Mi admiración por Cioran jamás flaqueará, porque pudiendo
nacionalizarse francés, que le hubiera facilitado la vida en términos
administrativos y burocráticos, mantuvo su estatuto de apátrida, que es
muy incómodo pero él lo consideraba el más apropiado para un filósofo.
Él lamentaba los siglos de incuria, la fatalidad de la sangre
balcánica, brutal, salvaje, que corría por sus venas, y el balance de la
historia de su patria: “N’a fost sa? fie” (todo ha salido mal).
¿A quién no le resultan divertidas las maldiciones y exabruptos que,
en sus novelas, escupía Thomas Bernhard sobre sus compatriotas, los
austriacos? Respuesta: a muchos austriacos. Con reiteración a veces
cansina, Bernhard les reprocha no sólo los crímenes morales más
repugnantes y un supuesto nazismo genético, sino incluso el estado
calamitoso de los cuartos de baño de Viena, los más sucios del mundo,
según su severo juicio en Maestros antiguos.
¡Qué interesantes las soflamas de Friedrich Nietzsche contra la
“pesadez” de sus compatriotas, los alemanes, y qué magnífico es que, con
motivo de la guerra de 1870, el filósofo de la “voluntad de poder” y la
“transvaloración de todos los valores” les alertase contra la victoria,
que era para ellos más peligrosa aún que la derrota! El hecho de que
además acabase harto de la música de Wagner y prefiriese, o afectase
preferir, la Carmen de Bizet y la zarzuela La Gran Vía, agranda su figura, ya de por sí colosal, hasta dimensiones míticas.
Yo tributo una ovación virtual a las canciones Les flammands y Les flamingans,
en las que Jacques Brel se ríe con desgarro y crueldad de la mentalidad
de sus paisanos, que le parecía extremadamente mezquina. “¡Os prohíbo
que ladréis a mis hijos en flamenco!”, gritaba, descompuesto, aquel
flamenco de Schaerkeek. Y sin salir de los Países Bajos, recuerdo con
gran placer la lectura de Belladona, la sátira salvaje contra
el nacionalismo flamenco, de Hugo Claus, gran escritor en lengua
flamenca, nacido en Brujas, que se definía a sí mismo como “flamencoide
francófono”.
Aunque tiene en La cartuja de Parma unas páginas
involuntariamente cómicas sobre la jovialidad y galanura de los soldados
de Napoleón, a los que supuestamente recibían con los brazos abiertos
las mujeres de los pueblos que conquistaban, Stendhal al final abominó
de la “Francia grave, moral y triste”, del pueblo atontado, de la
burguesía avarienta… y zanjó el asunto haciéndose enterrar como “Arrigo
Beyle. Milanese”.
¡Qué ejemplos tan altos! Ellos nos enseñan que un intelectual, o un
artista, o cualquier persona que simplemente respete su propia
inteligencia (sea poca o mucha), ni adulará a la masa ni se pondrá al
servicio del gobernante de turno.
Ahora bien, aunque con plumas de menor nivel que las que acabo de
mencionar, en punto a autocrítica a los españoles no nos gana nadie. Es
el deporte nacional. Este “intratable país de cabreros”, como lo definió
el citadísimo poeta Gil de Biedma una tarde en que se sentía inspirado
en su oficina de la Compañía de Tabacos de Filipinas, se ve flagelado a
la vez, por un lado, por los voceros de la secesión o la entropía; y por
otro, por algunos intelectuales hastiados. Para los primeros, los
españoles somos poco menos que caníbales. “Una de las constantes de la
historia de España es la persecución del marrano, del distinto, del que
habla como un perro”, nos recordaba hace poco un docto comentarista de
Girona, y con lo de “hablar como un perro” no aludía ni a los millones
de inmigrantes que en los años de bonanza se nacionalizaron españoles,
ni a la gracieta del señor Mas: “A los andaluces no se les entiende el
castellano que hablan”.
También a algunos intelectuales hiperestésicos el país se les queda pequeño. Lo sienten como Baroja en El árbol de la ciencia.
Les parece que queda fino denunciar cuán basto es el populacho y qué
mal habla inglés el alcalde. Ellos merecerían algo mejor. Merecerían
estar siempre en, no sé, la tertulia del Algonquin o en algún chaletito
de Bloomsbury, tomando el té.
—Es que en España “el nivel cultural” es muy bajo, la gente es muy
bruta, los políticos son un desastre, las ciudades son ruidosas y el
paisaje está degradado… ¡Yo me iría de inmediato, ahora mismo, a
cualquier lugar!
(Pero los que se van son otros, en busca de empleo). En parte esa
tendencia, tan acusada en España, a lo que podríamos llamar
“autoflagelación en la espalda del vecino” es pura inercia y seguimiento
de una tradición que se remonta a Larra, cuaja en el 98 y el
regeneracionismo, y encuentra en el aborrecimiento del régimen
franquista su apoteosis. Entonces parecía obligado criticar las lacras
de una nación injustificadamente pomposa, y minimizar sus logros.
Yo mismo incurrí alguna vez en ese deporte de escupir hacia el cielo;
pero me hizo reflexionar un escritor argentino que había llegado a
Barcelona huyendo de la Triple A: “Mira, no te quejes”, me decía, “aquí
no te matan por las calles, hay una vida editorial notable y algunas
buenas librerías, el transporte público funciona razonablemente, las
comunicaciones son fluidas, el clima es grato y la gente, por lo
general, es tolerante, abierta y cordial. Si no te metes en casa del
vecino a joderle, puedes hacer casi lo que quieras. ¿Qué más quieres?
¿Un chalet en Arcadia?”.
Y tenía razón; entre la afirmación de José Antonio Primo de Rivera
“ser español es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en el
mundo”, y la de Cánovas del Castillo, que, según Galdós, quería llevar a
la Constitución un artículo que dijese: “Es español el que no puede ser
otra cosa”… seguramente la verdad esté en un término medio más que
aceptable; tal vez ese término medio sea el que propone Paolo Conte en
su canción Sosías: “¡Esto es España, una casa de tolerancia!”.
(Sí, vale, la expresión viene con doble sentido; pero qué le vamos a
hacer, esa es la imagen que damos).
Pero cuando una delegación del Estado — la Generalitat— organiza
grandes demostraciones contra el mismo Estado, con gran cañoneo previo
de prensa, radio y televisión, y hasta un senador —Jordi Vilajoana—
vocifera “¡Español el que no bote” mientras da alegres saltitos en medio
de la multitud, sin que nadie le diga “¡un poco de respeto! ¡Decoro,
senador!”… entonces quizá ese desprecio que intelectuales cejijuntos y
patriotas de aldea le vienen infligiendo al pueblo ha calado tanto, que
el Estado se autodestruye, asistimos al punto de colapso total, y ha
llegado el momento de buscarse otro país mejor.
Como Casal, partamos decididamente, y yo el primero (¡quita, bicho,
tú no!), hacia “otro cielo, otro monte / otra playa, otro horizonte, /
otro mar, / otros pueblos, otras gentes / de maneras diferentes / de
pensar”. Hacia un país más competente. Pero ¿cuál, dónde está? ¡Por
supuesto, ni en América, ni en Asia ni en África! Ni, desde luego, en
los Balcanes. De Israel o los países árabes, ni hablar, vivir allí es
vivir en la tragedia.
¿Italia? Es el país más bello de Europa, pero ¿quién quiere vivir en
un plató de Tele 5?... Suiza sí que… Bueno, funciona de maravilla, pero
mejor no explicar en base a qué “industria” repugnante llevan los suizos
su espléndido tren de vida…
¡Y cuánta grandeza, pero también cuánto espanto que digerir conlleva
el mero hecho de ser ruso! ¡Por no hablar la carga que llevan los
alemanes por los pecados de sus abuelos! Habermas tuvo que inventarse el
“patriotismo constitucional” para aliviarla un poco.
Diré que podríamos ir por todo el mundo comprobando que en todas
partes hay gente encantadora, y que todas las naciones tienen un montón
de “muertos en el armario”.
La “pertenencia” a un sitio es una carga más o menos leve, y la
“identidad”, como dijo Carlo Ginzburg hace unos meses en Barcelona, un
concepto funcional sólo en lo relativo al DNI, no una categorÍa
filosófica seria.
Dicen que Tomás Moro describió una isla perfecta llamada Utopía; que Fourier quería organizar unas comunidades estupendas; y en Los viajes de Gulliver
Jonathan Swift da noticias de Laputa, Balnibarni, Luggnagg,
Glubbdrubdrib y el País de los Houyhnms. Parecen sitios interesantes
pero, dado que sólo existen en el terreno de la imaginación, va a ser
difícil, por ahora, instalarse allí.
Ignacio Vidal-Folch
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