domingo, 21 de julio de 2013

¿Qué es ser adulto?

Ya en los tiempos de Cicerón se decía que cada generación se cree más lista que la antecedente y más sabia que la que le sigue. ¿A quién no le resulta familiar la frase “esta juventud de hoy en día no es como la antes”? Algo de los jóvenes le resulta incómodo a la gente cuando se vuelve adulta. Basta dar una mirada a la historia para ver que ese reclamo no es del siglo veintiuno, ha existido desde que existen diferencias generacionales.
¿Qué es para los adultos ser adulto? Con seguridad la adultez, la mayoría de edad, de algún modo va asociada al gesto adusto y serio, a una indiscutible forma del resentimiento tan propia de los que se jactan de saber más por ser mayores como de la parálisis de la razón de que padecen. ¿Qué es lo que un adulto sabe de más?  La experiencia me muestra que no es algo cuantitativo en el sentido de poseer numéricamente un mayor acervo intelectual que los que aún no hemos llegado al acmé ni tenemos olimpíada con qué referirnos en el tiempo.
Tan sólo hay una cosa que el adulto sabe, realmente sabe, de más y que cree no hacerla notar o darla a entender, a saber, la ciencia de la corrupción, la decadencia del espíritu. Eso es lo único que realmente conoce quien ha dado de mano a las cosas de niño, quien ya no razona como niño. Si algo he aprendido de los adultos es la oscuridad de sus corazones, la doblez de su moral decadente.
¿Por qué los adultos de siempre hallan problemáticos a los jóvenes? Porque quieren proyectar en sus acciones la vileza propia, porque, como dicen, de la abundancia del corazón hablan los labios. No, la juventud de ahora no está perdida, no.  No, los jóvenes de ahora no son más desconsiderados, no. Sólo sabe de desconsideración quien lo ha sido, sólo sabe de perdición quien ha caído en desgracia. Sólo señala aquel cuyo corazón ya conoce aquello de lo que acusa.
Pero ¿qué les da el derecho de señalar, qué el de enjuiciar? ¿Acaso la seriedad solemne con que juzgan? Claro, no es fácil para nadie aceptar tal hecho, el de que su “alta moral” no es más que un engaño del amor propio.
Quizá el problema no va tanto de tener ese síndrome de Pepito Grillo (para el caso hasta este escrito es moralista). Ese no es el problema de fondo, el problema es, como ya dije, la parálisis de la razón. Quien de adulto se comporta así, quizá no es verdaderamente adulto. En efecto, después de cierta edad, hacia los cuarenta para más señas, parece que las personas se vuelven obstinadas, se convencen de saberlo todo y de que no vale la pena discutir. ¡Ah difícil que es enseñar a una persona mayor!, no soportan la idea de que alguien más joven les revele cosas nuevas.
Parece que la condición para ser adulto es el atrofio de la curiosidad y el miedo a la verdad –al difícil trabajo de la verdad– ¿Vale la pena tal pusilanimidad?
Ya el lector habrá detectado a estas alturas que tácitamente me he referido a la adultez como la pérdida de la inocencia. Por algo empiezo criticando el moralismo adulto y afirmando que nuestros adultos parecen creer que hay algo malo en las otras generaciones cuando quizá el mal está en ellos.
La cosa es que como se mira mal una generación también se puede mirar mal el mundo y ahí es donde empeora todo. El síntoma de que se ha perdido la inocencia es ese: creer que el mundo es malo, que los hombres son malos, que el presente es malo.
¿Qué es, pues, eso de los jóvenes que incomoda al fenotipo de adulto que he descrito? Pues una cierta envidia por lo que de inocencia hay en tales espíritus. El que es inocente halla inocentes a los demás y al mundo, no teme enfrentarse a el, no teme descubrir la verdad, por dolorosa que pueda ser, pues el valor está en hallarla y no en lo que cueste.
Estos adultos realmente no lo son. Aún cuando la edad avanzada nos diga lo contrario, su adultez, la clase de adultez que ataco, no es más que una hipertrofia de los temores y creencias infundados en la infancia: Sólo existo yo y lo que no soy yo no puede ser bueno.
¿Alguna vez se ha preguntado el lector cómo es que hacemos para distinguir lo que somos nosotros de lo que no? Si le hacemos caso por un momento al doctor Freud (quien también era neurólogo) al parecer en los primeros estadios de la vida el bebé sencillamente no sabe que existe un afuera, él y el mundo son una y la misma cosa. La noción de que él existe por separado del mundo se la empieza a formar el incesante bombardeo de los sentidos: hay una luz en el cielo que no produzco yo, un canto de aves que no he emitido, un bocado de comida que entra en mí. En ese momento se puede decir que la persona es realmente inocente, el mundo no es ni bueno ni malo, sólo está ahí… pero tarde que temprano hay que descubrirlo.
Si, es natural sentir miedo por lo que es desconocido, eso es lo propio del niño. Pero el joven sabe que no puede conformarse con estar ahí, que a veces es preciso enfrentarse a las señales con que se manifiesta la vida, con las que se nos da el mundo. No porque sean dañinas sino porque hay que tener el coraje de asumirlas. Un bebé no está en edad de poner en entredicho la orden paterna de “no te acerques al río caudaloso” o “no vayas tan cerca del abismo”. A esa edad se aceptan las órdenes paternas sin cuestionarlas, como tampoco se cuestionan las señales que da el mundo, porque el bebé sólo sabe que el mundo (él y el mundo) es inocente, porque además, de otro modo, no sobreviviría nuestra especie.
Pero no es esa la actitud del joven, ni debe serlo tampoco la del adulto. Una cosa es ver el mundo con ojos de inocencia y otra es asumirlo todo acríticamente. Quizá esa hipertrofia de la que hablo no es más que la fosilización de órdenes paternas de nuestros antepasados que nos impiden ser verdaderamente adultos.
La verdadera adultez es aquella en la que el mundo, y los demás, resultan buenos, aquella en la que se enfrenta el dolor y los temores con la misma apertura y curiosidad con que se aprende a caminar, aquella en la que no se cae en la “ilusión del presente violento”, aquella en la que no se está ensañado contra la realidad. La verdadera adultez difiere del carácter neurótico con que la asociamos.
¿Estoy diciendo, entonces, que no existen los adultos? No, estoy diciendo que existen pocos adultos. Puede ser que en algún punto se haya pervertido el camino y nos quedamos infantilizados, puede ser. O puede ser que hace falta pervertirlo para enderezarlo.
Es famosa la sentencia de Ovidio “nitimur in vetitum semper cupimusque negata” (siempre buscamos lo prohibido y deseamos lo que se nos niega). Esa atrevida elección es la que nos hará salir del sopor de la infancia, la que enderezará la senda torcida. Es menester volver a ser inocentes, pero también es menester armarnos de valor y no doblegarnos a la corrupción del espíritu que teme al difícil trabajo de la verdad. Es adulto quien vuelve a ser inocente.

Es hora de dejar el miedo
porque cuando se deja el miedo,
vuelve la inocencia.

Juan Andrés Alzate

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