinas, el Minotauro es "reconocido" provocando llantos infantiles y "toscas plegarias de la grey". El monólogo del cuasihumano no tiene nada que ver con una metáfora de la justicia o de la libertad, nada que ver con lo "ético" o lo "político" (tal como lo entiende, por ejemplo Julio Cortázar en su drama Los reyes). ¿Qué ocurre entonces con lo poético?
"El hecho es que soy único". Terrible, insoportable, insoluble revelación. ¿Qué puede ofrecer la democracia a seres que no tienen nada en común con nada, que, definitivamente, no tienen "semejantes"? Lo trágico consiste, precisamente, en que las cosas son como son y no tienen remedio a nuestro alcance. El carácter abismático de la experiencia trágica es puesto en juego de muchas formas. "No me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros hombres", confiesa Asterión; "como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura". No nos dice a qué "filósofo" se refiera, aunque es evidente que tiene a los antiguos sofistas en mente. A Gorgias, que decía que no existía nada, que si existía no podríamos saberlo, y que si lo supiéramos no sabríamos comunicarlo. Pero lo decisivo, lo pregnante, está justamente en esa frase: la escritura no comunica nada.
La escritura —la poesía— es "soberana", como diría Georges Bataille, pero el Minotauro de Borges —en quien prevalece de modo paradójico lo animal, lo no parlante, la renuncia a la escritura— sólo tiene para ella palabras de desprecio: "jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra". Asterión es, por así decirlo, impermeable a la simbolización. No es pretexto ni parábola ni metáfora de nada: es "Único". ¿En qué sentido? En que es un hombre-animal, una criatura que ha establecido de forma única e irremediable una cierta conexión y desconexión entre lo animal y lo humano. Es un ser intensamente lúdico, esencialmente libre: "Pero de tantos juegos", anuncia con cierto alborozo, "el que prefiero es el de otro Asterión". El otro de sí mismo es una ficción, un compañero imaginario. Alguien con quien jugar, con quien bromear, con quien equivocarse, con quien reír.
El Minotauro de algunos escritores liberales y progresistas, como el de Cortázar, es una víctima sedienta de salvación y venganza; el Asterión de Borges, como el übermensch de Nietzsche, es un niño feliz en su laberinto. ¿Conservadurismo? Escasamente: Asterión es único; es por ello mismo ajeno a la política, a la ética, a la moral. Pero es único a semejanza del sol, es decir, de un astro que tampoco está ahí como un "personaje", como una metáfora o como un elemento decorativo del escenario. Asterión y el sol serían, dicho rigurosamente, insimbolizables. Así el superhombre.
Y sería a partir de su nexo secreto, de su eje, de esta doble resistencia a la simbolización, que el mundo, todo él plagado de símbolos y señales, de parábolas y de metáforas, de imágenes y utensilios, de instrucciones y consignas, gira sobre sí mismo.

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