Prefacio.
A continuación se explica cómo es la estructura de esta novela.
Tiene
un armazón o marco titulado “Mujeres libres”, novela corta convencional
que puede sostenerse por ella misma. Pero está dividida en cinco partes
y separada por los cinco períodos de los cuatro diarios: negro, rojo,
amarillo y azul. Los diarios los redacta Anna Wulf, un personaje
importante en “Mujeres libres”. Lleva cuatro diarios en vez de uno,
pues, como ella misma reconoce, los asuntos deben separarse unos de
otros, a fin de evitar el caos, la deformidad..., el fracaso. Los
diarios terminan a causa de presiones internas y externas. Se traza una
gruesa raya negra que atraviesa la página, un cuaderno tras otro. Pero
una vez terminados, puede surgir de sus fragmentos algo nuevo: “El
cuaderno dorado”.
A través de los diarios, la gente ha
polemizado, teorizado, dogmatizado, etiquetado y clasificado, a veces
con palabras tan generales y representativas de la época, que resultan
anónimas. Podéis ponerles nombres a la usanza de las viejas comedias
morales: el señor Dogma y el señor
Soy-libre-porque-no-pertenezco-a-ninguna-parte, la señorita
Necesito-amor-y-felicidad y la señora Cuanto-haga-debo-hacerlo-bien, el
señor ¿Dónde-hay-una-mujer-auténtica? Y la señorita
¿Dónde-hay-un-hombre-real?, el señor
Estoy-loco-porque-dicen-que-lo-estoy y la señorita
La-vida-es-experimentarlo-todo, el señor Hago-la-revolución-luego-existo
y el señor y la señora
Si-resolvemos-perfectamente-este-pequeño-problema-entonces-seguramente-podremos-olvidar-que-debemos-fijarnos-en-los-grandes.
Pero todos ellos se han reflejado también los unos en los otros; tienen
aspectos comunes, dan nacimiento a los pensamientos y a la conducta de
unos y de otros... Son cada uno de ellos, forman totalidades. En el
texto de “El cuaderno dorado”, los asuntos se han reunido, hay
deformidad en el final de la fragmentación... y triunfa el segundo tema,
que es el de la unidad. Anna y Saul Green, el fracaso americano. Son
lunáticos, chiflados, locos, lo que queráis. Fracasan una con el otro y
con los demás, y rompen con los moldes falsos que han construido a
partir de su pasado. Las fórmulas y patrones que han creado para
sostenerse entre sí se disuelven y cada uno oye los pensamientos del
otro, uno se reconoce en la otra, en ellos mismos. Saul Green, el hombre
que ha sido rencoroso y destructor para con Anna, ahora la apoya, la
aconseja, le da el tema para su próximo libro, “Mujeres libres”, de
título irónico. El libro comienza así: “Las dos mujeres estaban solas en
el piso londinense...”. Y Anna, que ha estado celosa hasta la locura de
Saul, que ha sido absorbente y exigente, le entrega el nuevo y bello
diario, “El cuaderno dorado”, que previamente se había negado a darle, y
le brinda también el tema para su próximo libro y le escribe la primera
frase: “En Argelia, en la árida ladera de una loma, un soldado observa
la luz de la luna brillar en su fusil”. En el texto de “El cuaderno
dorado”, escrito por ambos, ya no podéis distinguir lo que es de Saul y
lo que es de Anna, ni distinguir entre ellos y los otros personajes que
aparecen en el libro.
Sobre este tema del fracaso que, a veces,
cuando la gente se derrumba, es una forma de curarse a uno mismo de las
falsas dicotomías y divisiones más íntimas, evidentemente que ya han
escrito otros desde entonces, y también yo misma. Pero aquí es donde,
aparte la vieja y extraña historia, lo hice primeramente, de manera más
ruda, más próxima a la experiencia, antes de que ésta se hubiera
moldeado a sí misma en pensamiento y forma, y quizá resulte más valiosa
por tratarse de un material más primario.
Pero tampoco se ha dado
cuenta nadie de este tema central, ya que el libro fue inmediatamente
despreciado por críticos tanto amistosos como hostiles, cual si tratara
de la guerra de los sexos. Las mujeres, por su parte, lo consideraron
arma utilizable en dicha guerra.
Desde entonces me he encontrado en una falsa posición ya que lo último que hubiera yo querido es negar apoyo a las mujeres.
Para
dejar bien sentado el asunto de la liberación femenina, desde luego que
le doy mi apoyo, porque las mujeres son ciudadanas de segunda clase,
como ellas afirman enérgica y cabalmente en muchos países. Puede decirse
que, por lo menos en un aspecto, tienen éxito: se las escucha con
atención. Quienes al principio se mostraron indiferentes u hostiles hoy
matizan: “Otorgo mi apoyo a sus aspiraciones, pero me disgustan sus
voces chillonas y sus toscas maneras”. Ésta es una fase inevitable que
refleja un período fácilmente reconocible en todo movimiento
revolucionario. Los reformistas deben esperar verse desautorizados por
aquellos que experimentan mayor satisfacción en el disfrute de lo que
ganaron para ellos. No creo que la liberación de la mujer cambie mucho, y
no precisamente porque haya algo equivocado en sus aspiraciones, sino
porque ya está clarísimo que el mundo entero se ve sacudido por los
cataclismos que estamos atravesando: probablemente, cuando salgamos de
esta etapa, si lo logramos, las aspiraciones de la liberación femenina
se nos aparezcan pequeñísimas y extrañas.
Pero esta novela no fue
un toque de clarín en pro de la liberación femenina. Describía muchas
emociones femeninas de agresión, de hostilidad, de resentimiento. Las
puse en letra de molde. Aparentemente, lo que muchas mujeres pensaban,
sentían y experimentaban les causó una gran sorpresa. De inmediato entró
en acción un arsenal de armas muy antiguas. Como de costumbre, las
principales apuntaron a los argumentos “ella no es femenina” o “ella
odia a los hombres”. Este particular reflejo parece indestructible. Los
hombres y muchas mujeres dijeron que las sufragistas no eran femeninas,
que eran marimachos, que estaban embrutecidas. No recuerdo haber leído
que hombres de cualquier sociedad en cualquier parte, cuando las mujeres
pedían más de lo que la naturaleza les ofrecía, no cayeran en esta
reacción. Y también caían... algunas mujeres. Muchas de ellas estaban
furiosas contra “El cuaderno dorado”. Lo que unas mujeres dicen a las
otras, murmurando en sus cocinas, quejándose o chismorreando, o lo que
ponen en claro en su masoquismo, es frecuentemente lo último que
proferirían en voz alta: un hombre podría oírlas. Si las mujeres son tan
cobardes ello se debe a que han estado medio esclavizadas durante tanto
tiempo. Es aún reducido el número de mujeres dispuestas a sostener su
punto de vista acerca de lo que realmente piensan, sienten o
experimentan con un hombre al que aman. La mayor parte de las mujeres
saldría corriendo como perritos apedreados cuando un hombre dice: “No
sois femeninas, sois agresivas, os portáis mal conmigo”. Tengo el
convencimiento de que cualquier mujer que se casa o, de alguna forma,
toma en serio a un hombre que recurre a ese tipo de injurias, se merece
lo que tiene. Ya que tal hombre es dominante, lo ignora todo del mundo
en el que vive o acerca de la historia del mismo: tanto hombres como
mujeres han desempeñado cantidad infinita de papeles, tanto en el pasado
como actualmente, en distintas sociedades. Por lo tanto, es un
ignorante o teme marcar equivocadamente el paso o es un cobarde...
Escribo todos estos comentarios con la misma sensación que escribiría
una carta para echarla al correo en un distante pasado: tan segura estoy
de que cuanto consideramos ahora como definitivo será barrido en la
próxima década.
(¿Por qué, entonces, escribir novelas? Realmente, ¿por qué? Imagino que debemos seguir viviendo como si...)
Algunos
libros no se leen correctamente porque han omitido un sector de
opinión, presumen una cristalización de informaciones en la sociedad que
aún no ha tenido efecto. Este libro fue escrito como si las actitudes
creadas por los movimientos de liberación femenina ya existieran. Se
publicó por vez primera hace diez años, en 1962. Si apareciese ahora
quizá se leyera, pero no provocaría ninguna reacción: las cosas han
cambiado rápidamente. Ciertas hipocresías han desaparecido. Por ejemplo,
hace diez o incluso cinco años (hemos atravesado una época muy
obstinada en materia sexual) se han escrito abundantes novelas y
comedias cuyos autores criticaban furiosamente a las mujeres
(particularmente en los Estados Unidos, pero también en Inglaterra),
retratándolas como bravuconas y traidoras, pero, sobre todo, como
zapadoras que segaban la hierba bajo los pies. Sin embargo, en
escritores masculinos, estas actitudes solían admitirse y aceptarse como
bases filosóficas sólidas y normales, y en ningún caso como reacciones
propias de individuos agresivos o neuróticos o misóginos. Desde luego
que todo sigue igual, pero, aun así, alguna mejora se advierte.
Me
hallaba tan absorta al escribir este libro, que ni pensé cómo iba a ser
recibido. Estaba comprometida no sólo porque era duro de escribir
(conservando el guión en mi mente y escribiendo la obra desde el
principio hasta el fin de un tirón, empresa muy difícil), sino debido a
lo que iba aprendiendo a medida que lo escribía. Quizá proyectando una
estructura sólida, imponiéndome limitaciones, exprimiendo nuevo material
de donde menos lo esperaba. Toda suerte de experiencias y de ideas que
yo no reconocía como propias fueron apareciendo a medida que escribía.
El hecho mismo de escribir resultó más traumatizante que la evocación de
mis experiencias, hasta el punto de que eso me transformó. Al concluir
este proceso de cristalización, al entregar los manuscritos a editores y
amigos, supe que había escrito un panfleto acerca de la guerra de los
sexos, y pronto descubrí que nada de lo que dijera podría cambiar este
diagnóstico.
Sin
embargo, la esencia del libro, su organización y cuanto en él aparece,
exhorta, implícita y explícitamente, a no dividir los asuntos, a no
establecer categorías.
“Sujeción. Libertad. Bueno. Malo. Sí. No.
Capitalismo. Socialismo. Sexo. Amor...”, dice Anna en “Mujeres libres”,
planteando un tema, gritándolo, enunciando una consigna a bombo y
platillo... o así lo imaginé. También creí que en un libro titulado “El
cuaderno dorado” la parte íntima llamada así, cuaderno dorado, debía
presumirse que era su punto central, el que soporta el peso del asunto y
propone un planteamiento.
Pero no.
Otros temas
intervinieron en la elaboración de este libro y dieron lugar a una época
crucial para mí: se juntaron pensamientos y temas que había guardado en
mi mente durante años.
Uno de ellos era que no podía hallarse
una novela que describiera el clima moral e intelectual de cien años
atrás, a mediados del siglo pasado, en Inglaterra; algo equivalente a lo
que hicieran Tolstoi en Rusia y Stendhal en Francia. Llegados a este
punto, conviene hacer las excepciones de rigor. Leer “Rojo y negro” y
“Lucien Leuwen” es conocer aquella Francia como si se viviera en ella,
como leer “Anna Karenina” es conocer aquella Rusia. Pero no se ha
escrito una novela así de útil que refleje la época victoriana. Ardí nos
cuenta lo que se experimenta siendo pobre, teniendo una imaginación
rica en una época imitada, sin posibilidades, o siendo una víctima.
George Eliot es buena hasta donde alcanza. Pero creo que el castigo que
pagó por ser una mujer victoriana consistió en tener que mostrarse como
una buena mujer, aunque estaba disconforme con las hipocresías de su
tiempo y hay gran cantidad de cosas que su sentido moral no le permitía
comprender. Meredith, sorprendente y poco estimado escritor, quizá rozó
más la realidad. Trollope trató el asunto, pero le faltaron
posibilidades. No hay una sola novela que tenga el vigor y el conflicto
de sentimientos en acción que se encuentran en una buena biografía de
William Morris.
Desde luego que esta tentativa mía presuponía que
el filtro usado por la mujer para mirar a la vida tiene idéntica
validez que el que usa el propio hombre... Dejando aparte este problema
o, más bien, no considerándolo siquiera, decidí que la expresión del
“sentido” ideológico de nuestro medio siglo debería colocarse entre
socialistas y marxistas, debido a que los grandes debates de nuestro
tiempo han tenido por escenario los congresos socialistas. Los
movimientos, las guerras y las revoluciones han sido vistos por sus
participantes como otros tantos procesos de diversos tipos de socialismo
o marxismo, ya en avance, ya detenidos, ya en retroceso. Creo que
debemos admitir, por lo menos, que cuando el pueblo mire hacia atrás y
contemple nuestra época, pueda verla, si no tan bien como nosotros
mismos, al menos de igual forma que nosotros vemos retrospectivamente
las revoluciones inglesa y francesa, e incluso la rusa. O sea, de forma
distinta a como las vio el pueblo que las vivió. Pero el marxismo y sus
varios vástagos han hecho fermentar las ideas por todas partes, y tan
rápida y enérgicamente que lo que fue “exótico” ha sido absorbido,
pasando a integrarse en el pensamiento actual. Ideas que estaban
confinadas a la extrema izquierda treinta o cuarenta años atrás, han
penetrado de forma general en la izquierda hace veinte, y han
suministrado los lugares comunes del pensamiento social convencional,
desde la derecha hasta la izquierda, durante los últimos diez años. Algo
tan plenamente absorbido ya está liquidado como fuerza, pero fue
dominante, y en una novela del tipo que estoy tratando de escribir debe
ser central.
Otro pensamiento con el que he estado bregando mucho
tiempo era que el personaje principal debía ser algún artista, pero con
un “bloqueo”. Esto se debía a que el tema del artista ha dominado en el
arte por algún tiempo: el pintor, el escritor, el músico, por ejemplo.
Los escritores importantes lo han usado, y también muchos de menor
categoría. Esos prototipos – el artista, y su contrafigura, el hombre de
negocios – han cabalgado nuestra cultura, uno visto como un latoso
insensible, y el otro como un creador cuyas producciones le hacían
acreedor al perdón de todos sus excesos de sensibilidad, sufrimiento y
orgulloso egoísmo. Desde luego que exactamente igual debía perdonarse al
hombre de negocios por sus obras. Nos hemos acostumbrado a lo que
tenemos, y hemos olvidado que el artista como ejemplo es un tema nuevo.
Cien años atrás, raramente los artistas solían ser héroes. Eran soldados
y forjadores de imperios, exploradores, sacerdotes y políticos. Tanto
peor para las mujeres, que, a lo sumo, habían tenido éxito produciendo
una Florence Nightingale. Solamente los chiflados y los excéntricos
querían ser artistas, y tenían que luchar para lograrlo. Pero para usar
este tema de nuestro tiempo, “el artista”, “el escritor”, decidí
desarrollarlo situando a la criatura sumida en un bloqueo y discutir las
razones del mismo. Éstas deberían estar relacionadas con la disparidad
entre los abrumadores problemas de la guerra, el hambre y la pobreza y
el minúsculo individuo que trataba de reflejarlos. Pero lo intolerable,
lo que no podía soportarse por más tiempo, era este parangón,
monstruosamente aislado y encumbrado. Parece que por su propia cuenta
los jóvenes han comprendido y han cambiado la situación, creando una
cultura propia en la que cientos y miles de personas hacen películas,
ayudan a hacerlas, publican periódicos de todo tipo, componen música,
pintan cuadros, escriben libros y toman fotografías. Han abolido esta
figura aislada, creadora y sensitiva, copiándola en cientos de miles.
Una corriente ha llegado a su extremo, a su conclusión y habrá, como
siempre sucede, alguna reacción de algún tipo. El tema “del artista”
debe relacionarse con otro, la subjetividad. Cuando empecé a escribir se
ejercía presión sobre los escritores para que no fueran “subjetivos”.
Esta presión surgió de dentro de los movimientos comunistas, como
expresión de la crítica socioliteraria desarrollada en Rusia en el siglo
XIX por un grupo de notables talentos. De ellos el más conocido era
Belinski, que usaba de las artes y particularmente de la literatura en
su lucha contra el zarismo y la opresión. Esta forma de crítica se
extendió rápidamente por todas partes, pero sólo en la década de los
cincuenta halló eco en nuestro país con el tema del compromiso. Aún pesa
mucho en los países comunistas. “¡Preocuparse por vuestros estúpidos
problemas personales cuando Roma arde!”: tal es la forma que adopta esa
crítica al nivel de la vida corriente, y era difícil oponérsele, pues
procedía del ámbito más inmediato y más querido, y de personas cuya
labor merecía nuestros mayores respetos. Por ejemplo, esa labor podía
ser la lucha contra el prejuicio racial en África del Sur. A pesar de
todo, las novelas, cuentos y arte de toda especie se volvían cada vez
más personales. En el cuaderno azul, Anna escribe acerca de conferencias
que había pronunciado: “El arte, durante la Edad Media, era comunitario
e impersonal, y procedía de la conciencia del grupo. Estaba exento del
aguijón doloroso de la individualidad del arte de la era burguesa. Algún
día dejaremos atrás el punzante egoísmo del arte individual.
Regresaremos a un arte que no expresará las mismas divisiones y
clasificaciones que el hombre ha establecido entre sus semejantes, sino
su responsabilidad para con el prójimo y con la fraternidad. El arte
occidental se convierte cada vez más en un grito de tormento que refleja
un dolor. El dolor se está transformando en nuestra realidad más
profunda... (He estado diciendo cosas por el estilo. Hace unos tres
meses, en mitad de una conferencia, empecé a tartamudear y no pude
terminarla...)”.
El
tartamudeo de Anna se debe a algo que está eludiendo. Una vez que se ha
iniciado una corriente o una presión, no hay manera de esquivarla. No
había manera de no ser intensamente subjetiva; era, si queréis, la tarea
del escritor en ese tiempo. No podría ignorarlo: no puede escribirse un
libro que trate de la construcción de un puente o una presa y no
descubrir la mente y los sentimientos de quienes la construyen. ¿Creéis
que esto es una caricatura? Absolutamente, no. Este o eso/o aquello está
en el corazón de la crítica literaria de los países comunistas en la
actualidad. Por fin comprendí que la manera de salir del problema o de
resolverlo, el tormento interno de escribir acerca de “problemas
personales intrascendentes”, era reconocer que nada es personal, en el
sentido de que sólo es personalmente nuestro. Escribir acerca de uno
mismo equivale a escribir acerca de los otros, dado que vuestros
problemas, dolores, placeres y emociones (y vuestras ideas
extraordinarias o notables) no pueden ser únicamente vuestros. La forma
de tratar el problema de la “subjetividad”, ese chocante asunto de estar
preocupado por el pequeño individuo, que al mismo tiempo queda cogido
en tal explosión de terribles y maravillosas posibilidades, es verlo
como un microcosmos y, de esa manera, romper a través de lo personal, de
lo subjetivo, convirtiendo lo personal en general, como en verdad
siempre hace la vida transformando en algo mucho más amplio una
experiencia privada, o así lo cree uno cuando es aun niño: “me estoy
enamorando”, “siento esta o aquella emoción” o “estoy pensando tal o
cual cosa”... Creer, en definitiva, no es más que comprender que todo el
mundo comparte la única e increíble experiencia propia.
Otra
idea era que si el libro estaba moldeado de modo correcto, haría su
propio comentario acerca de la novela convencional: este debate no se ha
interrumpido desde que nació la novela, y no es algo reciente, como se
puede imaginar leyendo a académicos contemporáneos. Considerar la novela
corta “Mujeres libres” como un sumario y condensación de toda esa masa
de materiales, era decir algo acerca de la novela convencional, otra
forma de describir el descontento de un escritor cuando algo ha
terminado: “Qué poco he logrado decir de la verdad, qué poco he logrado
de toda esa complejidad, cómo puede esa cosa pequeña y pulida ser
verdadera, cuando lo que experimenté era tan rudo y aparentemente
deforme y sin modelar”.
Pero mi mayor aspiración era elaborar un
libro que se comentara por sí mismo, que equivaliese a una declaración
sin palabras, que diera a entender cómo había sido elaborado.
Como ya dije, esto ni siquiera fue advertido.
Una
de las razones estriba en que el libro se integra más en la tradición
novelística europea que en la inglesa. Mejor dicho, en la tradición
inglesa de entonces. Al fin y al cabo, la novela inglesa comprende
“Clarissa” y “Tristram Shandy”, “Los comediantes trágicos”... y Joseph
Conrad.
Pero es indudable que pretender escribir una novela de
ideas significa imponerse limitaciones: la estrechez de miras de nuestra
cultura es enorme. Por ejemplo, década tras década salen de las
universidades brillantes jóvenes, de uno u otro sexo, capaces de decir
orgullosamente: “Claro está que no sé nada de literatura alemana...” Es
la moda. Los victorianos lo sabían todo acerca de la literatura alemana,
pero eran capaces, con la conciencia muy tranquila, de saber bien poco
de la francesa.
En cuanto a los otros... Bueno, no es casualidad
que la crítica más inteligente que se me hizo procediera de gente que
era o había sido marxista. Entendieron lo que intentaba hacer. Se debe a
que el marxismo ve las cosas como una totalidad y relacionadas las unas
con las otras, o al menos lo intenta, pero no es el caso ahora hablar
de sus limitaciones. Una persona que ha sido influida por el marxismo da
por sentado que un suceso en Siberia afectará a otro en Botswana. Creo
que el marxismo fue el primer intento, en nuestra época, aparte la
religión formal, de un pensamiento mundial, de una ética universal. Fue
por mal camino, no pudo evitar dividirse y subdividirse, como las otras
religiones, en capillitas cada vez más pequeñas, en sectas y credos.
Pero fue un intento.
Ocuparme en ver qué intentaba hacer me lleva
a hablar de los críticos y al peligro de provocar un bostezo. Esta
triste riña entre escritores y críticos, comediógrafos y críticos, a la
que el público ya está tan acostumbrado, hace que piense de ella lo
mismo que de las querellas infantiles “¡Oh, sí! ¡Niñerías! Otra vez a
las andadas...” o “...Vosotros, los escritores, recibís todos esos
elogios, o si no elogios, mucha atención; entonces, ¿por qué os sentís
siempre tan heridos?”. Y el público está casi en lo cierto. Por razones
de las que ahora no voy a hablar, tempranas y valiosas experiencias en
mi vida de escritora me dieron un sentido de perspectiva acerca de los
críticos y comentaristas. Pero a propósito de esta novela, “El cuaderno
dorado”, lo perdí: pensé que en su mayor parte las críticas eran
demasiado tontas para ser verdaderas. Recuperando el equilibrio,
comprendí el problema. Y es que los escritores buscan en los críticos un
alter ego, ese otro yo más inteligente que él mismo, que se ha dado
cuenta de dónde quería llegar, y que le juzga tan sólo sobre la base de
si ha alcanzado o no el objetivo. Nunca encontré a un escritor que,
enfrentado finalmente con ese raro ser, un crítico auténtico, no pierda
toda su paranoia y se vuelva atentamente agradecido: ha hallado lo que
cree necesitar. Pero lo que él, el escritor, pide, es imposible. ¿Por
qué debería esperar ese ser extraordinario, el perfecto crítico – que
ocasionalmente existe –, por qué debería haber alguien más que comprenda
lo que intenta hacer? En definitiva, sólo hay una persona hilando ese
capullo particular, sólo una cuyo interés sea hilarlo.
No les es
posible a los críticos y comentaristas proporcionar lo que ellos mismos
pretenden y los escritores desean tan ridícula e infantilmente.
Eso se debe a que los críticos no han sido educados en tal sentido. Su entrenamiento va en dirección opuesta.
Todo
empieza cuando el niño tiene apenas cinco o seis años, cuando entra en
la escuela. Empieza con notas, calificaciones, premios, “bandas”,
“medallas” estrellas y, en ciertas partes, hasta galones. Esta
mentalidad de carreras de caballos, ese modo de pensar en vencedor y en
vencidos, conduce a lo siguiente: “El escritor X está o no unos cuantos
pasos delante del escritor Y. El escritor Y ha caído más atrás. En su
último libro, el escritor Z ha rayado a mayor altura que el escritor A”.
Desde el principio, se entrena al niño a pensar así: siempre en
términos de comparación, de éxito y de fracaso. Es un sistema de
desbroce: el débil se desanima y cae. Un sistema destinado a producir
unos pocos vencedores siempre compitiendo entre sí. Según mi parecer –
aunque no es éste el lugar donde desarrollarlo –, el talento que tiene
cada niño, prescindiendo de su cociente de inteligencia, puede
permanecer con él toda su vida, para enriquecerle a él y a cualquier
otro, si esos talentos no fueran considerados mercancías con valor en un
juego de apuestas al éxito.
Otra cosa que se enseña desde el
principio es desconfiar del propio juicio. A los niños se les enseña
sumisión a la autoridad, cómo averiguar las opiniones y decisiones de
los demás y cómo citarlas y cumplirlas.
En la esfera política, al
niño se le explica que es libre, demócrata, con un pensamiento y una
voluntad libres, que vive en un país libre, que toma sus propias
decisiones. Al mismo tiempo, es un prisionero de las suposiciones y
dogmas de su tiempo, que él no pone en duda, debido a que nunca le han
dicho que existieran. Cuando el joven ha llegado a la edad de escoger –
seguimos dando por descontado que una elección es inevitable – entre el
arte y las ciencias, escoge a menudo las artes por creer que ahí hay
humanidad, libertad, verdadera elección. Él no sabe que ya ha sido
moldeado por un sistema: ignora que la misma elección es una falsa
dicotomía arraigada en el corazón de nuestra cultura. Quienes lo notan y
no quieren ser sometidos a un moldeado ulterior, tienden a irse en un
intento medio inconsciente e instintivo de encontrar trabajo donde no
vuelvan a ser divididos contra ellos. Con todas nuestras instituciones,
desde la policía hasta las academias, desde la medicina a la política,
prestamos poca atención a los que se van, ese procedimiento de
eliminación que siempre se produce y que excluye, muy tempranamente, a
quienes podrían ser originales y reformadores, dejando a aquellos que se
sienten atraídos por una cosa, porque eso es precisamente lo que ya son
ellos mismos. Un joven policía abandona el cuerpo porque dice que no le
gusta lo que debe hacer. Un joven profesor abandona la enseñanza,
quebrantado su idealismo. Este mecanismo social funciona casi sin
hacerse sentir; sin embargo, es poderoso como cualquiera para mantener
nuestras instituciones rígidas y opresoras.
Esos
muchachos, que se han pasado años dentro del sistema de entrenamiento,
se convierten en críticos y comentaristas y no pueden dar lo que el
autor, el artista, busca tan tontamente: juicio original e imaginativo.
Lo que pueden hacer, y lo hacen muy bien, es decirle al escritor si el
libro o la comedia concuerda con los modelos corrientes de pensar y
sentir, con el clima de opinión. Son como el papel de tornasol. Son
veletas valiosas. Son los barómetros más sensibles a la opinión pública.
Podéis ver los cambios de modas y de opiniones entre ellos mucho antes
que en ninguna parte, excepción hecha del terreno político – se trata de
personas cuya educación ha sido precisamente ésa –, buscando fuera de
ellas mismas para saber sus opiniones, para adaptarse a las figuras de
la autoridad, para “oír opiniones”, frase maravillosa y reveladora.
Puede
que no exista otro medio de educar al pueblo. Al menos, no lo creo.
Entretanto, sería de gran ayuda describir por lo menos correctamente las
cosas, llamarlas por su nombre. Idealmente, lo que debería decirse y
repetirse a todo niño a través de su vida estudiantil, es algo así:
“Estáis
siendo indoctrinados. Todavía no hemos encontrado un sistema educativo
que no sea de indoctrinación. Lo sentimos mucho, pero es lo mejor que
podemos hacer. Lo que aquí se os está enseñando es una amalgama de los
prejuicios en curso y las selecciones de esta cultura en particular. La
más ligera ojeada a la historia os hará ver lo transitorios que pueden
ser. Os educan personas que han sido capaces de habituarse a un régimen
de pensamiento ya formulado por sus predecesores. Se trata de un sistema
de autoperpetuación. A aquellos de vosotros que sean más fuertes e
individualistas que los otros, les animaremos para que se vayan y
encuentren medios de educación por sí mismos, educando su propio juicio.
Los que se queden deben recordar, siempre y constantemente, que están
siendo modelados y ajustados para encajar en las necesidades
particulares y estrechas de esta sociedad concreta.”
Como
cualquier otro escritor, recibo continuamente cartas de jóvenes que
están a punto de escribir tesis y ensayos acerca de mis libros, desde
varios países, especialmente de los Estados Unidos. Todos dicen: “Deme,
por favor, una lista de los artículos sobre su obra, las críticas que
los expertos hayan escrito sobre usted”. También piden mil detalles
totalmente inútiles que no vienen al caso, pero que se les ha enseñado a
considerar importantes, tantos detalles que parecen los de un
expediente del departamento de inmigración.
Esas peticiones las
contesto de la siguiente forma: “Querido estudiante: Está usted loco.
¿Para qué gastar meses y años escribiendo miles de palabras acerca de un
libro, o hasta sobre un autor, cuando hay cientos de libros que esperan
ser leídos? ¿No se da cuenta de que es víctima de un sistema
pernicioso? Y si usted ha escogido por su cuenta mi obra como tema y si
usted tiene que escribir una tesis – y créame que le estoy muy
agradecida que lo que he escrito lo hay encontrado usted útil –,
entonces ¿por qué no lee lo que he escrito y se hace una idea propia
acerca de lo que usted piensa, cotejándolo con su propia vida, con su
propia experiencia? ¡Olvídese de los profesores Blanco y Negro!”.
“Estimado
escritor – me contestan – : Debo saber lo que dicen los expertos,
porque si no los cito mi profesor no me va a dar nota.”
Éste es un sistema internacional, absolutamente idéntico, desde los Urales hasta Yugoslavia, desde Minnesota hasta Manchester.
El caso es que estamos tan acostumbrados a él que ya ni nos damos cuenta de lo malo que es.
No
puedo acostumbrarme, debido a que abandoné la escuela a la edad de
catorce años. Durante cierto tiempo sentí pesar por eso y creí haber
perdido algo de mucho valor. Ahora estoy muy contenta de tan afortunada
salida. Después de la publicación de “El cuaderno dorado”, me metí entre
ceja y ceja encontrar algo acerca del mecanismo literario, examinar el
proceso que crea al crítico y al comentarista. Hojeé incontables
exámenes escritos y no podía dar crédito a mis ojos. Me senté en clases
donde se enseña literatura y no podía dar crédito a mis oídos.
Quizá
digáis: “Es una reacción exagerada y no tiene derecho a decir tales
cosas, porque usted misma confiesa que nunca ha sido parte del sistema”.
Pero creo que no exagero en absoluto y que la reacción de alguien del
exterior es valiosa, simplemente porque es fresca y no está mediatizada
por una lealtad a una educación particular.
Pero después de esta
investigación no tuve dificultad en contestar mis propias preguntas:
¿Por qué tienen tan estrechas miras, por qué son tan personales, cómo
poseen tan poco talento? ¿Por qué siempre atomizan y desprecian, por qué
les fascinan tanto los detalles y se desinteresan del conjunto? ¿Por
qué su interpretación de la palabra crítica es siempre la de encontrar
faltas? ¿Por qué acuden siempre a los escritores en conflicto unos con
otros, y no a aquellos que se complementan...? Simplemente, porque han
sido entrenados para pensar así. La persona valiosa que comprende lo que
usted está haciendo, lo que usted está intentando, y puede hacerle una
crítica válida y darle un consejo, es casi siempre alguien que está
fuera del mecanismo literario, incluso fuera del sistema universitario.
Puede que se trate de un estudiante que acaba de empezar y que siente
aún amor por la literatura, o quizá sea una persona que piensa mucho y
lee mucho, siguiendo su propio instinto.
A esos estudiantes que
tienen que pasarse un año o dos escribiendo tesis sobre un libro, les
digo: “Solamente hay una manera de leer, que es huronear en bibliotecas y
librerías, tomar libros que llamen la atención, leyendo solamente ésos,
echándolos a un lado cuando aburren, saltándose las partes pesadas y
nunca, absolutamente nunca, leer algo por sentido del deber o porque
forme parte de una moda o de un movimiento. Recuerde que el libro que le
aburre cuando tiene veinte o treinta años, le abrirá perspectivas
cuando llegue a los cuarenta o a los cincuenta años, o viceversa. No lea
un libro que no sea para usted el momento oportuno. Recuerde que ante
todos los libros que se han impreso, hay tantos o más que nunca se han
publicado o que nunca han sido escritos, incluso ahora, en esta época de
reverencia al papel impreso. La historia, e incluso la ética social, se
enseñan por medio de historias, y la gente a la cual se ha condicionado
para que piense sólo en términos de lo que está escrito – y
desgraciadamente todos los productos de nuestro sistema educativo no
pueden hacer otra cosa – pierden lo que tienen ante la vista.
Por
ejemplo, la historia real de África está aún en custodia de narradores
de historia negros y hombres sabios, historiadores negros, médicos
negros: se trata de una historia oral, a salvo del hombre blanco y de
sus depredaciones. En todas partes, si mantiene usted despierta la
mente, encontrará la verdad en palabras que no han sido escritas. Así
que no deje nunca que la palabra escrita se adueñe de usted. Debe saber,
por encima de todo, que el hecho de que tenga que pasarse un año o dos
con un libro o un autor significa que usted ha sido mal instruido, que
usted debía haber sido educado para leer a su manera, de una preferencia
a otra; debiera haber aprendido a seguir su propio sentimiento,
intuitivamente, acerca de lo que necesita y no la manera como debe
citarse a los otros”.
Pero, desgraciadamente, casi siempre es demasiado tarde.
Pareció,
de momento, que las recientes rebeliones estudiantiles irían a cambiar
las cosas, como si fuera lo bastante fuerte su impaciencia ante el
material muerto que les enseñan para sustituirlo por otro más fresco y
útil. Pero parece que la rebelión ya pasó. Lamentable. Durante aquel
vivaz período en los Estados Unidos, recibí cartas donde me contaban que
en las aulas los estudiantes habían rehusado tomar apuntes y llevaban a
clase libros de su propia elección, y que habían encontrado apropiados
para su vida. Las clases emocionaban. A veces eran violentas, enojadas y
excitantes, con calor vital. Claro está que eso ocurrió solamente con
profesores simpatizantes y decididos a ponerse del lado de los
estudiantes contra la autoridad y preparados para las consecuencias.
Existen maestros conscientes de que imparten una enseñanza de mala
calidad y aburrida, pero afortunadamente quedan muchos que, con un poco
de suerte, pueden derrumbar lo que está mal, aunque los estudiantes
hayan perdido su ímpetu.
Mientras tanto, hay un país...
Hace
treinta o cuarenta años que, en ese país, un crítico hizo una lista
privada de escritores y poetas que él, personalmente, consideraba que
constituían lo más valioso para la literatura, dejando a un lado a todos
los demás. Esta lista la defendió públicamente durante largo tiempo y
la imprimió, porque la Lista se convirtió de inmediato en un tema muy
polémico. Millones de palabras se escribieron en pro y en contra,
nacieron escuelas y sectas, atacándola y defendiéndola. A pesar de los
años transcurridos, la discusión continúa... y a nadie le parece esta
situación ridícula...
En ese país hay libros de crítica de
inmensa complejidad y conocimiento que tratan, a veces de segunda o
tercera mano, de obras originales: novelas, comedias, historias. La
gente que escribe esos libros constituye todo un estrato en
universidades de todo el mundo; se trata de un fenómeno internacional,
de la capa superior del mundo literario. Sus vidas han sido empleadas en
la crítica y para criticar la crítica de los otros críticos. Éstos
consideran su actividad más importante que la misma obra original. Es
posible que los estudiantes de literatura empleen más tiempo leyendo
críticas y críticas de críticas del que invierten en la lectura de
poesía, novelas, biografías, narraciones... Muchísima gente contempla
esta estado de cosas como normal y no como triste y ridículo...
En
el país en cuestión leí recientemente un ensayo sobre Antonio y
Cleopatra, debido a un joven a punto de pasar a cursos superiores.
Rebosaba originalidad y entusiasmo inspirado por la pieza teatral; el
sentimiento que una enseñanza real de la literatura debería causar. El
ensayo fue devuelto por el profesor con este comentario: “No puedo
calificar su trabajo; usted no ha citado a los expertos”. Pocos maestros
considerarían eso triste y ridículo...
La gente de ese país que
se considera educada, y realmente superior y más refinada que la gente
ordinaria que no lee, se acercó a un escritor (o a una escritora) y lo
felicitó por haber obtenido una buena crítica en alguna parte, pero no
creyó fuera menester leer el libro o pensar siquiera que en lo que está
interesada es en el éxito...
Cuando en el país a que nos
referimos aparece un libro que, por ejemplo, trata de la observación de
las estrellas, inmediatamente una docena de sociedades, colegios y
programas de televisión escriben al autor pidiéndole que vaya y les
hable de la observación de las estrellas. Lo último que se les ocurriría
hacer sería leer el libro. Esta conducta se considera muy normal y nada
ridícula...
Un hombre o una mujer joven de ese país,
comentarista o crítico que no ha leído nada más del escritor que la obra
que tiene ante sí, escribe paternalmente, o más bien como aburrido o
como si considerara que las buenas calificaciones deben otorgarse a un
ensayo acerca del autor de marras – que puede que haya escrito quince
libros y haya estado escribiendo durante veinte o treinta años –, y da
al mencionado escritor instrucciones sobre lo que debe escribir en lo
sucesivo y cómo. Nadie piensa que esto sea absurdo, por lo menos el
joven con toda seguridad no va a pensarlo. Porque a ese joven crítico o
comentarista le han enseñado a hacer propaganda en artículos desde
Shakespeare hasta nuestros días...
Un profesor de arqueología de
ese país puede escribir sobre una tribu de América del Sur, que tiene un
avanzado conocimiento de las plantas, de medicina y de métodos
psicológicos: “Lo sorprendente es que ese pueblo carezca de lenguaje
escrito...”. Y nadie considera absurdo el razonamiento del profesor.
En
ocasión del centenario de Shelley, la misma semana y en tres revistas
literarias diferentes, tres jóvenes de idéntica educación, procedentes
de universidades parecidas – siempre del país al que venimos
refiriéndonos –, pudieron escribir trabajos literarios sobre Shelley,
condenándole con los elogios más débiles y en tono idéntico todos ellos,
como si hicieran al poeta un gran favor al mencionarlo, y nadie parece
creer que haya algo seriamente equivocado en nuestro sistema literario.
Finalmente,
esta novela continúa siendo para su autora la más instructiva de las
experiencias. Ejemplo al canto. Diez años después de haberla escrito me
llegan, en una semana, tres cartas sobre ella remitidas por personas
inteligentes, bien informadas e interesantes, que se han tomado la
molestia de sentarse a la mesa para escribirme. Pueden estar una en
Johannesburgo, otra en San Francisco y una tercera en Budapest. Y aquí
estoy yo, sentada, en Londres, leyendo esas cartas una tras de la otra,
agradecida como siempre a quienes me escriben y encantada de que mi
prosa hay estimulado, iluminado... o incluso molestado. Pero una de las
cartas trata íntegramente de la guerra de los sexos y de la falta de
humanidad del hombre hacia la mujer, y la corresponsal llena páginas y
más páginas acerca de eso solamente porque ella – y no solamente ella –
no puede ver nada más en el libro.
La segunda carta trata de
política. Probablemente es de un viejo rojo como yo misma, y escribe
muchas páginas acerca de política, sin mencionar otro tema.
Ese tipo de cartas solía ser el más común cuando el libro era reciente.
La
tercera carta, de una clase en otro tiempo rara, pero que ahora ya
tiene compañeras, la escribe un hombre o una mujer que no puede ver en
el libro más que el tema del desequilibrio mental.
Pero el libro sigue siendo el mismo.
Y,
claro está, esos incidentes sacan de nuevo a colación preguntas acerca
de qué ve la gente cuando lee un libro y por qué cierta gente ve alguno
de los aspectos y nada en absoluto de los otros, y lo raro que es un
autor con una visión tan clara de su libro, tan distinta de la que
tienen del mismo sus lectores.
Y de este modo de pensar surge
otra conclusión: no solamente resulta infantil que un escritor persiga
que los lectores vean lo que él ve, y que entiendan la estructura y la
intención de una novela como él las ve. Que el autor desee esto
demuestra que no ha entendido el punto más fundamental: a saber, que el
libro está vivo y es poderoso, fructificador y capaz de promover el
pensamiento y la discusión solamente cuando su forma, intencionalidad y
plan no se comprenden, debido a que el momento de captar la forma, la
intencionalidad y el plan coincide con el momento en que no queda ya
nada por extraer.
Y cuando la trama, el modelo y la vida interior
de un libro están tan claros para el lector como para el propio autor,
quizás haya llegado el momento de echar a un lado el libro, como si ya
hubiera pasado su momento, y empezar algo nuevo.
Junio de 1971
DORIS LESSING