jueves, 15 de agosto de 2013

Nautilus sigue siendo el libertario enigma de los mares…

Cierto amigo, ya fallecido, cuando íbamos a un restaurante sin pretensiones —benditos sean— y alguien lo recomendaba diciendo “aquí comeremos como en casa”, siempre protestaba: “¡Ah, no, yo lo que quiero es comer bien!”. En efecto, la dieta cotidiana precisamente por serlo puede no resultar la más apetecible. De igual modo, la vida a la que nos resignamos cada jornada, lo real empeñado en parecerse minuciosa y fatalmente a lo real, tampoco tiene por qué apasionarnos siempre como argumento literario. Es más, la descripción minuciosa y esforzadamente fiel de la realidad es insuficiente para comprender la realidad misma. Ocurre que lo auténticamente significativo nunca sucede fuera de nosotros, en el escenario fotográfico y pedestre, sino dentro, que es territorio fantasmagórico. Acudimos a lo fantástico no para huir de la realidad —objetivo tan digno como imposible— sino para ponerla mejor a nuestro alcance o, como diría el lobo a la realista Caperucita, “para entenderla mejor”. No debemos olvidar que Borges catalogó la teología y digamos que por extensión también la filosofía misma como pertenecientes a la literatura fantástica. En la misma línea, Paul Valéry —un poeta racionalista donde los haya— escribió en su Pequeña carta sobre los mitos: “¿Qué sería de nosotros sin el auxilio de lo que no existe? Poca cosa, y nuestros espíritus desocupados languidecerían si las fábulas, los malentendidos, las abstracciones, las creencias y los monstruos, las hipótesis y los pretendidos problemas de la metafísica no poblasen de imágenes sin objeto nuestras profundidades y nuestras tinieblas naturales”.
Desde luego es cuestión de carácter, como casi todo lo que respecta a gustos literarios. Entre quienes admiten el placer de la ficción, que ya es fantástico de por sí, los hay que solo son realmente capaces de disfrutarlo si refleja con esforzado parecido el orden desordenado con el que suelen convivir: la vecina del tercero izquierda, esposa insatisfecha que busca consolarse con el hijo del portero, quien a su vez padece maltrato laboral en una empresa dirigida por un capitalista beneficiado por la guerra civil, que a su vez… Todo muy interesante para quien se interese por ello. Pero existen caracteres diferentes, reacios a la función del espejo o nostálgicos de atravesarlo para ver qué hay al otro lado, que nos identificamos con lo que dijo de sí mismo el gran Herbert George Wells: “Quizá soy persona de excepcional condición. No sé hasta qué punto experimentan otros hombres lo que yo. A veces padezco extraños alejamientos de mí mismo y de lo que me rodea. Me parece que observo lo exterior desde parajes muy remotos, fuera del tiempo, del espacio, de la vida y de la tragedia de las cosas”. Para esos paladares está hecha la literatura fantástica, aunque a través de ella volvamos siempre a recaer en la vida y la tragedia (o comedia) de las cosas.

Basada en la maravilla o el estremecimiento sobrecogedor, los tiempos no son propicios al género a pesar de la sobreabundancia casi industrial de artefactos literarios que pretenden pertenecer a él. Cuando cualquiera de nosotros, por ramplona que sea su imaginación, lleva ahora en el bolsillo un objeto prodigioso del tamaño de un paquete de cigarrillos que permite comunicarse con cualquier parte del mundo, enviar sonidos e imágenes, tomar fotografías, ver películas o acontecimientos deportivos, consultar archivos y bibliotecas, orientarse en ciudades desconocidas, recibir noticias, solicitar ayuda si se está en peligro, buscar novia o jugar al póquer, además de mil cosas más, creer en la magia se ha vuelto difícil por saturación. Nos hemos familiarizado con lo milagroso, cuya esencia consiste precisamente en romper con lo explicable y familiar. Las profecías innovadoras de Jules Verne o el propio H. G. Wells no nos transportan ya imaginativamente hacia el futuro sino que ahora tienen el encanto nostálgico de aquellos tiempos en que lo supuestamente imposible era todavía imposible de verdad y no una rama de las ofertas otoño/invierno de los grandes almacenes. Tal como decía el viejo chiste que le habría ocurrido de haber vivido en España o México, Franz Kafka se ha vuelto ya en todas partes un escritor costumbrista… Sin embargo, el encanto literario de lo fantástico sobrevive a su cumplimiento tecnológico: aunque hoy ya el submarino sea un vehículo tan prosaico como el autobús, el Nautilus sigue siendo el libertario enigma de los mares…

Fernando Savater

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