domingo, 7 de julio de 2013

Albert Caraco



“Nuestras revoluciones son puramente verbales y cambiamos las palabras para darnos la ilusión de estar reformando las cosas, tenemos miedo de todo y de nosotros mismos, encontramos la manera de eliminar la audacia yendo más allá de la audacia y tener ocupada la locura exagerando la locura”.

Albert Caraco (Constantinopla, 1919 – Paris, 1971) es un provocador incendiario con las heridas abiertas que zigzaguea entre la delgada línea que separa la locura de la lucidez más incómoda, la más lacerante, aunque no menos que el actual orden y sus simulacros de revoluciones y conflictos. Una mezcolanza que no priva de sufrimiento a muchos, si bien estos se debaten camino del matadero y de siglos (felizmente) pretéritos entre los dos polos opuestos de la cobardía: el optimismo y la autocompasión. Mientras, la razón sufre desde la distancia de la vida misma, allí donde un fatalismo superlativo e irreversible se instala, y donde los razonamientos acaban cediendo terreno a un lamento seco que a nadie busca ya seducir. Caraco es una voz crepuscular sin la profundidad ni matices, ni la inteligencia ni la ironía, de Emile Cioran (aquella que Octavio Paz creía que “nos ayudaba paradójicamente a vivir”), pero que también acusa al hombre de ser el único responsable de su precaria condición y lo hace desde prismas más peligrosos, desde púlpitos que ignoran la complejidad del mundo y todo lo reducen a una ecuación matemática. En parte también desde el odio mal disimulado que llevaba dentro y que se convirtió en el peor enemigo de sí mismo. Desde la derrota. Con su desprecio al mundo se enterró a sí mismo: su suicidio, horas después de la muerte de su padre, reveló su obra póstuma y le libró de más escarnio público. El miedo a existir en un mundo donde todo parece tan gratuito que acontece insoportable y la pérdida del último de sus progenitores, que lo condenaba a enfrentarse sólo a la vida, pesaron demasiado sobre él. Las profecías apocalípticas de sus escritos no se han cumplido, y, sin embargo, la cuerda sigue tensandose y el caos se agazapa enmascarado en las ficciones de las gacetillas, cada vez más amenazadoras e incomprensibles en su origen y devenir, siempre tan mitigadoras. Quizás Caraco subestimó la insondable capacidad de sufrimiento del hombre o su resignada esperanza, quizás olvidó la larga tradición de explotación del hombre por el hombre. Mucha poesía se ha escrito después de Auschwitz, muchas páginas se escriben cada día después de cada día. Las denuncias y las tropelías que deberían prender la mecha se repiten y caen en saco roto, en frívolas entrevistas y otros masajes mediáticos: la información no es un problema, la nula conciencia sí, las imágenes que nos adiestran para la vida, y, sobre todo, la corrupción de todos los discursos, la cobardía a dar la cara cuando importa y, en cambio, empalabrar la realidad a nuestro antojo.

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