He
visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura,
histéricos famélicos muertos de hambre arrastrándose por las calles,
negros al amanecer buscando una dosis furiosa, cabezas de ángel
abrasadas por la antigua conexión celestial al dínamo estrellado de la
maquinaria de la noche, quienes pobres y andrajosos y con ojos
cavernosos y altos se levantaron fumando en la oscuridad sobrenatural de
los departamentos con agua fría flotando a través de las alturas de las
ciudades contemplando el jazz.
Aullidos. Allen Ginsberg
La noche se inicia con la única certeza de un concierto de los artistas invitados y, de aquí en adelante,
barra libre para los músicos con agallas y discurso. Cuatro horas y
media en total de música hasta bien entrada la noche, sinónimo de jazz y
cobijo de las pasiones más espurias y los espíritus más indómitos,
también al saxo o la trompeta. “La actitud que predomina es la de no
prejuicios, dejar que la música canalice a través tuyo. Evidentemente,
el ego también debes dejarlo aparcado fuera. Yo con ver las cabezas del
público sacudiéndose arriba y abajo ya estoy contento”, confiesa Marc
Ayza, adictivo a la batería. Y añade: “En ocasiones las jams asimilan
el espíritu de una audición de final de curso con músicos nerviosos a
la espera de su momento o frustrados por no haber tocado bien. Yo lo que
busco en una jam session es
que sea una fiesta donde se mezcle la creación, la amistad, la euforia…y
las WTF son lo mas cercano a ello”. En opinión del contrabajista
Thomas Kent Warburton, las WTF “tienen su propio perfil, más amplio que
otras jams, con una fusión entre muchos estilos que no tiene la típica jam, algo más cerrada en general”.
“Es un lujo espectacular. Es como tocar en familia y son muchos años de educación mutua”, afirma LLibert Fortuny, l’enfant terrible del jazz europeo, capaz de releer un sábado a Mozart en clave de jazz y un lunes experimentar con los pedales de creación de loops en clave funky.
Con licencia inexcusable para experimentar, el escenario se transforma
en un laboratorio donde el músico testea libremente sus hipótesis,
manipulando variables con el objetivo de cotejar la respuesta de los
asistentes y, en definitiva, retroalimentarse recabando una información
de primera mano. Un sentimiento imperceptible para el artista confinado en el estudio. Aunque, como advierte LLibert, “si el músico de creaciones propias se deja arrastrar por una tendencia quizás todos nos estemos perdiendo algo que podría ser más interesante”.
“Improvisación sólo existe en el momento y
hay que vivirlo, tanto el artista como el público. El momento es todo
lo que tenemos, todo lo que compartimos, y el jazz lo comunica si estás
atento”, opina Warburton. Y allí, sobre el escenario, una vez la jam
da comienzo, se rinde un tributo a la improvisación como campo de
batalla del músico. “El espíritu de los músicos de jazz es la
improvisación y para ello nos preparamos, para entender un lenguaje y
desarrollar ideas y conceptos musicales al momento, al igual que un MC
hace con las letras o los trovadores en su época”, apunta LLibert. Un
apetito por las distancias cortas que no es consecuencia de la
reestructuración de la industria musical, ni sorprende al jazz: “Durante
muchos años se hacían producciones de pop/rock que duraban meses. Ahora
todo ha cambiado: no se venden discos, las grabaciones tienen
una producción menor y los grupos tienen que sonar más en directo. El
músico de jazz siempre ha sido un músico del directo, nunca de estudio,
en parte debido a que jamás hemos tenido los recursos de producción y
ventas necesarios”.
Si en la tan cacareada sociedad posmoderna
reina la indiferencia de masa y un sentimiento de reiteración, que
únicamente premia la experiencia reflejada en los grandes titulares, la
música en directo y, sobre todo el jazz, vive aquejada por el refulgir
de las grandes citas. Aquellas que abusan de la obcecación de nuestras
instituciones por colocar Barcelona en la agenda cultural de la plena
ocupación hotelera, construyendo castillos en el aire que una vez
chalaneados por el mejor postor desvelan una planicie árida con cuatro
matojos mal irrigados. “Siempre he dicho que los festivales de jazz
funcionan por si solos como acontecimiento. El público, muchas veces,
acude al acontecimiento y no al concierto”, reflexiona Ayza. ¿Y el
músico? “Recuerdo una vez que en las noticias anunciaban el inicio de un
festival. Me impacto ver cómo entrevistaban al organizador mientras los
músicos estaban tocando al fondo. De los músicos que estaban tocando no
se dijo ni pío. El mundo al revés”.
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