"El
hombre aprende que en cualquier forma no puede durar, que todo placer
es breve, que para todas las cosas finitas la hora de su nacimiento es
la hora de su muerte –y que no puede ser de otro modo".
Marcuse, Eros y civilización.
Muchas veces me he preguntado acerca de los homenajes póstumos;
recordar que alguien existe justo cuando acaba de dejar de existir. Qué
ironía. Y saber que justo eso pretendo hacer ahora.
Todo parece indicar que las verdades de la vida son aquellas que
atañen a la muerte, las que pese a la modernidad no podemos controlar
del todo, ni predecir, ni detener: que todos nos vamos a morir en algún
momento y que por ello no existe, más allá de la metáfora, la
inmortalidad. Aquellas verdades que después de sucedidas nos dejan
precisamente inmersos en procesos tan mundanos, tan ligados a la vida
como son los trámites de una muerte ajena. Y es que para los vivos no
existe tal cosa como morir a secas: rituales y gestiones que procuran
dignidad y hermosura en la partida nos ponen de pie en lo práctico y nos
acercan a la vida mediante la recordación de la muerte; bella como
diría Petrarca y definitivamente mujer como añadiría Saramago.
Consideremos entonces que tal vez seamos como gatos y tengamos varias
vidas; o que sea posible reencarnar en árbol, sapo, vientre, uña,
sueño, cronopio o espada; y luego volver a morir. Y que esa simple
posibilidad de mutar en forma y perspectiva es una nueva vida ligada a
la anterior pero prácticamente independiente en acciones y consciencia;
de nuevo frívola o colorida o mundana y con consecuencias mortales.
Pensemos ahora en cada vida cuya única condición es el fin, en cómo
la lógica de la misma parece dibujarse consecuencial y sutilmente
predeterminada, en cómo se adoptan las maneras y se asume una normalidad
sobreevaluada y malentendida. Entonces todo parece implícito, contenido
en la conducta cotidiana: caminar por la derecha, comer con cubiertos,
salir vestida a la calle, no leer en voz alta en la biblioteca, pedalear
la bicicleta antes de levantar los pies del suelo. Y todo parece
natural menos esa primera única condición, la finitud. La comprensión de
esa finitud y por ende de la potencial insignificancia de un individuo
desembocará entonces en sujetos lúcidos aparentemente locos;
sepultureros de Hamlet que cavan tumbas con canciones, paseadores
infernales de la mano de Virgilio, plañideras que ríen después de llorar
dolores ajenos o niños ingenuos que juegan con arena.
Y entretanto, de este lado seguimos los vivos, viendo cómo otros se
van sin tener la osadía de desligar nostalgias; hace pocos días fue
asesinado Facundo Cabral, antier murió Gustavo Zalamea Traba y ayer en
la mañana murió mi última bisabuelita; y seguimos estando aquí, como
observadores del fin de unas existencias que, cada una a su manera,
imprime un recuerdo y cuyo recuerdo, por amor o por admiración,
conmueve. Porque no importa si hemos visto la desgarradora Guernica, o
si hemos caminado por La Comala o conocido la bañera de Marat o a la
bella Ofelia de Millais–y a Rimbaud escribiéndole poemas-, pues a
diferencia del asesinato (incluido el propio), la muerte natural
humaniza a quien la rodea; le permite descargar, dejar partir y
reconocer su propia pequeñez; como ahora, despidiendo a mi bisabuela que
como Celestina a Melibea, amó hasta su muerte pero aconsejó amar de
jóvenes y dejar a la vejez con los vericuetos de la enfermedad. Que en
paz descansemos.
Juliana Castro
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