lunes, 19 de agosto de 2013

Rayuela

Llegar al cielo con los pies. Mirar hacia arriba para transportarse al infinito. Para convergir en distintos espacios. Donde Paris y Buenos Aires se recorren sin distancia. Sin distancia material. Sin distancia kilométrica. La misma que separa al cielo de la tierra. Ausencia de caminos terrenales que exceden la mera acción de arrojar una piedra y caminar diez pasos.
Territorio de baldosas cuadriculadas. De hormigas en los zócalos de Banfield. De palabras inciertas. De puntos y comas. De Tango y de jazz.
Vanguardia literaria. Ruptura de estructuras. Arte continuo. Música. Pintura. Letras. Tiempos modernos. Clásicos. Barrocos. Piano, manos y voz. Pero, también ceniceros. Cortinas sucias. Sábanas desprolijas, manchadas de amor.
Una habitación-Paris, de Maga torpe e impulsiva. Con fragancias tardías y desgastadas. Con sonido musical. Con un pieza-cama que se extiende en el espacio. Sin bordes. Sin límites. Que se confunde con el piso cálido, mientras las sábanas se enredan con la ropa de todos los días. Porque los placares se abrieron y se convirtieron en repisa de vasos acumulados. De botellas sin terminar. De relojes como adornos. De tiempo sin registro de tiempo. De libros inconclusos. De discos esparcidos. De ventanas cerradas. De humo y de amor.
Una cocina- Buenos Aires, de Grekrepten condescendiente. De palabras formales. De vida cotidiana. De costumbre segura. De registro de tiempo. De plato en la mesa a la hora de comer. De televisor con noticiero al mediodía. De rutina y diario a la mañana. De ducha y café con leche al despertar. De olor a torta fría y sabor a mate amargo. De siesta y de mesa de luz.
Donde París-amor, maga-oliveira, parís-deseo, Oliveira-Pola difieren de Buenos Aires-rutina, Oliveira- Grekrepten, Buenos Aires- costumbre, Talita-Traveler.
Cincuenta años de hombres que quieren ser Horacios. De mujeres que quieren ser Magas. De puentes amarillos, de paraguas olvidados. De amores que irrumpen como la lluvia a la salida de un concierto.
Bretón, dada, Duchamp y el automatismo de Cortázar materializado en novela.
Hernández, Discépolo, Borges y la pertenencia que los aires porteños tienen por Cortázar.
Pero Rayuela es de todos. Tan universal como los mitos griegos. Tan universal como la religión. Como la literatura. Como las palabras que despliega el escritor para lanzarlas al mundo y para que el mundo se las adueñe. Como los conejitos que se vomitan sin aviso. Como el Axolotl que contempla la vida desde una pecera o el Cronopio que se incomoda cuando lo miran demasiado.
1963. Rayuela. Cincuenta años. Revolución literaria. Revolución intelectual. Un libro. Un juego. Una piedra. Un salto que te mantiene en la tierra, te transporta al cielo y te permite regresar.

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