Llegar al cielo con los pies. Mirar hacia arriba para transportarse
al infinito. Para convergir en distintos espacios. Donde Paris y Buenos
Aires se recorren sin distancia. Sin distancia material. Sin distancia
kilométrica. La misma que separa al cielo de la tierra. Ausencia de
caminos terrenales que exceden la mera acción de arrojar una piedra y
caminar diez pasos.
Territorio de baldosas cuadriculadas. De hormigas en los zócalos de
Banfield. De palabras inciertas. De puntos y comas. De Tango y de jazz.
Vanguardia literaria. Ruptura de estructuras. Arte continuo. Música.
Pintura. Letras. Tiempos modernos. Clásicos. Barrocos. Piano, manos y
voz. Pero, también ceniceros. Cortinas sucias. Sábanas desprolijas,
manchadas de amor.
Una habitación-Paris, de Maga torpe e impulsiva. Con fragancias
tardías y desgastadas. Con sonido musical. Con un pieza-cama que se
extiende en el espacio. Sin bordes. Sin límites. Que se confunde con el
piso cálido, mientras las sábanas se enredan con la ropa de todos los
días. Porque los placares se abrieron y se convirtieron en repisa de
vasos acumulados. De botellas sin terminar. De relojes como adornos. De
tiempo sin registro de tiempo. De libros inconclusos. De discos
esparcidos. De ventanas cerradas. De humo y de amor.
Una cocina- Buenos Aires, de Grekrepten condescendiente. De palabras
formales. De vida cotidiana. De costumbre segura. De registro de tiempo.
De plato en la mesa a la hora de comer. De televisor con noticiero al
mediodía. De rutina y diario a la mañana. De ducha y café con leche al
despertar. De olor a torta fría y sabor a mate amargo. De siesta y de
mesa de luz.
Donde París-amor, maga-oliveira, parís-deseo, Oliveira-Pola difieren
de Buenos Aires-rutina, Oliveira- Grekrepten, Buenos Aires- costumbre,
Talita-Traveler.
Cincuenta años de hombres que quieren ser Horacios. De mujeres que
quieren ser Magas. De puentes amarillos, de paraguas olvidados. De
amores que irrumpen como la lluvia a la salida de un concierto.
Bretón, dada, Duchamp y el automatismo de Cortázar materializado en novela.
Hernández, Discépolo, Borges y la pertenencia que los aires porteños tienen por Cortázar.
Pero Rayuela es de todos. Tan universal como los mitos griegos. Tan
universal como la religión. Como la literatura. Como las palabras que
despliega el escritor para lanzarlas al mundo y para que el mundo se las
adueñe. Como los conejitos que se vomitan sin aviso. Como el Axolotl
que contempla la vida desde una pecera o el Cronopio que se incomoda
cuando lo miran demasiado.
1963. Rayuela. Cincuenta años. Revolución literaria. Revolución
intelectual. Un libro. Un juego. Una piedra. Un salto que te mantiene en
la tierra, te transporta al cielo y te permite regresar.
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