Cada viaje que realizamos a un lugar desconocido, sin importar el 
destino, cierto cosquilleo se instala en nuestro cuerpo. Nos agrada lo 
nuevo, lo inexplorado. Una repentina inquietud llega y comenzamos a 
imaginar las casas, las calles, los árboles apostados en algún parque no
 visto, la gente. Es difícil imaginarse a alguien no sonreír justo antes
 de agarrar el equipaje. Hasta los pesimistas esbozan un ligero gesto en
 la comisura de los labios.
Por eso aún me sorprende cómo el pensador más influyente de la filosofía moderna, Kant nunca abandonó su natal Königsberg. Siendo enfermizo y de estatura baja, no le interesaba (y quizá ni pensaba en ello) dejar sus casas, sus calles, sus árboles apostados a lado y lado, su gente. Si hubiese aceptado alguna de las decenas de cátedras que le ofrecían a lo largo y ancho de Europa, sin duda La crítica de la razón pura no sería aquel manifiesto libertario, o, lo que es peor, no se hubiera escrito nunca.
Por eso aún me sorprende cómo el pensador más influyente de la filosofía moderna, Kant nunca abandonó su natal Königsberg. Siendo enfermizo y de estatura baja, no le interesaba (y quizá ni pensaba en ello) dejar sus casas, sus calles, sus árboles apostados a lado y lado, su gente. Si hubiese aceptado alguna de las decenas de cátedras que le ofrecían a lo largo y ancho de Europa, sin duda La crítica de la razón pura no sería aquel manifiesto libertario, o, lo que es peor, no se hubiera escrito nunca.
Kant habla sin embargo en un pequeño párrafo, sobre los 
viajes, y anuncia que la naturaleza del hombre es el cambio, es decir, 
el movimiento. En una prosa que raya en la genialidad, el filósofo 
alemán nos dice que el placer extremo del ser humano ante lo sublime es 
la sensibilidad exagerada que nos ocasiona la tendencia a la admiración 
de la belleza.
No hay nada más sublime que un viaje, me digo. Viajar nos produce, 
generalmente, un placer que limita con la orilla de la sublimidad, 
incluso aquellos que son de negocios. El prusiano no necesitó aplicar, 
en este caso, lo que quería divulgarnos. Bastó su imaginación y la 
exégesis de aquellas largas charlas que sostenía con sus invitados a la 
hora del almuerzo, muchos de ellos ávidos viajeros, para escribir sobre 
el tema.
La única experiencia que requería Kant al respecto, era la caminata 
diaria que hiciera por las tardes para, según su propia interpretación, 
descansar el cuerpo de todo lo que pudiese someterlo a un estado de 
desperdicio imaginativo. Ese era todo el viaje que necesitaba.
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