Stefan Zweig preparó todos los detalles de su muerte. El veneno, las
despedidas, el destino de su cuerpo. En una de sus cartas finales
escribió: “El mundo de mi lengua madre ha desaparecido y Europa, mi
lugar espiritual, se destruye a sí misma. Mis fuerzas están agotadas por
largos años de peregrinación sin patria. Así, juzgo mejor poner fin a
tiempo. Saludo a mis amigos. Ojalá ellos vivan el amanecer tras la larga
noche. Yo estoy demasiado impaciente y parto solo”. Su adiós no fue esa
alicaída nota, ni la sobredosis de Varonal que tomó junto con su
esposa, ni las instrucciones para su propio entierro. Su despedida fue
el más dulce de sus escritos: un retrato de Montaigne, quien había
elogiado la belleza de la muerte voluntaria. “La vida depende de la
voluntad de los otros; la muerte de la nuestra”.
En los últimos meses de su vida, convencido de que el nazismo
conquistaría el mundo, Stefan Zweig se entregó a la lectura de Montaigne
y a la composición de un retrato del padre del ensayo. El impaciente
dejó inconcluso el perfil y nunca llegó a verlo enmarcado por la
imprenta. El ojo atento percibe el carácter truncado del cuadro. Al
lienzo le falta el toque final. Algún botón no está coloreado, la oreja
es borrosa. Pero el cuadro tiene la pincelada del retrato profundo, ese
que capta en unos cuantos trazos el pulso único del pintor y la mirada
del modelo. El inacabado ensayo de Zweig tendrá un par de párrafos
incompletos y algunas citas imprecisas pero captura, vivo, el líquido
medular de Montaigne y el anhelo más profundo de Zweig.
Montaigne les exige vida a sus lectores. Quien no haya vivido la
desilusión, el engaño, las tentaciones del poder será incapaz de
apreciar el valor de Montaigne. Zweig mismo llegó demasiado pronto a sus
ensayos. Al leerlo a los veinte años, reconocía al gran escritor, al
personaje interesante, al observador perspicaz, pero no encontraba en él
algo que lo entusiasmara. Sus temas le parecían arcaicos, su estilo
flojo, su francés avejentado. Nada que prendiera el fervor de un joven
al amanecer del siglo XX. Pero las amarguras que traería ese siglo,
darían nuevo sentido a las palabras de Montaigne en la piel del
novelista. Los horrores hermanan. Todas las víctimas de la atrocidad son
contemporáneas: la misma invasión del odio; las mismas invitaciones a
la indignidad, idénticas cruzadas de intolerancia, el mismo fanatismo
que asesina con alarde. Es ahí donde la vida de Montaigne enciende el
cuerpo de Zweig. Sí: la vida y no sólo la escritura. La escritura es
apenas una muestra de su admirable empeño por vivir. No soy escritor de
libros, decía Montaigne: “mi tarea consiste en dar forma a mi vida. Es
mi único oficio, mi única vocación.”
Ese esculpir la vida propia es el destello al que Zweig se aferra en
sus últimos días. Una vida libre de vanidades y convicciones, libre de
miedos y también de ilusiones; libre de fanatismos, estereotipos y
absolutos. Rechazando el “coro vocinglero de los posesos y los asesinos”
crea, entre su torre y su caballo, una patria. Sabe que no puede haber
seguridad en la política, ni en la ciencia, ni en la iglesia. Pero se
tiene a sí mismo. Por eso se empeña en mantenerse libre, en preservar la
razón, en cuidar su humanidad frente al embate de las bestias. Y así se
observa, se examina, se critica, se interroga. Su torre es islote en un
mar demencial. Sus preguntas, sus caminatas, sus divagaciones, sus
espejos, las vigas de su biblioteca, el tesoro de sus libros, son la
entrega a su gran obra: seguir siendo él mismo. Ya lo decía en su ensayo
sobre la soledad: “La cosa más importante del mundo es saber ser dueño
de uno mismo.”
La vida puede ser la terquedad de las células o el caprichoso
vagabundeo de un artista. Vivir depende de la voluntad de otros, vivirse
de la propia
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