Hemos inventado una civilización de entretenimientos permanentes para
mantener a raya al monstruo de la aburrición. Forramos el mundo de
sonidos para no sentir el abismo del silencio, nos rodeamos de juegos
para no agobiarnos con la espera, quemamos el tiempo en perpetua
comunicación vacía. Combate a muerte al instante ocioso. En un blog bastante idiota
se ha decretado la victoria de la tecnología sobre la aburrición. El
argumento es risible: los juegos y herramientas del nuevo nómada (el
ipod, la blackberry, el gameboy) han derrotado por fin al tedio, ese siniestro enemigo de la vivacidad.
Lars Svendsen, profesor de filosofía en la ciudad noruega de Bergen ha publicado Filosofía del tedio
(Tusquets, 2006). La mera idea de un filósofo noruego disertando sobre
la fenomenología de la aburrición parece la amenaza de una tortura: una
lenta muerte a parrafazos de hermética erudición. En realidad, es todo
lo contrario. Un texto con humor y densidad; una reflexión aguda y
fresca. Filosofía del tedio es un libro con la gracia y la pasión de los
buenos ensayos filosóficos. La imprecisión de la experiencia descrita
encuentra en los meandros del ensayo la forma exacta. Svendsen no camina
en busca de una definición, presenta un mosaico de esbozos para
comprender los agobios del tedio. Por ello pasea de la germinación de la
palabra a la teología; de Samuel Beckett a los Sex Pistols; del cine de
Cronenberg a la filosofía de Kierkegaard; de los cuadernos de Andy
Warhol a los Pensamientos de Pascal.
El tedio, ese deseo vago y sin impulso, nace de una crítica. Expresa
una insatisfacción profunda con lo que sucede, con lo que se tiene, con
la existencia misma. La madre del aburrimiento moderno es un pecado. La
acedia, una nata existencial que se apoderaba de los religiosos. Un
monje abatido comete el peor de los pecados: ningunea al creador; se
atreve a despreciarlo, a juzgar incompleta su creación. Por eso resalta
Svendsen que en la corte francesa, el tedio era una prerrogativa
exclusiva del rey. El monarca podría bostezar durante la función de
teatro o en la audiencia, pero a nadie se le permitiría dar muestras de
aburrimiento en presencia del monarca. Ello equivaldría a tacharlo de
aburrido. Insolencia imperdonable: cualquiera aguanta a un aburrido, los
insoportables son quienes se aburren de nosotros.
El tedio es el secuestro del sinsentido. “Sufrir sin sufrimiento,
querer sin voluntad, pensar sin raciocinio,” según la expresión de ese
portavoz del desasosiego que fue Fernando Pessoa. En nuestro tiempo el
aburrimiento anida en la ausencia de un sentido personal. Sugiere el
noruego que esto se debe a que todo nos llega codificado, resuelto,
digerido. Pero nosotros requerimos un sentido propio. “El hombre es un
ser que crea su propio universo, un ser que construye su mundo
activamente pero, si todo está de antemano cifrado y codificado, la
constitución activa del mundo resulta superflua y perdemos así la
capacidad de fricción en relación con el mundo. Nosotros, los
románticos, necesitamos un sentido susceptible de ser realizado por
nosotros mismos, y quienes se entregan a esta tarea de autorrealización
se enfrentan, necesariamente a un problema de sentido.”
No parece haber solución a ese agotamiento. Ni el imperio de la moda y
sus rutinas de novedad, ni los artefactos para quemar el tiempo son
cura. Tal vez sean lo contrario: en la dependencia de todos nuestros
artilugios confesamos nuestra incapacidad para individualizarnos desde
nosotros. Al rescate puede venir Joseph Brodsky: en lugar de rehuir el
tedio, habrá que abrazarlo. En un luminoso ensayito titulado
precisamente "En defensa de la aburrición"
el poeta ruso sugiere que no hay encuentro más profundo con el tiempo
en toda su brutalidad, redundancia, y monótono esplendor que el que se
vive dentro de la panza de la aburrición. La aburrición es nuestra
ventana al infinito.
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