“Nuestras revoluciones son
puramente verbales y cambiamos las palabras para darnos la ilusión de estar
reformando las cosas, tenemos miedo de todo y de nosotros mismos, encontramos
la manera de eliminar la audacia yendo más allá de la audacia y tener ocupada
la locura exagerando la locura”.
Albert Caraco (Constantinopla, 1919 – Paris, 1971) es un provocador
incendiario con las heridas abiertas que zigzaguea entre la delgada
línea que separa la locura de la lucidez más incómoda, la más lacerante,
aunque no menos que el actual orden y sus simulacros de revoluciones y
conflictos. Una mezcolanza que no priva de sufrimiento a muchos, si bien
estos se debaten camino del matadero y de siglos (felizmente)
pretéritos entre los dos polos opuestos de la cobardía: el optimismo y
la autocompasión. Mientras, la razón sufre desde la distancia de la vida
misma, allí donde un fatalismo superlativo e irreversible se instala, y
donde los razonamientos acaban cediendo terreno a un lamento seco que a
nadie busca ya seducir. Caraco es una voz crepuscular sin la
profundidad ni matices, ni la inteligencia ni la ironía, de Emile Cioran
(aquella que Octavio Paz creía que “nos ayudaba paradójicamente a
vivir”), pero que también acusa al hombre de ser el único responsable de
su precaria condición y lo hace desde prismas más peligrosos, desde
púlpitos que ignoran la complejidad del mundo y todo lo reducen a una
ecuación matemática. En parte también desde el odio mal disimulado que
llevaba dentro y que se convirtió en el peor enemigo de sí mismo. Desde
la derrota. Con su desprecio al mundo se enterró a sí mismo: su
suicidio, horas después de la muerte de su padre, reveló su obra póstuma
y le libró de más escarnio público. El miedo a existir en
un mundo donde todo parece tan gratuito que acontece insoportable y la
pérdida del último de sus progenitores, que lo condenaba a enfrentarse
sólo a la vida, pesaron demasiado sobre él. Las profecías apocalípticas
de sus escritos no se han cumplido, y, sin embargo, la cuerda sigue tensandose y
el caos se agazapa enmascarado en las ficciones de las gacetillas, cada vez
más amenazadoras e incomprensibles en su origen y devenir, siempre tan
mitigadoras. Quizás Caraco subestimó la insondable capacidad de
sufrimiento del hombre o su resignada esperanza, quizás olvidó la larga
tradición de explotación del hombre por el hombre. Mucha poesía se ha
escrito después de Auschwitz, muchas páginas se escriben cada día
después de cada día. Las denuncias y las tropelías que deberían prender
la mecha se repiten y caen en saco roto, en frívolas entrevistas y otros masajes mediáticos: la información no es un
problema, la nula conciencia sí, las imágenes que nos adiestran para la
vida, y, sobre todo, la corrupción de todos los discursos, la cobardía a
dar la cara cuando importa y, en cambio, empalabrar la realidad a nuestro antojo.
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