La causa que la muerte puede
provocar en el sentimiento de una persona no es, como muchas veces pensamos, un
sentimiento altruista. A veces compadecemos de la pérdida de un ser querido, o
de un bien desaparecido. Pero pocas veces entendemos el por qué de dicho pesar.
¿Es que acaso penamos porque aquella persona, o animal, o planta, o cuadro,
desaparece? ¿Sufrimos por que dicho ente (llamémoslo así) no podrá seguir
disfrutando de las virtudes y desgracias que la vida trae en su pathos? No. Lo
cierto es que la pérdida es nuestra. Sentimos remordimiento por la ausencia,
pero, al fin de cuentas, somos los que quedamos los que mantienen el dolor
emergente, y no los que se van. El acto del sufrimiento de la muerte, es, pues,
una actividad de egoísmo muy humano. Tal vez el único tipo de egoísmo que
logramos soportar sin que nos parezca molesto, individualista, o superficial
(no porque las demás actitudes egoístas no lo sean (tal vez sí), sino porque
tenemos muy metido en nuestra moral, como dejó en claro Nietzsche en sus primeros
tres aforismos de Genealogía de la Moral que
lo egoísta va de la mano con lo malo, con lo malévolo; mientras que lo bueno,
lo benigno, va de la mano con lo altruista). No me refiero a la muerte en sí,
sino al acto de sufrimiento ocasionado por la muerte. Llegamos a puntos
inimaginables, en los cuales tememos perder a una buena mascota, que nos ha
acompañado por 5, 10 o 15 años, simplemente porque no queremos enfrentarnos a
la soledad de la no existencia. Porque, vaya, dentro de nosotros, de una u otra
manera, ya seamos católicos, protestantes, chiitas, budistas, animalistas, o
cualquier cosa, sabemos que el ente ha desaparecido para siempre, tal y como
era. No buscamos encontrarlos. Somos una gran cosecha de analgésicos que funcionamos
mientras existamos.
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