Es la segunda bebida más consumida del mundo y, para algunos filósofos, una pócima mágica para leer y entender el mundo: ¿qué dice el café de la cultura humana? El libro Coffee, Philosophy for Everyone compila ensayos de pensadores y antropólogos que analizan ética, estética, metafísica y cultura del café.
La bebida mágica que abre la puerta al intelecto
Por Nicolás Artusi
“Todo exceso se funda en un placer que el hombre
quiere repetir más allá de las leyes ordinarias promulgadas por la
naturaleza”: ahí donde hubo un adicto después suele aparecer un
converso. Maestro indiscutible de la novela realista y autor de La comedia humana, el pensador francés Honoré de Balzac tomaba cincuenta tazas de café por día como estímulo para su prolífica producción literaria. Acaso inspirado por Voltaire (ochenta tazas por día) o por Goethe
(sesenta tazas), Balzac se convenció de que la sobredosis de café le
provocaría una muerte precoz y, en un ejercicio de purgación masoquista,
se obligó a masticar granos tostados y, con el pensamiento nublado por
la penosa penitencia, escribió un delicioso brulote contra las
infusiones, Tratado de los excitantes modernos: si es
cierto que la verdadera fuerza del hombre se encuentra entre los dos
excesos vitales, el intelectual o el sensual, para muchos pensadores el
café fue el combustible mental que les permitió moderar la hybris y encauzar la libido. “El café produce una suerte de excitación nerviosa
semejante al enojo: alzamos la voz; nuestros gestos expresan una
impaciencia enfermiza; queremos que todo fluya como fluyen las ideas”,
se maravilló Balzac antes de entregarse a la abstinencia estricta.
Mientras la cafeína siga siendo la sustancia farmacológica más consumida
del planeta, el “oro negro” será una pócima mágica que permite entender
el mundo.
“Pitágoras nunca tomó un latte, Sócrates nunca sorbió un macchiato…”, se disculpa Donald Schoenholt, distinguido como “el padre del café americano”, en el prólogo de Coffee, Philosophy for Everyone,
el libro que compila ensayos de pensadores, periodistas y antropólogos
que analizan ética, estética, metafísica y cultura del café: “La
filosofía se aprovechó del café durante más de un milenio porque el
café, quizás más que cualquier otra bebida, se identificó con el
pensamiento occidental desde su llegada a Europa a través de Venecia
durante el siglo XVII”. Una arqueología de la bebida dirá que la
Ilustración encontró una estampita a la que adorar en la imagen de un
molinillo de café que publicó Denis Diderot en su mítica Enciclopedia,
allá por 1751: mientras Balzac pontificaba con la retórica del
recuperado, intelectuales de distintas épocas y categorías, como Hegel, Lincoln, Rosseau, Marx o Bob Dylan se
asumían como bebedores compulsivos. Cuando no existía el “agua
finamente gasificada”, en las grandes ciudades se bebía alcohol a
hectolitros, porque los ríos estaban contaminados. El café fue la
primera “bebida social” que un hombre podía ingerir en público y en
cantidades sin embriagarse, entonces como ahora acodado en la barra de
un bar, discutiendo los vicios del capitalismo o las distorsiones del
“relato”: la cafetería Lloyd’s de Londres, allá por el 1800, se bautizó
como “la universidad del penique” porque, por el precio de un pocillo, cualquiera tenía derecho a discutir sus ideas para salvar el mundo.
Si una vieja ironía dice que el filósofo es una máquina que convierte el café en teoría, la conclusión es evidente: un espresso
hace pensar a la gente. “Históricamente fue una bebida que encendió la
chispa de la energía intelectual, a menudo de la manera más radical, a
veces con una verborragia que condujo a la herejía y la sedición”,
describe Schoenholt. El secreto radica en la cafeína: “Es la única sustancia psicoactiva adictiva
que ha superado la resistencia y la desaprobación en todo el mundo, al
grado en que se encuentra libremente casi en todas partes, sin
regulación, se vende sin permiso, se ofrece sin receta en tabletas y
cápsulas e incluso se añade a las bebidas destinadas a los niños”, dicen
Bennett Alan Weinberg y Bonnie K. Bealer, autores de El mundo de la cafeína; la ciencia y la cultura en torno a la droga más popular del mundo:
“Para el siglo XX, la vida cultural de la cafeína, transmitida en torno
al consumo de café y té, estaba tan entretejida con los hábitos
sociales y los afanes artísticos del mundo occidental que la baya del
café había llegado a ser el cultivo comercial más rentable de la
tierra”.
Elogio de la lentitud
“La analogía apropiada sería que el café y la filosofía van juntos
como el juego previo y el sexo”, compara Michael W. Austin, editor de
compilados superventas que analizan el pensamiento filosófico en función
de la paternidad o el deporte, entre otros temas: “Usted puede tener
uno sin el otro, pero lo segundo siempre es mejor después de lo
primero”. El café es un inductivo del pensamiento lento, con la calma
entendida como equilibrio, en el sentido que acuñó el periodista
canadiense Carl Honoré: “En la filosofía de la lentitud,
las personas descubren energía y eficiencia allí donde quizás menos lo
habían esperado: en el hecho de hacer las cosas más despacio”. El ritmo
pausado que exige la degustación de una taza genera la oportunidad de
conversar, leer, pensar. La icónica foto de Jean Paul Sartre,
sentado frente a su mesa fija del parisino Café de Flore y rodeado de
otros parroquianos, discute su afirmación de que estamos solos en el
mundo y además es la estampa definitiva que sugiere cómo debería verse
un filósofo contemporáneo. En ese bistró se acuñó la broma que
resume el pensamiento existencialista: Sartre estaba sentado cuando se
acercó el mozo para tomarle su pedido. “¿Puedo servirle algo, señor?”.
“Sí, me gustaría una taza de café negro sin crema”, responde Sartre. El
mozo se retira hasta la barra y, cinco minutos después, regresa a la
mesa: “Lo siento, señor, no tenemos crema. ¿Podría traerle el café sin leche?”.
“La analogía apropiada sería que el café y la filosofía van juntos como el juego previo y el sexo”.
Tan cierto como que los filósofos griegos reunidos en el ágora no conocían el frappuccino es que las cafeterías funcionan como plazas públicas modernas.
Los bares son instituciones sociales. “Existe una cultura extensa,
diversa y enérgica alrededor del café”, opina Austin: “Cuando hablamos
de café también estamos hablando de otras cosas que lo acompañan: lo
asociamos con la conversación y la amistad, con el arte y la lectura,
con la política y la revolución. Y todos esos temas son del interés
filosófico”. Si los fenómenos del marketing hicieron que la palabra “metafísica”
se relacione con la sección de autoayuda de las librerías, la auténtica
metafísica se ocupa de investigar la naturaleza de la realidad o, según
la definición de la Real Academia, “el ser en cuanto tal y sus
propiedades, principios y causas primeras”. ¿Existe Dios? ¿Las cosas son
como las percibimos? ¿Hay libertad en el destino? ¿El café negro es pura agua filtrada o en realidad es una panacea?
“La devoción y la condena extremas sobre el café perduran desde su
descubrimiento hasta hoy”, escribe Mark Pendergrast, autor de Uncommon Grounds,
la biografía más completa de la bebida publicada hasta ahora. En el
inicio de los tiempos, fue una inspiración para las prácticas religiosas
y, si en su llegada a Europa se conoció como “la bebida del Diablo”
(por su color oscuro y su efecto estimulante), en el año 1600, el papa
Clemente VIII se vio obligado a bautizarla: “Esta bebida satánica es
deliciosa”, reconoció: “Sería un pecado dejársela a los infieles.
¡Venzamos a Satanás impartiéndole bendición, para hacer de ésta una
bebida verdaderamente cristiana!”.
Agua bendita en una iglesia de herejes
¿Cuándo se colaron los televisores y sus insufribles canales de
noticias en los bares? ¿Por qué los porteños estamos condenados a
padecer en silencio la repetición infinita del último choque en una
esquina? “En las cafeterías, el mundo exterior parece haber
desaparecido”, escribió el autor estadounidense Christopher Phillips en
su ya famoso ensayo Socrates Café: “Los estantes están
repletos de revistas y libros. Las paredes están cubiertas de cuadros.
La música de las guitarras flota a través de los parlantes. Es el lugar
perfecto para entregarse al pensamiento hasta cualquier hora”. A
mediados de la década del ’90, con el propósito de acercar la filosofía a
las masas, Phillips fundó el grupo Sócrates Café, que se proponía
reunir a personas comunes alrededor de una mesa para discutir ética, estética, metafísica y cultura
con la informalidad de una plaza griega y la inducción inadvertida a la
búsqueda de respuestas según el método socrático: la discusión
organizada, con interlocutores por turno, uno liderando la charla y el
otro asintiendo o negando ciertas conjeturas.
El café fue la primera “bebida social” que un hombre podía ingerir en público y en cantidades sin embriagarse.
Según Phillips, todos somos “socráticos” en cuanto se cumpla con una
premisa del maestro griego: que el hombre común ocupe con sus asuntos el
espacio público. El grupo se identificó pronto como “una iglesia de
herejes” y sus resultados se publicaron en un libro que tiene hasta hoy
muchas reediciones.
Varios años antes, el filósofo francés Marc Sautet (1947-1998) había
invitado a un pequeño grupo de amigos al Café des Phares, en la Plaza de
la Bastilla, para celebrar conversaciones semanales. A medida que los
encuentros se hicieron más populares, adoptaron el nombre de “Café Philosophique”
y se extendieron por buena parte de Francia y otras capitales europeas.
Estaban abiertos a cualquiera que tuviera ánimo de discusión y gusto
por un café au lait. Aunque existía un moderador, no tenía la
imposición rígida del atril: no eran conferencias ni lecturas públicas
de textos, apenas charlas con agudeza argumentativa y espíritu crítico.
Mucho antes de que se proponga fútbol, turismo carretera o merluza “para
todos”, la obra de Sautet promovió la idea de que la filosofía puede
ser ejercida por cada persona con voluntad de pensar.
La adopción de la cafetería como ágora fue inspirada por la idea
posmoderna de que la filosofía debe abandonar los claustros y mudarse
allí donde esté la gente, para jugar un papel más activo en la vida
social. Desde el principio del milenio, este concepto fue el disparador
de un interesante boom editorial que analizó los fenómenos de la cultura pop en clave filosófica, con libros dedicados a Dr. House, Mad Men, Los Simpsons o Lost y
su relación con las grandes ideas. “Una cucharadita de azúcar ayuda a
que uno pueda tragar un remedio y una dosis de cultura pop ayuda a
entender a Kant”, compara William Irwin, considerado el padre del filón
con su libro Seinfeld and Philosophy: “La filosofía
tuvo un problema de mala prensa durante siglos, pero estos libros
intentan cambiar eso, demostrando que el pensamiento puede ser relevante
en la vida cotidiana”. Alguna vez, el genio inglés Bertrand Russell se
lamentó de que “los tontos y los fanáticos estén llenos de certezas,
mientras que la gente inteligente está llena de dudas”: la filosofía de coffee-shop
tiene sus detractores, los que argumentan que no es más que una
banalización de la sacra institución del pensamiento, pero sus
defensores repiten que usar la cabeza no hace ningún daño y que, aun por
ambicioso, el objetivo de la discusión no deja de ser el más noble que
pueda existir: reflexionar sobre cómo hay que vivir.
Una copa de vino árabe
Como un lubricante social, el consumo de alcohol reduce las inhibiciones. Desde El banquete
de Platón, escrito hace más de dos mil años, la imagen de los
pensadores discutiendo acerca de los asuntos del día acompañados por una
vasija de vino confirmó el vínculo entre las libaciones y el intelecto.
El café es la bebida antierótica por excelencia: pone alerta los sentidos en lugar de enturbiarlos
(de esta verdad se deriva el hecho de que nadie tome café para perder
la cabeza y entregarse a la sinrazón de la pasión). “El café es licor
sobrio y poderosamente cerebral que, muy al contrario de los
espirituosos, agudiza el discernimiento y la lucidez.
Suprime la vaga y tosca poesía de los vapores emitidos por la
imaginación y, a partir de una realidad neta, hace brotar el destello de
la verdad”, escribió el célebre historiador francés Jules Michelet
(1798-1874). En su llegada a Europa a través de los hábiles comerciantes
del Medio Oriente, el café se conoció como “vino árabe” y, mucho antes
de la aspirina, se prescribía como medicina potente contra la fiebre, la
gota, el escorbuto o la depresión, siempre preparado al modo oriental.
“La atmósfera general que rodea las ‘conversaciones etílicas’ se
caracteriza por una falta general de sentido y seriedad”, distingue el
filósofo Bassam Romaya en Coffee, Philosophy for Everyone.
Entonces, ¿qué es lo que puede hacer un buen café por el pensamiento?
El argumento más sólido es que esta bebida milenaria, gracias a su
componente esencial, la cafeína, aumenta las habilidades cognitivas.
Según Romaya, “el pensamiento mejora como resultado del consumo de
café”. Las pruebas son químicas: se agudiza la capacidad cerebral, crece
la atención a los detalles y se activa rápidamente la memoria de corto
plazo. “Muchas de estas habilidades son necesarias, y a menudo
empleadas, cuando uno se envuelve en la reflexión o el diálogo
filosófico”.
Los intentos de encontrar el mejor método para practicar la filosofía
no son nuevos: a través de la historia occidental, muchos pensadores
discutieron qué significa filosofar, cómo obtener los mejores resultados
y, por supuesto, si en definitiva sirve para algo o es un ejercicio
inútil de onanismo mental. “Los filósofos a menudo discuten acerca de
qué clase de indagación debería considerarse ‘filosofía’ y, sobre todo, nunca coinciden en qué convierte un pensamiento en ‘buena filosofía’”,
explica Romaya. Si desde hace cientos de años se debate qué es el arte,
para este autor la comparación exacta sería entre el pintor vocacional y
el discutidor del café: “Ambos practican conceptos elementales de
propósitos más complejos, pero que pueden ser mejorados con un mayor
grado de dedicación y durante un período más largo de tiempo”. La
conclusión es que el café ofrece beneficios en una amplia variedad de
inquietudes profesionales o creativas: si los monstruos sagrados de la
Ilustración se reunían en el Café Procope de París, las bestias de la
poesía beat norteamericana hacían del coffee shop su lugar de rebelión y pertenencia.
En una aldea poblada por irreductibles galos, el senil druida Panoramix
guardaba el secreto de la poción mágica que otorgaba poderes
sobrehumanos: dos mil años después, la fórmula tiene estado público y,
de tan ubicua, sólo exige que se capture la atención de un mozo y se
dibuje una “c” con el pulgar y el índice (aun así, no intente cargar un
menhir sobre su espalda). Si la cafeína fue descubierta por un doctor
alemán en 1820 a pedido de su buen amigo J.W. Goethe,
que tenía recurrentes problemas de insomnio, hoy perdura como el
combustible intelectual de cualquiera que se siente en una mesa del bar
de la esquina o del Café Descartes, ubicado en el centro de Chicago, que
invita a la reflexión con su lema: “Bebo, luego existo”.
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