jueves, 20 de junio de 2013

Julio Cortázar

Julio vivió su infancia rodeado de mujeres: madre, hermana y abuela. Eso lo hizo sensible y romántico, capaz de enamorarse perdidamente de su compañera de banco y escribirle poemas de amor. Capaz de dibujar su nombre fetiche, Lola Membrives, en las noches oscuras de su cuarto, de escribir novelas lacrimosas con finales desesperados a los 9 años.
"Siempre he sido muy sentimental—explica Julio—. Tengo muy mal gusto en materia de sentimientos. Escribía sonetos a mis compañeras de la escuela primaria, a esas niñas con trencitas de las que yo me enamoraba fatalmente, con un amor que sólo podía terminar con la muerte".
Era un chico enfermizo. Prefería el silencio de los libros a cualquier potrero. Se fascinaba con los palindromas, las superficies espejadas, los cristales de colores que prisman y reflejan la taz, los anteojos que deforman la aburrida realidad, los bichos; su reino privado en el fondo dé la casa. El tesoro de lar juventud, una enciclopedia de la época, lo inició en las curiosidades de la física, de la química y de la historia. Se hizo compañero de D'Artagnan, Athos y Aramís esquivando la vida prosaica de las lecciones de piano y el baño de las cinco de la tarde.
"Mi madre me ha dicho que desde los 9 años había que agarrarme por el cuello y sacarme un poco al sol, porque yo leía y escribía demasiado —explica Julio—. Hubo un médico por ahí que recetó que había que prohibirme los libros durante cuatro o cinco meses, lo cual fue un sufrimiento tan grande que mi madre me los devolvió pidiéndome simplemente que yo leyera menos. Sin duda era necesario".
A fines de los años 20, la familia se traslada a la Capital Federal: un departamento del tercer piso en General Artigas 3246 del barrio de Devoto. Dicen que para no fatigar las piernas, un sistema de poleas subía y bajaba la bolsa de las compras. Para Cortázar, se acabaron las siestas debajo de las plantas de tomates y maíz del patio de Banfield y comenzaron los años de estudio.
"Recuerdo muy bien que a partir de los 16 años yo era un omnívoro capaz de devorar los ensayos de Montaigne, alternados con las aventuras de Buffalo Bill, Sexton Blake, Edgar Wallace, las novelas policiales de la época y los diálogos de Platón. Un día caminando por el centro de Buenos Aires, entré en una librería y vi un libro de un tal Jean Cocteau que se llamaba Opio y se subtitulaba Diario de una desintoxicación. Bueno, algo había en ese libro. Lo compré, me metí en un café, y de eso me acordaré siempre; empecé a leerlo a las cuatro de la tarde. A las siete de la noche estaba todavía leyendo el libro, fascinado. Y sentí que toda una etapa de vida literaria entraba irrevocablemente en el pasado y que delante se abría un mundo del que yo todavía no entendía muy claramente las cosas".
Deambulaba por las calles porteñas con sus piernas desmedidas. Desde allí, el mundo le parecía otro. La distancia inverosímil entre un ojo y el otro, la mirada diáfana, la voz ronca y esas erres como presagios de su futura vida en Francia, lo hacían un hombre demasiado singular.
"No era un hombre atractivo —dice Inés Malinow—. Impresionaba mucho. Tenía los ojos muy separados: era una especie de gigante imberbe con ojos de cíclope. No era un hombre erguido, porque era tan alto y siempre quería disimularlo. No se lo veía cómodo en su cuerpo. Fue mejorando con los años. A los sesenta o setenta era mucho más buen mozo que a los 30".
Sus orejas buscaban el primer golpe de Firpo en las ondas de la radio. La danza del esquive y la trompada lo hechizaba tanto como las voces de Claudia Muzio y Uly Pons. Del Luna Park al paraíso del Teatro Colón. Su vida empezaba a dibujar extremos: Wagner, Gardel y Jelly Roll Morton debatiéndose en un ring.
"El primer disco de jazz que escuché por la radio quedó casi ahogado por los alaridos de espanto de mi familia que, naturalmente, calificaba eso de música de negros —sonríe Cortázar—. A partir de ahí empezaron las peleas porque yo trataba de sintonizar jazz y ellos buscaban tangos".
Julio Florencio Cortázar era un clásico exponente de su época. Pertenecía a una generación de cuello almidonado, corbata y saludos corteses. Usaban sombreros, se trataban de usted y conversaban de literatura en los cafés porteños. Todavía no fumaba. Prefería el mate a un vaso de buen vino y las amantes literarias a la visita obligada al cabaret
Mientras tanto, la influencia materna lo llevaba a estudiar profesorado.
"Yo hice mis estudios en la Escuela Normal de profesores Mariano Acosta. Cuatro años de magisterio y tres años de ese llamado profesorado de Letras que era una especie de título orquesta. Me fui dando cuenta a lo largo de siete años de estudio de que esa escuela normal tan celebrada, tan famosa, tan respetada en la Argentina, era en el fondo un inmenso camelo. Porque debo haber tenido un total de cien profesores y sólo me acuerdo de dos. Me fui dando cuenta de que los planes de educación de esa escuela consistían en ir fabricando maestros y profesores de un corte típicamente nacionalista, con las ideas más primarias y negativas sobre la Patria, el Orden, el Deber, la Justicia, el Ejército, la Civilidad. Yo me tuve que aguantar una educación en la que muchos de mis profesores eran vejigas infladas, pomposos y pedantes. Yo crecí en una familia, muchos de cuyos miembros eran también vejigas infladas en lo que se refiere a las ideas, o la falta de ideas, es decir, personajes que imponían su autoridad por el solo hecho de ser mayores. Una cosa que nunca pude soportar".
En 1932 se recibía de maestro y en 1935 de profesor en Letras. Con algunos de sus mejores amigos del Mariano Acosta se reunían en La Guarida, como habían bautizado al sótano de un bar cercano al colegio, para leer poemas y escuchar tangos. La tarde que quedó para la anécdota fue aquella en la que invirtieron la grabación de "El día que me quieras". Y aquella otra en la que, según cuenta Jonquières, Julio llevó al grupo hasta una estación de trenes para presentarles a un fantasma. Menudas alegrías que perdió cuando, en 1937, desembarcó en Bolívar, su primera tierra docente.

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