Emil Cioran daba un consejo. "Vaya 20 minutos a un cementerio y verá
que sus preocupaciones no desaparecen, desde luego, pero casi son
superadas... Es mucho mejor que ir a un médico. Un paseo por el
cementerio es una lección de sabiduría casi automática". Fernando
Savater, buen amigo suyo ha visitado su tumba para reencontrarse con su
sabiduría. Recuerda sus conversaciones con él, plagadas de risa y buenas
razones para no creer en nada. Recuerda que, a pesar de su pesimismo,
llegó a celebrar la caída de la tiranía rumana: se asomaba un hombre que
se atrevía a desengañarse del desengaño (parcialmente, por supuesto)
Creo que esa capacidad de asombro era uno de los encantos de su trato personal, pero también una de las características notables de su talante intelectual. A veces los escépticos adoptan la arrogante superioridad y la suficiencia desdeñosa de los peores dogmáticos: están convencidos de que nada saben ni nada se puede saber con la misma altanería que otros muestran en afirmar su convicción de que saben cuanto puede saberse. En ambos casos lo malo no es ignorar o conocer, sino el estar tan radicalmente convencidos que ya nada puede asombrarles. Cioran permanecía en la tierra del asombro, perplejo incluso en sus negaciones y rechazos más viscerales. Nunca abrumaba con displicencia al creyente que balbuceaba frente a él, incluso parecía envidiarle a veces, aunque le cortaba decididamente el paso. Se asombraba sobre todo de que en la vida la maravilla coexistiese con el horror, como ya señaló Baudelaire: somos conscientes de la matanza general que nos rodea y del encanto de Bach. Sólo dos posibilidades permiten soportar los sinsabores de la existencia, ambas en permanente entredicho pero ambas también irrenunciables: la posibilidad del suicidio y la de la inmortalidad. Cioran permaneció siempre entre ambas, escéptico y atónito.
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