Ya en los tiempos de Cicerón se decía que cada generación se cree más 
lista que la antecedente y más sabia que la que le sigue. ¿A quién no le
 resulta familiar la frase “esta juventud de hoy en día no es como la 
antes”? Algo de los jóvenes le resulta incómodo a la gente cuando se 
vuelve adulta. Basta dar una mirada a la historia para ver que ese 
reclamo no es del siglo veintiuno, ha existido desde que existen 
diferencias generacionales.
¿Qué es para los adultos ser adulto? Con seguridad la adultez, la 
mayoría de edad, de algún modo va asociada al gesto adusto y serio, a 
una indiscutible forma del resentimiento tan propia de los que se jactan
 de saber más por ser mayores como de la parálisis de la razón de que 
padecen. ¿Qué es lo que un adulto sabe de más?  La experiencia me 
muestra que no es algo cuantitativo en el sentido de poseer 
numéricamente un mayor acervo intelectual que los que aún no hemos 
llegado al acmé ni tenemos olimpíada con qué referirnos en el tiempo.
Tan sólo hay una cosa que el adulto sabe, realmente sabe, de más y 
que cree no hacerla notar o darla a entender, a saber, la ciencia de la 
corrupción, la decadencia del espíritu. Eso es lo único que realmente 
conoce quien ha dado de mano a las cosas de niño, quien ya no razona 
como niño. Si algo he aprendido de los adultos es la oscuridad de sus 
corazones, la doblez de su moral decadente.
¿Por qué los adultos de siempre hallan problemáticos a los jóvenes? 
Porque quieren proyectar en sus acciones la vileza propia, porque, como 
dicen, de la abundancia del corazón hablan los labios. No, la juventud 
de ahora no está perdida, no.  No, los jóvenes de ahora no son más 
desconsiderados, no. Sólo sabe de desconsideración quien lo ha sido, 
sólo sabe de perdición quien ha caído en desgracia. Sólo señala aquel 
cuyo corazón ya conoce aquello de lo que acusa.
Pero ¿qué les da el derecho de señalar, qué el de enjuiciar? ¿Acaso 
la seriedad solemne con que juzgan? Claro, no es fácil para nadie 
aceptar tal hecho, el de que su “alta moral” no es más que un engaño del
 amor propio.
Quizá el problema no va tanto de tener ese síndrome de Pepito Grillo 
(para el caso hasta este escrito es moralista). Ese no es el problema de
 fondo, el problema es, como ya dije, la parálisis de la razón. Quien de
 adulto se comporta así, quizá no es verdaderamente adulto. En efecto, 
después de cierta edad, hacia los cuarenta para más señas, parece que 
las personas se vuelven obstinadas, se convencen de saberlo todo y de 
que no vale la pena discutir. ¡Ah difícil que es enseñar a una persona 
mayor!, no soportan la idea de que alguien más joven les revele cosas 
nuevas.
Parece que la condición para ser adulto es el atrofio de la 
curiosidad y el miedo a la verdad –al difícil trabajo de la verdad– 
¿Vale la pena tal pusilanimidad?
Ya el lector habrá detectado a estas alturas que tácitamente me he 
referido a la adultez como la pérdida de la inocencia. Por algo empiezo 
criticando el moralismo adulto y afirmando que nuestros adultos parecen 
creer que hay algo malo en las otras generaciones cuando quizá el mal 
está en ellos.
La cosa es que como se mira mal una generación también se puede mirar
 mal el mundo y ahí es donde empeora todo. El síntoma de que se ha 
perdido la inocencia es ese: creer que el mundo es malo, que los hombres
 son malos, que el presente es malo.
¿Qué es, pues, eso de los jóvenes que incomoda al fenotipo de adulto 
que he descrito? Pues una cierta envidia por lo que de inocencia hay en 
tales espíritus. El que es inocente halla inocentes a los demás y al 
mundo, no teme enfrentarse a el, no teme descubrir la verdad, por 
dolorosa que pueda ser, pues el valor está en hallarla y no en lo que 
cueste.
Estos adultos realmente no lo son. Aún cuando la edad avanzada nos 
diga lo contrario, su adultez, la clase de adultez que ataco, no es más 
que una hipertrofia de los temores y creencias infundados en la 
infancia: Sólo existo yo y lo que no soy yo no puede ser bueno.
¿Alguna vez se ha preguntado el lector cómo es que hacemos para 
distinguir lo que somos nosotros de lo que no? Si le hacemos caso por un
 momento al doctor Freud (quien también era neurólogo) al parecer en los
 primeros estadios de la vida el bebé sencillamente no sabe que existe 
un afuera, él y el mundo son una y la misma cosa. La noción de que él 
existe por separado del mundo se la empieza a formar el incesante 
bombardeo de los sentidos: hay una luz en el cielo que no produzco yo, 
un canto de aves que no he emitido, un bocado de comida que entra en mí.
 En ese momento se puede decir que la persona es realmente inocente, el 
mundo no es ni bueno ni malo, sólo está ahí… pero tarde que temprano hay
 que descubrirlo.
Si, es natural sentir miedo por lo que es desconocido, eso es lo 
propio del niño. Pero el joven sabe que no puede conformarse con estar 
ahí, que a veces es preciso enfrentarse a las señales con que se 
manifiesta la vida, con las que se nos da el mundo. No porque sean 
dañinas sino porque hay que tener el coraje de asumirlas. Un bebé no 
está en edad de poner en entredicho la orden paterna de “no te acerques 
al río caudaloso” o “no vayas tan cerca del abismo”. A esa edad se 
aceptan las órdenes paternas sin cuestionarlas, como tampoco se 
cuestionan las señales que da el mundo, porque el bebé sólo sabe que el 
mundo (él y el mundo) es inocente, porque además, de otro modo, no 
sobreviviría nuestra especie.
Pero no es esa la actitud del joven, ni debe serlo tampoco la del 
adulto. Una cosa es ver el mundo con ojos de inocencia y otra es 
asumirlo todo acríticamente. Quizá esa hipertrofia de la que hablo no es
 más que la fosilización de órdenes paternas de nuestros antepasados que
 nos impiden ser verdaderamente adultos.
La verdadera adultez es aquella en la que el mundo, y los demás, 
resultan buenos, aquella en la que se enfrenta el dolor y los temores 
con la misma apertura y curiosidad con que se aprende a caminar, aquella
 en la que no se cae en la “ilusión del presente violento”, aquella en 
la que no se está ensañado contra la realidad. La verdadera adultez 
difiere del carácter neurótico con que la asociamos.
¿Estoy diciendo, entonces, que no existen los adultos? No, estoy 
diciendo que existen pocos adultos. Puede ser que en algún punto se haya
 pervertido el camino y nos quedamos infantilizados, puede ser. O puede 
ser que hace falta pervertirlo para enderezarlo.
Es famosa la sentencia de Ovidio “nitimur in vetitum semper 
cupimusque negata” (siempre buscamos lo prohibido y deseamos lo que se 
nos niega). Esa atrevida elección es la que nos hará salir del sopor de 
la infancia, la que enderezará la senda torcida. Es menester volver a 
ser inocentes, pero también es menester armarnos de valor y no 
doblegarnos a la corrupción del espíritu que teme al difícil trabajo de 
la verdad. Es adulto quien vuelve a ser inocente.
Es hora de dejar el miedo
porque cuando se deja el miedo,
vuelve la inocencia.
porque cuando se deja el miedo,
vuelve la inocencia.
Juan Andrés Alzate 
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