El
sentimiento de respeto puede asimilarse al sentimiento de la vergüenza,
que añade un interesante matiz o campo semántico. Veamos.
La voz “vergüenza” (verecundia)
tiene una significación dual, por un lado indica, pudor, reserva,
respeto; palabra a su vez que se deriva la expresión a su vez de la voz “vereri”, en el sentido de ser modesto, o de tener respeto –pero también “reverenciar” (“reverérí”), “reverencia” (“reverentia”); en
el sentido de ser reverente, de honrar, a alguien digno de reverencia
(el reverendo, o quien encarna la figura de una autoridad, de un
maestro), ante el cual, por el sentimiento propiamente moral de deber,
de vergüenza o de respeto, hay que mostrar consideración, modestamente
guardar distancia y conservar los límites.
Sin embargo, el sentimiento de respeto en que consiste la vergüenza
está específicamente dirigido a la propia persona, a la propia dignidad
de la persona humana. Así, si al sentimiento de respeto corresponde la
reverencia, la consideración hacia alguien de mayor altura o jerarquía, y
por tanto la modestia, el abajamiento, al sentimiento propio de la
vergüenza, en su sentido positivo, corresponde la entrega, e incluso el
del coraje. Tener vergüenza en una palabra es actuar guiado por el
sentimiento del honor, de la honra, de dignidad y respecto respeto a la
propia persona. Quiere entonces decir: ser digno –no empeñarse, no
rebajarse ante uno mismo, no dejarse usar como una mercancía. Pero
también tener pudor, reserva –por lo que su contrario, el sentimiento de
la desvergüenza, consiste en rebajarse, en perder la dignidad, o dicho
con una llana expresión: en “enseñar las nalgas”. Se puede así sentir
vergüenza en un sentido negativo: como falta, como pérdida, como una
carencia axiología, que hiere la propia ontología, el propio ser moral
de la persona, por lo que se siente dolor, pena, agravio, rebajamiento o
empequeñecimiento ante los propios ojos.
Se trata entonces de un peculiar sentimiento reflexivo, el de
avergonzarse, de quien se siente apenado por haber caído, reconociendo
de tal forma una falla moral, una limitación, una carencia, un no ser
–que roe, al ser, que erosiona a la persona, que corrompe al alma
finalmente comprometiendo finalmente su misma suerte metafísica. Tal
sentimiento es el más moral de todos, pues hace sentir en carne viva un
malestar, correlato de haber asumido una responsabilidad, producto de un
estado de conciencia propiamente moral.
Su expresión fisiológica es interesantísima: el rubor, el sonrojamiento
de la cara, la subida de la sangre en densa marea hasta los carrillos,
que sube hasta las mejillas, para encenderlas, en reconocimiento de una
culpa. El sonrrojo, tiene así una fase de zozobra, de ir de lo más alto
en que se tiene a sí misma considerada la persona a lo más bajo,
reconociendo la bajeza en la que ha caído, cuya sentimiento propio de
turbación comienza con un estado afectado del animo, con una
desarmonización en la respiración pero sobre todo en los fluidos de la
corriente sanguínea, que suben con densa presión hacia la cara para
primero ponerla "de todos colores”, hasta finalmente estabilizarse en
una emoción tensa que enciende las mejillas, en seña de que la persona
está profundamente apenada, quebrantada, atravesada, por decirlo así,
por un súbito sentimiento de nihilismo y abatimiento que le impulsa como
a borrarse, como a querer que se la “trague la tierra” –todo lo cual
indica un connato, pues, de conciencia, y por tanto de… de…. si… de
arrepentimiento, de reconocimiento público y notorio de una desviación
respecto de la ley moral, que afecta por tanto el sentimiento de
respeto, de deber moral de la persona, el cual sólo puede ser completado
con la enmienda del comportamiento fallido y, sobre todo, con la
reconciliación, con la readopción del valor perdido.
También sentimiento de exhibición de una falta, en el sentido de haber
cometido una impudicia -como reconocimiento de haber trasgredido un
límite, de haber sobrepasado una frontera, con merma o daño moral, de
donde deriva el consecuente dolor, la pena, el sonrojarse.
Avergonzarse,
por algo o por alguien, por otra parte, indica sólo una expansión del
sentimiento de indignidad, de pequeñez o de pérdida de la dignidad, de
la honra personal (que puede extenderse en un sentido familiar, racial,
étnico o religiosa, etc.), que por tanto va acompañado de abatimiento,
de pena o de agudo dolor.
Su contrario excluyente sería el sentimiento propio de la soberbia:
elación de ánimo por la elevación intelectual, por la superioridad
epistémica de la persona en el sentido de comprensión, pero también de
la dominación, donde la sangre sube en densa marea hasta la cabeza
causando en el sujeto una sensación de potencia, de grandeza, de
invencibilidad.
En
el sentido negativo, que es el de la vergüenza como reserva, como
pudor, como contención, tocamos una fibra sentimental que al estrujarnos
angustiosamente contra nosotros mismos, nos obliga a confesar, también
ante nosotros mismos o ante una instancia transcedente, nuestras
vergüenzas –invitándonos
de esta suerte a reconocer nuestra personal debilidad, a no evadir la
debida conciencia y responsabilidad personal que tenemos como agentes
morales, así como a la instancia a que nos debemos, o a quien debemos.
La humildad de la persona, que ligada a la consideración del propio
tamaño y a la prohibición por tanto de no desbordar los propios límites,
ya sea por motivos de la hybris,
de la desmesura, ya por los de la asevia, de la ignorancia consciente
de la ley moral. La vergüenza es así el verdadero criterio regulador de
la conducta moral, pues atiende directamente a la autenticidad de la
persona, que es la conciencia de sus límites, de su limitación, como a
su posible universalidad, que es el acuerdo con la norma eterna,
universal y trascendente. Así, en el hombre de vergüenza sobresalen las
actitudes del recato, del pudor, del decoro, las cuales por ese segunda
naturaleza a la que llamamos educación rehuyen lo
vulgar, lo pedestre, poniéndose a cubierto, a buen resguardo,
cubriéndose, pues, o alejándose, para no ver aquello que representa,
conlleva o implica el mal.
O dicho de otra manera, si la culpa es es el reconocimiento interior de una falta, la vergüenza es el reconocimiento exterior; es el reconocimiento exterior de la culpa que, por decirlo así, reflexivamente se retrotrae y vuelve al interior, conmoviendo por tanto desde el exterior el interior del persona.
Así, el contrario directo del sentimiento de respeto es el sentimiento, por decirlo así vacío y ya completamente negativo, de la desvergüenza, encarnado propiamente por el caradura, por el sinvergüenza. El sinvergüenza no es otro que el hombre sin sentimiento de culpa –si es que no constituye esto una contradicción en los términos. Se trata del caradura, del hombre que por su dureza de sentimientos, por su terquedad, ha quemado su rostro resistente hasta volverlo como de bronce, que no tiene temor por tanto de exhibirse y que incluso utiliza su desvergüenza contra el mundo en torno, a la manera del cínico, enseñando los dientes, por razón de su mal entendido naturalismo. Por un lado, se trata del hombre (o de la mujer) que con sus afirmaciones va, por decirlo así, “enseñando las nalgas”, exhibiendo los harapos mal cocidos de su pobre educación; por el otro, se trata también del hombre cuya dureza sentimental lo vuelve un ídolo de si mismo, una piedra condensada por sus dogmas o por sus procedimientos, y ante el cual toda persona se estrella, quedando desestimada, desconocida, desautorizada, ignorada, despreciada –es decir, reducida a vil cascajo.
Recuérdese el argumento ad verecundiam, o master dixit, que puede usarse falas, dependiendo de la situación, consistente en afirmar que algo es verdad por el hecho de que lo dijo un maestro; o alguien que tiene autoridad en la materia. Argumento que fue muy usado con frecuencia por los Pitagóricos. Ejemplo de falacia: La raíz cuadrada de 2 da como resultado un número irracional, con infinitas decimales –porque lo dijo Euclides. (quien realizó la prueba matemática que lo prueba, etc).
O dicho de otra manera, si la culpa es es el reconocimiento interior de una falta, la vergüenza es el reconocimiento exterior; es el reconocimiento exterior de la culpa que, por decirlo así, reflexivamente se retrotrae y vuelve al interior, conmoviendo por tanto desde el exterior el interior del persona.
Así, el contrario directo del sentimiento de respeto es el sentimiento, por decirlo así vacío y ya completamente negativo, de la desvergüenza, encarnado propiamente por el caradura, por el sinvergüenza. El sinvergüenza no es otro que el hombre sin sentimiento de culpa –si es que no constituye esto una contradicción en los términos. Se trata del caradura, del hombre que por su dureza de sentimientos, por su terquedad, ha quemado su rostro resistente hasta volverlo como de bronce, que no tiene temor por tanto de exhibirse y que incluso utiliza su desvergüenza contra el mundo en torno, a la manera del cínico, enseñando los dientes, por razón de su mal entendido naturalismo. Por un lado, se trata del hombre (o de la mujer) que con sus afirmaciones va, por decirlo así, “enseñando las nalgas”, exhibiendo los harapos mal cocidos de su pobre educación; por el otro, se trata también del hombre cuya dureza sentimental lo vuelve un ídolo de si mismo, una piedra condensada por sus dogmas o por sus procedimientos, y ante el cual toda persona se estrella, quedando desestimada, desconocida, desautorizada, ignorada, despreciada –es decir, reducida a vil cascajo.
Recuérdese el argumento ad verecundiam, o master dixit, que puede usarse falas, dependiendo de la situación, consistente en afirmar que algo es verdad por el hecho de que lo dijo un maestro; o alguien que tiene autoridad en la materia. Argumento que fue muy usado con frecuencia por los Pitagóricos. Ejemplo de falacia: La raíz cuadrada de 2 da como resultado un número irracional, con infinitas decimales –porque lo dijo Euclides. (quien realizó la prueba matemática que lo prueba, etc).
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